Ahora (Madrid), 26 de septiembre de 1933
No cabe, querido amigo y compañero “Azorín”, empleo más noble de la pluma de un escritor público, de un conductor de la conciencia pública, que el de despertar el sentimiento de la justicia. Justamente se refería usted, al emprender una campaña justiciera, al famoso proceso Dreyfuss en que se perseguía a un hombre por razón de Estado, es decir, por sinrazón de política. Casos en que se saca a cuento aquello de “salus populi suprema lex esto”, sea la salud del pueblo la ley suprema.
Adrede he dejado apenas traducido lo de “salus” por salud. ¿Se trata, en efecto, de salvación o de sanidad? ¿ Y qué es el pueblo? ¿Se trata de salvar al pueblo de un grave peligro? ¿y al pueblo? Porque hemos oído sin casi asombro a un ministro lanzar en plenas Cortes la increíble insensatez de que o la República —que no es precisamente el pueblo— acababa con un hombre o este hombre acababa con la república. Lo cual es hacer desaforada mitología, crear otro mito. Y con esto sí que corre riesgo la sanidad mental del pueblo, pues se le entontece y envenena. Y a la vez los que semejantes insensateces propalan crean un estado de conciencia popular contrario al que trataban de crear. El mito les sale adverso. Es lo que se suele llamar “hacer mártires”.
Por lo cual me ha parecido nobilísimo el empeño de usted de pedir que se lleve el enjuiciamiento de un hombre cualquiera por vías de justicia y no de secretos inquisitoriales. ¿Pues qué más que secreto Inquisitorial es cuando se objeta que las pruebas alegadas contra el sujeto no prueban lo que se quiere que prueben, replicar que hay otras? Con asombro se lo hemos oído a los que tratan de justificar el proceso. Es más, asegurar que esas pruebas están a buen recaudo y en poder de algún poderoso perseguidor. Y cuando hemos preguntado: “¿usted las ha visto?” el informante se llamaba andana. Lo que nos permite dudar, sobre todo cuando los revolucionarios de la ley de defensa de la república, los de los documentos bajo sobre o sin él, no se han distinguido por su veracidad. Y esto no es reproche, pues no se hace una revolución de ese tipo sin engaños. Por lo cual, usted y yo, querido amigo y compañero “Azorín”, que creemos que la suprema injusticia es no ya falsear sino callar la verdad, no podremos nunca hacer esa política sedicente revolucionaria.
Todo esto viene a cuento de un inciso reciente de ese proceso. Y es que dos diputados de la Esquerra Republicana de Cataluña que forman parte de la Comisión de Responsabilidades que está enjuiciando —al parecer inquisitorialmente— a ese hombre, también diputado, votaron que se le concediera la libertad provisional, porque las pruebas contra él aducidas no cohonestan su prisión, y si hay otras que se saquen. Esos dos diputados adujeron haber votado en conciencia y que, el hacerlo en contrario, habría sido prevaricación. ¡Ya salió —gracias a Dios— la conciencia! Pero...
Pero la conciencia y el sentimiento de justicia son una cosa y la disciplina política… —aunque política ¡no!, si no de partido— es otra. Y lo digo porque el Comité ejecutivo central de Esquerra Republicana, después de reconocer que esos, sus dos diputados, procedieron en conciencia de justicia y honorablemente, añade esta enormidad: “Sin embargo, ante la falta que representa, en el aspecto político, haber votado en favor de la libertad provisional del señor March, contrariamente a la opinión general del partido y a los daños que de esto pueden derivarse...” Y sigue una sanción a esos dos diputados cuyo sentido de la justicia no concuerda con la opinión general del partido.
¡Falta en el aspecto político! He aquí lo triste de todo este caso. El que eso que llaman el aspecto político, la opinión general del partido —al que se le estropea la sanidad mental de juicio con mitos— se sobreponga al sentido de Justicia. Ya en otra ocasión se me echó en cara el que hubiese yo decidido con unas palabras de verdad y de justicia un acuerdo que dañaba a los intereses de partidos. Y hubieran de haber sido intereses del régimen. Y no habría por eso torcido la verdad ni la habría callado. Tengo para mí que la libertad de la verdad es la suprema justicia.
Pero hay, querido amigo y compañero “Azorín”, algo más triste aún y que impide que se haga la luz en ese tan típico proceso revolucionario, y es que he oído a varios que piensan como usted y como yo que no se atreven a expresarlo públicamente porque no se les tome por mercenarios o por solapados enemigos del régimen. ¡Hasta esto hemos llegado! Porque no se les crea atosigados con el oro de la plutocracia. Como si no fuese peor el envenenamiento con el cardenillo del cobre espiritual.
En esa insensata labor defensiva de esos pobres hombres atacados de manía persecutoria que ven por donde quiera enemigos del régimen, en esa labor de forjar mitos, fantasmas, duendes y toda clase de potencias tenebrosas, han llegado a la insensatez —rayana en... me callo la palabra— de propalar que el rumbo que han tomado ciertos órganos de la opinión pública se debe ¿a qué? ¡a ese oro mitológico! Sí, amigo “Azorín”; es ese hombre ya mítico el que con sus artes de soborno ha ganado a los que tratamos de aclarar y depurar la opinión pública.
Sí, la ley suprema debe ser la salud pública, pero entendida en el sentido de sanidad mental, de sanidad de juicio. Mas ya antes de ahora, cuando me he pronunciado contra alguna medida que me parecía injusta, se me ha replicado: “¡es la revolución!”. Y no, eso no es revolución. No es revolución crear mitos, no lo es buscar lo que se llamaba el macho cabrío emisario, no lo es echar carne a las fieras, no lo son los procedimientos inquisitoriales de un Comité de Salud Pública.
Y sobre todo la libertad de la verdad —cuya servidumbre es el secreto—, que es justicia.
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