domingo, 26 de noviembre de 2017

Sobre el anarquismo español

El Radical (Cáceres), 26 de diciembre de 1933

Escribo estas líneas hoy, 11 de diciembre, lunes —día sin diarios matutinos— y cuando no se sabe cómo acabará el estallido revolucionario anarcosindicalista, que así se le denomina. Y hay que notar que, en rigor, anarquismo y sindicalismo se comportan mal entre sí. La perfecta anarquía no tolera sindicación. Mas dejando esto, el caso es que el estallido merece examen y meditación. No por su ideología, sino por su psicología, pues no es cosa de ideas, sino de sentimientos, de alma. Buena o mala, que de esto no se trata ahora. ¿Qué se proponen esos fanáticos, esos energúmenos —es decir, poseídos o endemoniados— los más de ellos mozalbetes que queman tiendas, sin saquearlas, incendian una fábrica de papel, queman archivos y sobre todo iglesias y conventos en cuya quema ningún provecho material han de sacar?

Y les ayudan mujeres que reparten y recogen pistolas en cestas. El movimiento apenas si ofrece caracteres de movimiento estrictamente económico. La famaso interpretación materialista de la historia, la de Marx, marra aquí.

Mas presenta las características de un movimiento religioso. Religioso, sí, en su más amplio sentido. Hay una religiosidad del ateísmo. Y en todo caso, se asemeja a aquellas terribles epidemias medioevales de turbio misticismo demoníaco. Y después de todo, ¿no empieza a reconocerse ya que en el fondo, en el último fondo del bolchevismo moscovita, del fajismo italiano y del nacionalsocialismo germánico hay una raíz no económica, sino de sentimentalidad que se puede llamar religiosa?

¡Cuán otro el sentido del llamado aquí, en España, socialismo, el de la U. G. T. y sus casas del Pueblo, con su burocracia conservadora, con su proteccionismo del Estado, con sus jurados mixtos, con toda su abogacía y su procuraduría casuística, con su reglamentación de las huelgas!… La doctrina sindicalista de la acción directa, su rebelión frente al Estado, su consigna de no votar, todo esto le da al sindicalismo anarquista —prescindiendo de lo contradictorio de este enlace— un carácter profundamente apolítico. Aquí no se trata ya de política, de civilidad, sino de algo más hondo y más primitivo y más originario, acaso de más reacción —en su mayor parte subconsciente y hasta inconsciente— contra la civilidad y por ende contra la civilización. Es lo que en un tiempo se llamó en Rusia nihilismo —“nadismo”, podríamos decir— que tiene raigambre religiosa. Y es lo que hace que aparte del deber que tiene el Poder público, el Gobierno, de sofocar estos estallidos para salvar en lo posible la civilización, la convivencia civil histórica, conviene que todos meditemos en las raíces últimas y profundas que los producen. Es una enfermedad de la civilización, acaso congénita en ésta, es algo hondamente arraigado en la conciencia colectiva o comunal.

Y viniendo a nuestra propia civilización, en la española, y a lo que se ha llamado nuestro individualismo, conviene recordar que aquí, en España, nunca prendió el genuino socialismo —en rigor gregario o rebañego— en el alma de nuestro pueblo. Y menos la pedantería marxista —lo pedante que fue Marx se nota en sus arremetidas a Proudhon— con aquello del socialismo… ¡científico! El de Proudhon, el noble utopista, se nos pegaba mejor. Proudhon fue quien más influyó en Pi y Margall. Y cuando la escisión entre Marx, el judío alemán pedantesco, y Bakunin, el hidalgo ruso soñador, el anarquista, los más de los delegados españoles se fueron con el ruso anarquista y soñador. Y más tarde, ¿quién no recuerda el éxito enorme que tuvo entre nosotros La conquista del pan, aquel librito del príncipe Kropotkine, que ha sido uno de los más leídos en España? En cambio, ¿quién ha podido leer aquí El Capital de Carlos Marx? Nuestros sedicentes marxistas no le conocen mejor que conocen las Sagradas Escrituras nuestros sedicentes cristianos. Y aún recuerdo que aquel pobre Felipe Trigo, el novelista, tan español, se dio a inventar un socialismo individualista o no sé si se llamó individualismo socialista, que es igual.

Fue aquí, en España, donde un escritor místico, el franciscano Fray Juan de los Ángeles, dijo lo de: “Yo para Dios, Dios para mí y no más mundo”, fórmula la más expresiva y la más vigorosa del individualismo religioso. Y aun que no crean o más bien crean no creer en Dios, el espíritu de esa fórmula late en nuestro anarquistas. Que en el fondo no son más que unos desesperados. Desesperados a la española. Que no sin razón nuestro vocablo “desesperado” —en forma de “desperado”— ha pasado a otros idiomas europeos.

¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que sin desatender a atajar el mal exterior, las manifestaciones revolucionarias de este estado de nuestra alma colectiva, conviene meditar en el estado mismo y no condenarlo ni canonizarlo de ligero. En ese furor, a primera vista inexplicable, de darse a quemar iglesias y conventos, a perseguir a los religiosos, ¿quién nos dice que no haya un fenómeno de desesperación? Desesperación de fe. No me sorprendería ver luego a uno de esos incendiarios meterse de monje en un convento. Los anarquistas, los solitarios, los sin Dios ni rey ni jefe, suelen como los otros solitarios —“monachi”, monjes— formar monasterio. ¿Qué es la F. A. I. sino un monasterio espiritual sin domicilio?

Ya sé que a muchos de mis lectores —a los más— les parecerá todo esto cavilaciones de otro solitario obsesionado, pero insisto en que si lo más de nuestro socialismo burocratizado, reglamentado, pedantizado, no es más que política —y de ordinario la más baja política, la electorera y parlamentaria—, nuestro anarquismo guarda un fondo de religiosidad desesperada. Y este fondo puede producir las más sorprendentes transformaciones. O si se quiere conversiones. Condénese, sí, es lo natural y lo debido, la manifestación externa del hondo estado de conciencia desesperada, pero no se deje de meditar en éste, y además no se deje de mirar con respeto, a las veces con admiración, los heroísmos que produce. No nos atengamos demasiado a las ramplonerías corrientes de los moralistas sociales que con tronar contra las lecturas perniciosas y las predicaciones extremistas —empleo este huero término por conformarme al uso hoy vulgar, y que no se me achaque el que no escriba para todos— creen que con eso han hecho algo útil al bien común. Creo que sin esas lecturas, sin esas predicaciones, el fondo de desesperación anarquista y con él la fe y la esperanza en el ensueño utópico de una futura sociedad anárquica habrían siempre brotado del alma de nuestro pueblo.

¿Qué le falta a éste, a nuestro pueblo?

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