Ahora (Madrid), 15 de septiembre de 1933
¿Partidos políticos? ¿Partidos? Qué bien dice el nombre, que suena a facción y suena a clientela. Y tan es así que se buscan otras denominaciones con que disfrazarlos. Entre ellas la de unión, y luego cada una de estas uniones desune más a los pueblos; es lo que suele. La Unión Patriótica, por caso, acabó en partido y partido personal o fulanista, aunque empezó diciéndose “matriz de partidos”. Y suelen acabar en fulanistas todos, aun los presumidos de democráticos. Y así es que no duran ni pueden durar. Y los que duran, peor, porque se endurecen; su duración es dureza, y al cabo se ponen empedernidos y pilongos.
De aquí que se evite esa denominación. Comunión llamaban a su partido los tradicionalistas —carlistas mientras vivió don Carlos de Borbón y Este—. Comunión sonaba, a la vez, a cosa religiosa. Y es que los partidos responden, por lo común, a intereses accidentales y pasajeros y no a grandes intereses sustanciales y permanentes, económicos, sociales, regionales o espirituales. Y se da el caso de que se llamen apolíticos los más políticos.
Pero hay otro nombre que sonó y resonó mucho hace unos siglos en Castilla, y es el de comunidad. Muy parecido al de comunión. Las Comunidades de Castilla. Y por otro lado las Germanías de Valencia. Que no fueron partidos.
Las Comunidades de Castilla, movimiento popular y nacional, se alzaron contra el estatismo Imperial, internacional, de Carlos Primero de España, pero Quinto de Alemania; un Habsburgo que había de unir la suerte de nuestra nación a la del imperio germánico, llevando a nuestros abuelos a guerras por la hegemonía de la Casa de Austria en Europa. Y vino con un cortejo de flamencos, contra lo que se levantaron, sobre todo, las Comunidades. Que el destino futuro de España estuviese en la visión del emperador, en su imperialismo y en la Contra-Reforma es una cosa; pero el caso fue que no lo vieron ni entendieron así los comuneros, que creían que los intereses nacionales iban a ser sacrificados a intereses internacionales, la vida de la nación a la razón de Estado. Podrá decirse que la política del emperador era más ecuménica, más universal, y la de los comuneros más aldeana; pero siempre queda el recurso de pensar que la de éstos, la de los comuneros, podría haber llevado a otro universalismo.
¿Y es que con el internacionalismo estatal de Carlos Quinto no tienen semejanza otros internacionalismos que han venido después y que tratan de poner la nación a merced del Estado, y éste, el Estado, al servicio de una clase social —lo que se da en llamar así: clase— y no de la nación toda? La política de las Internacionales —primera, segunda, tercera y las que haya y las que vayan saliendo seguida— suele ser una política de Estado contra las naciones, contra los intereses genuinamente nacionales.
Y por curioso caso del juego de las íntimas contradicciones políticas, por la dialéctica de las antinomias, ocurre que la concepción política internacionalista de clase, la que pone al supuesto proletariado sobre la patria, y aun contra ella, acaba en cantonalismo. Y la anarquía. Los presuntos —y presumidos— proletarios de un lugar, de una aldea, contra, los de otro lugar u otra aldea. La guerra al forastero, al meteco, al intruso, aunque sea de la misma clase.
¿Pero es que esto de clases, en el sentido que adquiere en la erizada escolástica marxista, cabe aplicarlo al campo, a la economía agraria, sobre todo cuando ésta no se halla industrializada? Si no es ya fácil determinar en el régimen de las grandes industrias dónde acaba una clase y empieza otra y quién es burgués y quién proletario —dos comodines de palabra—, es no ya dificilísimo, sino casi imposible, determinarlo en el régimen agrario campesino.
Por donde ha venido a suceder que al querer aplicar al régimen agronómico nacional —y de un campo pobre— las teorías —por cierto muy mal aprendidas— de la erizada escolástica marxista, y querer aplicarlas a medias y contradictoriamente, ha tenido que surgir como defensa el sentimiento nacional que surgió en Castilla contra el estatismo de Carlos Quinto, el de las Comunidades.
Terratenientes —grandes y chicos; la inmensa mayoría chicos o achicados—, arrendatarios, colonos, aparceros, todos los que tienen algo propio, alguna propiedad privada que defender, se están uniendo contra los que, por colectivismo, llegarían a arruinar a la colectividad. Y a ellas se van uniendo —bueno es que se sepa— labriegos, jornaleros sin propiedad privada alguna que sienten cómo su interés, el de la seguridad de su jornal —que es su propiedad—, está más seguro con el régimen que combate esa escolástica. Habiendo de tenerse en cuenta que ese movimiento es independiente de otras doctrinas de carácter político que busquen apoyarse en él. Ni monarquismo o republicanismo, ni confesionalismo o lo que llaman laicismo tienen que ver, en rigor, con él. Ni es de eso que dicen de derecha ni de izquierda.
Grandísima locura querer asentar con préstamos del Estado a pobres labriegos sin capacidad técnica, desasentando a labradores, grandes y pequeños, que con sus propios recursos mantendrían a esos labriegos mucho mejor que se mantendrán como siervos del Estado.
He aqui el sentido de ese poderoso movimiento agrario nacional que está surgiendo en ambas Castillas y aun fuera de ella. Había un fondo de triste realidad en todo aquello de los latifundios, de los señoríos y de lo que llaman feudalismo los que no saben lo que éste fue, pues no le había de haber. ¡Pero cuánta leyenda sobre ese fondo! Se cargaba a codicia de los señores mucho que era avaricia natural de la tierra. Si se les dejara a los campesinos colectivistas, pronto el campo nacional quedaría convertido en un vasto páramo yermo.
Y todo esto ha venido por querer aplicar el concepto escolástico internacionalista de clase a una economía agraria que en rigor no lo tolera. Los siervos de la gleba de Estado serían los peores siervos.
Baste por hoy con estas consideraciones acerca del movimiento de defensa de la riqueza nacional —¡bien menguada!— que las redivivas Comunidades representan.
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