Ahora (Madrid), 15 de agosto de 1933
Para purgarme el ánimo, echando fuera de él durante el tiempo de la dieta el recuerdo de los hechos humanos, estuve hace poco releyendo a Enrique Fabre, el Homero de los insectos. Mas, ¡ay!, que con frecuencia el buen maestro provenzal se nos vuelve un Esopo o un Lafontaine, un fabulista. No hay remedio, el animal nos sirve de espejo, y la llamada historia natural se hace historia, fábula.
Volví a leer en Fabre las sugestivas páginas que dedica a las costumbres de la oruga procesionaria de los pinos, esas larvas que en procesión de larga fila, no más que de una en fondo, van siguiendo el rastro que en el suelo del árbol y del bosque deja la procesión. Ese rastro debe de ser un programa. Y es curioso ver cómo el paciente Fabre pudo comprobar que si a la oruga guión se le llega a colocar, en marcha circular, sobre el rastro de la última de la procesión, ésta, la procesión, se hace circular, y allá se está la tropa toda, la colectividad procesionaria, dando vueltas y más vueltas sin ir a parte alguna. Y es que en esas pobres orugas la procesión va por fuera. Nos resulta un animalito verdaderamente estúpido. Y es que una oruga no tiene sexo, y la finalidad económica de su vida es comer y no otra cosa. ¡Cuán otra la de la mariposa que de ella surge! Y la mariposa no es procesionaria, sino que revolotea de un lado a otro, se acopla, se baña en luz y pasea la vida. La pasea, no la pasa.
Y ahora, interrumpiendo un rato estos fantaseos sobre la oruga procesionaria, quiero recoger un juicio de Maeterlinck sobre la abeja, bicho colectivista —y en cierto sentido, procesionario también—, en comparación con la individualista y hasta anarquista mosca. Sobre la abeja que se llama obrera, claro está, la que hace miel y cera, la que fabrica los panales de la colmena. Y que tampoco tiene sexo. Éste se queda para los zánganos y para la pobre reina. Decía, pues, Maeterlinck que si se le mete a una abeja obrera, insexuada, en una botella en lugar oscuro y con su fondo —cido, sin perdón— hacia la luz de una abertura en el lugar, la abeja, discurriendo con lógica, se dice: “donde está la luz está la salida”, y sin convencerse de que el cristal del fondo es impenetrable, allí perece, mientras que una aturdida mosca se saldría por la boca de la botella. Lo que, en contra de Maeterlinck, prueba la superioridad espiritual de la mosca, estética, individualista y sexuada, sobre la abeja lógica, colectivista e insexuada. Paseando la vida se encuentra la salida, la libertad, y no aplicando la lógica de construir panales. Que es una especie de sociología y de sociología procesionaria.
Y volviendo al procesionarismo, conviene observar la conducta del “homo sapiens” —bípedo implume o mamífero vertical— cuando quiere hacerse camino —progreso le llaman— en procesión. Mas antes hay que explicar lo de levógiros y dextrógiros. Porque es el caso que si a un hombre se le pone, vendado de ojos, en vasta llanada y se le manda que avance en línea recta, uno se va inconscientemente hacia la izquierda y otro hacia la derecha, describiendo una amplia curva. De tal modo que si el espacio fuese suficiente, el dextrógiro o derechista describiría un círculo acaso, en el sentido de la aguja del reloj, y el levógiro o izquierdista, otro círculo en el otro sentido. Total, ¡pata! Porque uno y otro, con la lógica de la abeja embotellada y la de la oruga procesionaria, cumplirían verdaderas revoluciones orbitales y no saldrían de ellas. Su revolución iba por fuera. Y es claro, no encontrarían la salida. ¿O es que creen los levógiros y los dextrógiros, los izquierdistas y los derechistas, que el oscuro instinto que les lleva en uno u otro sentido —total, ¡pata!— es lógica, es sociologia? La de la abeja y la oruga insexuadas. Y en tanto la mosca, la que se pasea la vida —se la pasa paseándola—, se come la miel que la abeja obrera fabrica, aunque a las veces perezca presa de patas en esa miel. Pero es una muerte dulce.
¿Y el zángano, el holgazán? Andaba hace unos años por tierras de Salamanca y de Palencia un pobre maestro de escuela, que, tras de triste desastre familiar, acabó en mendigo alcohólico. Murió abrazado a una bota de vino. Era simpático y muy cortés y hasta ceremonioso el pobre Venturita. Solía pedir prestada una perra grande. Tuvo pequeñas herencias y las derrochó en pocos días volviendo a pasear su miserable vida como mendigo vagabundo, andariego.
En cierta ocasión íbase Venturita hacia Salamanca, carretera de Ledesma, y al acercarse a la ciudad entró en una tasca a darse combustible líquido. Bebió, se echó su saco al hombro, despidióse, salió a la carretera, venteó el ámbito y en vez de tomar rumbo a Salamanca, lo tomó hacia de donde había venido. “Pero, Venturita —le dijo uno—, has perdido el tino; ya ni conoces el camino; ¿no decías que ibas a Salamanca?” Y el miserable paseante de la vida le contestó: “¿Pero no ves que en este tiempo ha cambiado el viento y que si fuese ahora hacia Salamanca me daría de cara?” Y el pobre Venturita, el mendigo del camino, se fue, viento en popa, por donde había venido. No sé si, de vivir hoy, le cogería en sus mallas la ley de Vagos; pero sé que él gozaba de la triste libertad de los que pasan no, como los poderosos, por encima de la ley, sino, como los menesterosos, por debajo de ella. ¿Levógiro o dextrógiro, izquierdista o derechista, aquel pobre vagabundo de Dios? Su verdadera patria era el camino, por el que no iba a procesión. Venturita no tuvo programa. Su memoria descansa en paz en los que le conocimos y le socorrimos. No se empeñó en atravesar el fondo infranqueable de la botella. Vivió, bebió, durmió, soñó y se murió al día y al viento.
¡A cuántos les marca el viento su camino! Sobre todo a los que llevan la procesión por dentro. Y como esto resulta fábula, el lector esperará la moraleja. Pero la moraleja no suele ser más que sociología. Sáquela, pues, cada cual a su gusto.
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