sábado, 25 de noviembre de 2017

Cartas al amigo VI.

Ahora (Madrid), 20 de diciembre de 1933

¿Que a dónde vamos, lector amigo? “No —dice otro—, sino a dónde nos lleva Dios...” Y un tercero: “o el demonio.” Aunque esto viene a lo mismo, pues es con permisión de Aquél. Y tácheseme de predestinacionista, pero recordando el principio del libro de Job que hubo de reproducir Goethe al principio de su Fausto. Y ya se sabe a dónde llevó el demonio, con permiso de Dios, a Job y a Fausto.

¿Que a dónde vamos, o mejor, a dónde nos lleva la Historia? Presumo, lector amigo, que me motejarás de machacón —es mi fuerte— por esto de la Historia, pero es que la Historia es la vida del espíritu. Y meditarla y contemplarla es vivir espiritualmente y es hacer historia ¿Hacerla o pensarla? Es igual. Y aún hay más, y es que un historiador contemplativo escribiendo historia, contando su leyenda, la ha hecho. La ha hecho más que el político que creyó hacerla legislando o armando elecciones. Las más de las batallas ganadas no las ganó el general en jefe que dirigía lo que llaman la acción, sino que las ganó el narrador —acaso el poeta— que hizo creer al pueblo —y entre éste al general en jefe— que las había ganado. Y a un pueblo se le lleva al triunfo o a la derrota por una leyenda.

Y no verdad histórica, no, que la historia proceda y se rija por el llamado materialismo histórico. Ni siquiera brotó de éste el Manifiesto comunista, de Marx y de Engels. No brotan de él los movimientos económicos-sociales. Hay, es cierto, una explicación económica de las Cruzadas, por ejemplo, por debajo de su explicación político-religiosa, pero por debajo de su explicación económica hay otra, más honda, más entrañada, más radical —es decir, más raíz—, y es una explicación trasreligiosa, si esto cabe. El hambre, sí, y el amor, el hambre del individuo y el hambre de la especie, mueven a los hombres y a los pueblos, mas hay por debajo algo más hondo, y es el sentimiento de la personalidad, del “ser o no ser” hamletiano. Que no es “vivir o morir”. Y ese sentimiento de personalidad cuando se trata de un pueblo, el sentimiento —y el consentimiento— de personalidad común, de comunidad, es el patriotismo. Y así se ve que cuando las Internacionales obreras fundadas en interés de clase se encuentran ante conflictos de personalidades colectivas, de patrias, de comunidades de consentimiento espiritual histórico, esas Internacionales se quiebran. “¡Proletarios de todo el mundo, uníos!” Pero al chocar dos o más pueblos, mejor: dos o más patrias, esos proletarios se desunieron y se fueron los de cada nación con los que hablaban, con los que pensaban, con los que sentían —hablar es pensar y es sentir— como ellos, proletarios o no. Y esto, en gran parte, porque eso del proletariado es un mito.

¿Que a dónde vamos? ¡Ah!, es que esta triste juventud española de ahora no está aún desesperada ni desquiciada, no ha perdido del todo ni esperanza ni quicio, pero está desesperanzada y desenquiciada, se ha salido de su esperanza y de su quicio, porque no cree en ellos. Y el que no cree en su esperanza está en riesgo de perderla. Es lo del gitano: “si, pero verá usted como no viene...” Está desconsolada, pero aún no desolada. Mas el desconsuelo es camino de desolación, si una fe no le llega al desconsolado y le da esperanza. Quiero decir, lector amigo, con estos que alguien tomará por retorcimientos conceptuosos y hasta conceptistas —¡y cómo duelen!—, quiero decir que nuestra juventud no tiene fe —ni civil ni religiosa— en España; no cree en ella.

“Hay que hacer patria”; hemos oído muchas veces. Pero la patria, la nación, se hace ella sola. Y se deshace. Y se rehace. ¿Hacemos nosotros historia —esto es: patria— o nos hace ella a nosotros? ¡Hacer, hacer...! La cuestión es pensar, es entrañarse, es apropiarse lo que se está haciendo. La cuestión es llegar a la afirmación de la conciencia comunal.

España, en nuestro caso, es su historia, no la pasada, sino la presente, la siempre presente, la eterna, la que, querámoslo o no, estamos viviendo. Y con sus íntimas contradicciones, con su crónica guerra civil. Y hay que vivirla y sentirla así hasta contradictoriamente. “¡Vivir su vida!” ¿Qué es eso, muchacho? Es colocarse, “es llegar”. ¿Colocarse dónde? ¿Llegar a dónde? “No, sino vivir” la vida de todos, la vida común. La verdad es aquello en que todos convenimos, pero también aquello sobre que todos disputamos, ¿Verdad o error? ¡Qué más da...! Lo peor es aquello en que ni consentimos ni disentimos, porque eso es el vacío. Y es el vacío lo que mata para siempre.

¡Qué profunda congoja me causa el examen de esos mozos desesperanzados, desenquiciados, desconsolados! ¿Huyen de sí mismos? No, porque huir de sí mismo supone estar en posesión de sí, ensimismado, haberse encontrado, y esos pobres mozos andan buscándose fuera de sí mismos, enajenados, perdidos en lo de fuera. Y así se da el caso triste de que se matriculen en la “Ugete”, en la “Cenete”, en la “Fai”, en la “Ceda”, en la “Tyre” o en cualquier otro equipo deportivo-político. Y al fin, cuando se tiene dieciocho años, cuando se es mozalbete de grito de santo y seña... ¿Pero después? ¿Después?

“¡Hay que hacer!, ¡hay que hacer!” No, antes pensar y sentir y padecer lo que se está haciendo, lo que nos está haciendo. ¿Acción? Sí, muy bien; pero antes pasión. Pasión de padecer. Pensar y sentir lo que otros hacen, lo que otros dicen. “Pero es que van tan de prisa...” Cierto; no nos dan ni tiempo para pensar lo que hacen y lo que deshacen. ¡Es el cine, el fatídico cine! Ni ellos saben lo que hacen, por lo cual tendrá el Padre que perdonarlos. Es el cine, revolucionario. O mejor la revolución cinematográfica, más que cinemática. Y no dinámica, porque no todo movimiento supone más fuerza que el reposo. ¡La fuerza que desarrolla la aguja de la brújula para no desviarse de su norte! ¡La poderosa fuerza de la resistencia quieta! Que es la de la pasión.

Ahora quisiera comentar lo que uno de esos mozos desenquiciados, desesperanzados y desconsolados me dijo una vez de Castelar, de cuya persona y de cuya obra patriótica no sabía —naturalmente— nada. Nada más que una leyenda confusa y malévola. Era un mozo que, como sus congéneres, no tenía idea, ni aproximada, de la historia española de nuestro glorioso siglo XIX, el del liberalismo, palabra nacida en España. No pude hacerle comprender cómo todo Castelar, Castelar entero, creía en su patria y esperaba en ella.

Mas de esto otra vez, mozo lector amigo.

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