Ahora (Madrid), 3 de enero de 1934
Es un zagal del páramo, castizo y no mestizo; pero como vive y reza al sol y al aire libres se templa el empuje de la sangre generosa con la bizma del dulce azul de la luz del cielo del campo. De día guarda las ovejas, acaricia al mastín y a las veces hace sonar un guijarro sobre los matujos. De noche suele, despierto, soñar las estrellas. Goza del campo con sosiego melancólico y resignado, no con el afán deportivo de cazadores y desocupados. Es de los que han aprendido a sorprender en el borrico la compasiva y lastimosa sonrisa cuando se le pega. Como no ha sido nunca mozo, nunca será viejo. Hecho desde niño a todas las estaciones del año, fúndense todas en una para él, que no tiene edad. Moldeada su cordura por el caudal de refranes y cuentos aldeanos y consolado de haber tenido que nacer por los rezos y ritos de la fe heredada de sus mayores. Aunque guía rebaño o, más bien, por el hecho de guiarlo, no es rebañego; no se junta con sus parejos para formar con ellos una “juventud” corporativa. Es un solitario cara al cielo y pies en tierra.
Pienso en él cuando dan que hablar esas juventudes corporativas, profesionales, que fermentan en las bodegas civiles del espíritu público y en las cavernas urbanas de la llamada revolución. Juventudes de todos santos y señas, de todos gritos, en que se destacan las más extremosas, las de los que tratan de sobrepujar a sus mayores y aleccionarlos en rebeldía vocinglera. Las hay “de toda clase” y de todas las clases. Entre ellas, la petardista. ¿Llegaremos a ver formarse la librecambista, la georgista, la hispano-americanista, la forestal, la vitivinícola...? ¿Es que no hemos visto la jonsista, y no llegó a matricularse, al calor de fomentos ministeriales, la juventud radical-socialista, que es ya el colmo? Formaciones que alguna vez empiezan aun antes de la edad propiamente juvenil y por mano de mayores. Ver a niños uniformados da siempre tufo de hospicio. O de noviciado, que es igual.
Los hombres que más hondamente han sentido la comunidad histórica, la comunión civil de su pueblo en la historia, han solido ser en su niñez y en su mocedad unos solitarios. Han solido hacerse fuera de esas juventudes de santo y seña, de color y grito y de fingido desdén a generaciones cuya obra, por desconocerla, no reconocen. Hay al lado de ciertos partidos su “juventud” correspondiente; junto al partido equisista, por ejemplo, la juventud equisista, que es otra equis. Y cuando le sale a una de esas supuestas juventudes un caudillo o jefe, suele ser el más viejo de espíritu en el grupo. Es que no pueden tener jefe. Y de aquí que no quepa saber quién dirige esas agrupaciones de asalto a las filas de las de los mayores para emprender carrera en derechura a los cargos retribuidos.
¿Estudiar la doctrina? No; esas “juventudes” no se fraguan para estudiar nada. La equisista, vaya por caso, no estudia la doctrina del partido equisista de los mayores, que hasta para éstos es una equis, es una incógnita. Que a un partido al uso corriente no le hace el credo, sino la que llaman disciplina. La fe —... ¡pase!— de los partidarios suele ser implícita, de carbonero, lo que les permite pasar de un partido a otro sin tener que sacrificar ni migaja de convicciones. Y así le cabe, por otra parte, decir a un equisista, zedista, enista o jotista —de X, de Z, de N o de J— que lo es de toda la vida, de nacimiento, de inconciencia e inocencia, desde que por el “volo” de su padrino adoptó el credo implícito hereditario. ¡Pobres chicos!
Y así es cómo no hemos podido ver descollar de esas sedicentes y supuestas juventudes ningún joven de veras, de espíritu juvenil. Cuando alguno surge o es fuera de ellas o separándose de ellas. Más fácil es que salga de un huevo abandonado en el campo que no de uno de incubadora de avicultura.
¡Y vuelta siempre al mismo tema: al de los solitarios de cada generación! Cuando veo a un joven de edad recatado, reconcentrado, tal vez hosco, que se pasea solo soñando vaguedades, acaso orilla del río, junto a los sauces, mirando correr el agua de un modo que sugiere fatídicas aprensiones, suelo decirme: “¿Será éste uno de los caudillos de mañana, un hombre mesiánico?” Y no se me ocurre decírmelo del que perora en contubernios de cualquiera “juventud”. Al ver a uno de esos solitarios me acuerdo del pasto de que os decía. Y de David en derechura al Dios de Israel.
No sé si será aprensión mía, pero creo notar que mi soplo de desaliento —¡ojo a la íntima contradicción de este ajuste!— sopla sobre nuestra juventud solitaria, la no afiliada a ninguna de esas mentidas juventudes. He oído, y casi en confesión, las confidencias de algunos de esos reconcentrados; les he oído abominar de la política por colmo de espíritu civil, de civilidad; les he sorprendido buscando religión o, si se quiere, religiosidad de patria. ¿Qué fe o que infidencia, qué creencia o qué incredulidad, qué esperanza o qué desesperanza —acaso desesperación— se está fraguando en el seno del espíritu común de nuestros jóvenes solitarios, los de los diez y seis a los veintitantos años sobre todo? Que no todo es pelotón, ni pantalla, ni peñas de café, ni cabaré. Y ahora que por edad oficial voy a tener que dejar de estar en tanto contacto con esa juventud, con la estudiosa, esa aprensión me tortura más que me haya nunca torturado. Es que se me llena el alma de la memoria con los recuerdos de aquella mi juventud, tan solitaria, de mis diez y seis a mis veintidós años, los 1880 a 1886 de mi España. En el ya mítico 1898 me había ya dado su primer fruto acerbo, el de primavera.
¿Que concreten? ¡Concretar! No es de mocedad. El mozo de veras nada concreta, y menos sus esperanzas, pues éstas son —y es uno de mis estribillos favoritos— proyecciones de recuerdos remotos, y el que no los tiene a duras penas consigue darse armazón de esperanzas. Además, esos recogidos mozos, ermitaños de nuestro páramo mental, suelen ser vivientes más que vividores; déjanse vivir sin hacer por su vida, y sin abrirse camino, quédanse en el ya abierto. ¡Y cómo... ! Pero ellos son la sal —por amarga que nos sepa— de nuestra tierra espiritual, esos mozos solitarios —¡no neutrales, no, sino que no van a hacerse carrera política!—; esos que no se apuntan en juventudes de partido y menos en partidos sin juventud; esos que mientras van —cada uno dentro de sí— en busca de una clara, honda y fuerte fe española, van tejiendo a la vez los pañales —no forros— con que abrigarla y arrollarla cuando llegue a abrírseles, naciéndoles, por sustancia y no por accidente, un nuevo credo desnudo. Aviéneles el común empeño, pero no se convienen entre sí por no tener acuerdo común; úneles, avenidos, la esperanza, pero la falta de fe les impide convenirse, ya que sus corazones no contemplan todavía una clara España venidera. Y no es hacedero vislumbrar qué o quién —qué cosa o qué hombres— saldrá de todo esto.
Al ir a dar a las cajas este Comentario leo, publicada impresa, la sexta de mis “Cartas al amigo” y me percato de que es, en el fondo, esto mismo. Pero la forma es el verdadero y duradero fondo. Variaciones —y fugas— sobre un eterno tema, y la música es el concepto que cala.
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