Ahora (Madrid), 11 de octubre de 1933
Un paisano mío, vasco como yo —aunque no sé si, como yo, ciento por ciento— me pide que le dé mi opinión acerca de la Acción Nacionalista Vasca para el órgano que ésta tiene en San Sebastián —que mi paisano la llama, como otros, Donostia—. Me dice que esa fracción del nacionalismo vasco es liberal y tolerante, que para ella no existe el maqueto —maketo escribe, como si está palabra fuese de origen vasco—, que no “sueña en necias superioridades raciales, sino que subordina su acción al hecho evidente de una nacionalidad lingüística y costumbrista (¡así!), además de histórica”. Parece repugnar “el nacionalismo absolutista de la otra rama”. Y como es éste un asunto de que pensaba yo tratar de nuevo hace tiempo, aprovecho la ocasión de la consulta y lo hago desde aquí para que llegue a más gente, y no sólo a la de mi país nativo.
Entre las buenas cualidades que revisten al espíritu colectivo de mi pueblo vasco es una de ellas, sin duda, la de cierta, no ya juventud, sino infancia. El vasco genuino tiene mucho de infantil. Pero con todo lo bueno y a la vez todo lo malo de esta cualidad. Que si es excelente para un pueblo primitivo, sin verdadera historia, ofrece no pocos riesgos cuando ese pueblo tiene que entrar en la vida de la civilización, en la vida política de un pueblo adulto.
Cuando he hablado más de una vez de la puerilidad que distingue al actual movimiento nacionalista vasco —de una o de otra rama—, alguien ha creído entender en ello un cierto dejo de desdén. Y no hay nada de esto. “Maxima debetur pueris reverentia”: “A los niños se les debe la mayor reverencia”, o si se quiere, respeto —dice una sentencia latina—. Y yo a los niños —y sobre todo si son de mi propio pueblo, hermanos, los más prójimos míos— les rindo no ya respeto o reverencia, sino hondo cariño. Y hasta me hacen gracia sus travesuras. ¿Es que me voy a incomodar de que unos niños traviesos, para hombrear ante los veraneantes maquetos, vayan pregonando: “¡Semanario separatista!”, con alborozo? Como me parece una inocentada que un gobernador haga multar un escrito en vascuence perfectamente inofensivo, por la sencilla razón de que no lo entienden ni los que lo leen —cuyo vascuence hablado no es un esperanto de laboratorio— ni acaso los que lo han escrito. Rindo, sí, respeto y hondo cariño a los niños de mi solar nativo; ¡ah!, cuando tratan de regir la vida adulta, entonces la cosa varía. Los menores de edad mental pueden hacer grandes cosas, pero no gobernar a un pueblo. Para la cual función, los menos aptos son los niños precoces. La minoridad de edad mental es desastrosa en esa función. Y no digamos nada del retraso mental. Sin contar con que los menores de edad mental suelen padecer ciertas pasiones. En todo nacionalismo comarcal su característica puerilidad suele llevar consigo, cuando degenera, el desarrollo de ciertas menudas y mezquinas pasioncillas que la educación trata de corregir en los niños.
Lo característico del actual movimiento nacionalista es que sea, sobre todo, litúrgico, folklórico, deportivo y heterográfico. A las veces, orfeónico o futbolístico. Aspectos muy amenos e interesantes, pero de escaso valor en la honda vida de madurez civil. Bien está el costumbrismo, pero no para hacer costumbres de pueblo civil maduro. Quédese para en Carnaval o en festivales jocoso-florales vestirse con trajes de guardarropía regional.
He escrito “heterográfico” y voy a explicarlo. Lo que heterodoxia a ortodoxia es heterografía a ortografía. Cuando no hace cuatro siglos empezó a escribirse —sobre todo por protestantes— en vascuence se adoptó la ortografía latina —mejor, castellana—, mejor o peor adaptada. Recientemente se ideó una ortografía fonética vasca sin tradición. Hemos visto escribir Baskonia con b, como si al v fuera representativa en castellano de un sonido que no hay en vascuence. Pues ni lo ha habido en castellano, donde no existió la V catalana y francesa. Y si hoy vuelven mis paisanos a escribir vasco con v se debe —y yo se lo enseñé a Sabino Arana— a que se han enterado de que proviene de wascon (vascón), como se escribió en tiempos y de que deriva gascón. Y en cuanto a la k, ¿a qué esa puerilidad de firmarse Goikoetxea o Lekuona? ¿Para darse una diferenciación heterográfica? “¡Yo no soy Jiménez, sino Ximénez!” O la x de México de los mejicanos de hoy para escribirlo como lo escriben y pronuncian los yanquis, y no como lo pronunciamos mejicanos y españoles. Y otra puerilidad, la de evitar los nombres oficiales de lugares, ya que en castellano no decimos ni escribimos Firenze, Torino, Marseille, Bordeaux, London, ni Koeln.
Sí, es una fuente de frescor de vida la puerilidad de un pueblo, su feliz niñez, pero es cuando se queda en fuente, en manadero, al entrar el pueblo en el rudo y raudo caudal de la corriente que le lleva a desembocar en otro pueblo y en el mar, en fin. Un pueblo primitivo y pueril era el guaraní, sobre el que se ejerció el dominio de las Misiones jesuíticas, preparándole a la tiranía de Rodríguez Francia. Y ya que nos salen los jesuitas, hay que decir cuán equivocado es creer que mi pueblo vasco se distinguió siempre por su rígida ortodoxia católica. Del pueblo de Íñigo de Loyola salió también el abate de Saint-Cyran, el jansenista, y de él salieron los hugonotes vasco-franceses, que fueron de los primeros en escribir en vascuece, al que tradujo el Nuevo Testamento el calvinista Lizárraga. Y remontándonos aún más, ¿qué fue aquella secta de los llamados herejes de Durango, iniciada por el franciscano fray Alonso de Mella? ¡Extraña herejía de ascetismo erótico! Y, por cierto, entre los que de ella procesó y entregó al brazo secular —a la quema— la Inquisición, antes de mediar el siglo XV, se contaba un Juan de Unamuno, cuchillero, “apóstata relaxado”. ¡Pobre Unamuno durangués y apóstata relajado del siglo XV!
Por mi parte, aunque hereje y al final del primer tercio del siglo XX, no he apostatado del espíritu del pueblo al que debo, sin duda, lo mejor que tengo; no he apostatado de mi vasconidad, del alma de mi Euscalerría, que es como la llamábamos antes de que un menor de edad mental inventara ese pueril término de Euzkadi, que viene a ser algo así como si, a la manera de que a un bosque de pinos, de robles, de álamos, de perales..., le llamábamos en castellano pineda, robleda, alameda, pereda..., le llamásemos a la comunidad de los españoles españoleda, a pretexto de que España es término geográfico. No, no he apostatado de ese espíritu ni de su niñez. Menos aún: conservo con religioso culto la niñez vasca de mi espíritu, la niñez de mi espíritu vasco. Pero cuando tengo por hondo deber histórico, civil y religioso que actuar sobre el pueblo español (de que mi pueblo vasco forma parte) y sobre mi pueblo vasco, sé mantenerme en la mayoridad civil mental de espíritu, en madurez de civilidad.
Y por ahora, adiós —a Dios—, que volveremos a ello. Y no digo “agur”, aunque sea palabra latina, porque es del saludo romano “bonu auguriu”: “buena suerte”, y por tanto, pagana. Como son latinas casi todas las palabras eusquéricas que denotan actos o cualidades religiosas, espirituales y aun las de términos genéricos. Que fue el latín el que le dio mayoridad conceptual al vascuence; fue la civilización latina la que le sacó de la infancia sin historia a mi pueblo, llevándole a la madurez espiritual de la historia española.
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