Ahora (Madrid), 6 de septiembre de 1933
Ha sido en una de esas viejas ciudades castellanas, varadas en la alta historia, en la que él ha vivido y a la que ha vivido largos y preñados años de vida. ¡Y qué se bienestaba en ella en sentir y dejar que se pasasen y se posasen las horas con recuerdos de siglos! Al volver allá, después de una ausencia corporal, se fue vagando a respirar sus ensueños intactos y se metió por una calleja antigua. Una de esas callejas sembradas de olvido y de silencio, en que asoma una rala y humilde yerba por entre las coyunturas de los chinarros, como para recordar el campo. Jamás había entrado un auto, ni coche, ni carro por la calleja; algún borrico con carga. En una rinconada, junto a un poyo, tomaba el sol un gato, y daba un aire doméstico, casero, a la calleja. ¿Quién ha visto, y menos acostado, un gato en una avenida de ciudad? Elevando la vista pudo ver, ceñido por los aleros alabeados de las viejas casucas recogidas, un cacho de cielo enjuto y sano; rincón de cielo para colgar de él ensueños. Todo cerrado al mundo actual, ruidoso y pasajero. Al fondo de la calleja, un trozo de la vieja muralla. Sólo cruzó un momento aquella soledad una gitana, de andares ondulantes e indolentes, que se le antojó algo así como un vencejo peregrino, a los que el pueblo cree inmortales. No se sentía respirar; le sosegaba un recatado contento. Y era como si se abrazase al que fue en su mocedad madura, como si arrollase su conciencia de largos años. Aquella calleja era un cerrojo, un pasillo, de la casa ciudad, de lo que fue para él casa.
Y empezó a sondar dentro del sueño universal otro sueño. Empezó a respirar la historia. Pero la historia entera y verdadera, no la de las crónicas, sino la que abarca y funde tradiciones y documentos, leyendas y realidades, milagros y rutinas, recuerdos y esperanzas, fantasías e increíbles creencias fecundas, evangelios, mitologías, supersticiones, ficciones y materialidades; tan reales Don Quijote y Hamlet, como Cervantes, Shakespeare, Cristo y Apolo, Adán y el antropopiteco. La historia entera y verdadera, sin criba, sin crítica, la que se está rehaciendo de continuo. Se puso a soñar, por caso, todos los Felipes Segundos que han venido viviendo desde que se fundió en el pudridero del Escorial, la sombra de sueño que fue el primer Felipe Segundo.
Se estuvo contemplando y considerando aquel poema —que poema es—, y parecía como si el tiempo se lo ordenase. Que es como en el otro sueño, que en cortísimo espacio de tiempo se aprietan dilatados sucesos. Parecía el tiempo discurrir de espacito. Casi como parado. Y todas las figuras, todos los personajes eran contemporáneos entre sí. Y en aquel ensueño sentíase el hombre libre del más terrible enemigo de la humanidad, que es el aburrimiento. El aburrimiento —aborrecimiento de la vida—, el tedio, el hastío, la “noia”, que se dice en italiano, pues dos italianos, Hugo Fóscolo y Leopardi, filosofaron poetizando —la más honda manera de filosofar— sobre ella. “Que si la religión no fuese ni terror ni consuelo, sino sólo ocupación de nuestro corazón, sería no menos necesaria, pues que el más fatal estado del hombre es el hastío (la noia).” “El supremo motor de todos los pensamientos del hombre, de todos sus miembros es el hastío..., el que le hace buscar ocupaciones y deseos nuevos cuando le son satisfechos los que le rodean.” Así Fóscolo, que luego dice que en su tiempo —paso del siglo XVIII al XIX— quisieron muchos hombres arrancar de raíz la religión, creyéndola elemento de la tiranía y no de la naturaleza humana, y “se les antojó que allí hubiese república donde no hubiese religión”. Y después de Fóscolo, Leopardi, en aquel su hermoso “Diálogo de Cristóbal Colón y de Pedro Gutiérrez”, que le hacía decir a Colón, camino de descubrir el Nuevo Mundo, esto: “Si al presente tú y yo y todos nuestros compañeros no estuviéramos sobre estas naves, en medio de esta mar, en esta soledad incógnita, en estado cuanto incierto y arriesgado se quiera, ¿en qué otra condición de vida nos encontraríamos? ¿En qué estaríamos ocupados? ¿De qué modo pasaríamos estos días? ¿Más alegremente, acaso? ¿O no estaríamos más bien en algún mayor trabajo o solicitud, o llenos de hastío (pieni di noia)?” Y añade el Colón de Leopardi: “Aunque no nos venga otro fruto de esta navegación, me parece que sea provechosísima en cuanto por algún tiempo nos tiene libres del hastío, nos hace cara la vida y de aprecio muchas cosas que otramente no tendríamos en consideración.” Y recordando estos dichos italianos que nuestro hombre bien conocía, se libraba y purgaba del hastío, del tedio que le había invadido antes de haberse, refugiado en la calleja a contemplar desde ella la historia entera y verdadera.
Sacudióse de su ensueño, se acordó de la actualidad urgente —que no es, no, el presente eterno—, de su menester, de su obligación o compromiso, y deslizóse despacito a la avenida en que la calleja desemboca. Y allí autobuses, autos, camiones, yentes y vinientes, hasta guardias de asalto y alguaciles. Y por extraña manera volvió a arremeterle cierto hastío. Aquel cinematógrafo callejero, más o menos sonoro, entre casas vistosas y mozas, pero maquilladas y llenas de afeites arquitectónicos, aquello sí que era ilusión en el fondo vacío. No historia, sino una pesadilla espiritual que le quitaba el respiro, dándole la ansiosa expectativa de cada momento, el acceso soñoliento de eso que llaman revolución, y haciéndole de toda su contemplación histórica una plasta. Era el paso en el vacío, peor que el salto en las tinieblas. El suelo de la Historia se le hundía bajo los sentidos.
Sintió el agobio hasta la congoja, que es tener que vivir de gacetillas, y cuán fuera de la historia entera y verdadera yace la crónica de los diarios, comadrería lo más de ella. “¿Qué leyendas dejará esto? ¿Qué mitos? ¿Qué evangelios? ¿Qué tradiciones?”, se preguntó. Y volvió la vista a la calleja, a ver si entre sus sombras —anochecía ya— adivinaba, a lo lejos y alejándose, la sombra de su alma, perdida en la eternidad del pasado.
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