Ahora (Madrid), 1 de noviembre de 1933
La verdad es que digan lo que quieran las crónicas electoreras somos bastantes los que, hasta ahora, no percibimos —o presentimos— el temblor previo al alzamiento del vuelo de la conciencia común popular. ¿Expectativa de público? Tal vez. Pero público no es pueblo. El público espera emociones de espectáculo. A ver qué pasa. Y si hay hule. ¿Pero emoción de pueblo a espera del destino? Esto no lo vemos todavía. A pesar de los técnicos de la electorería. No hay que fraguar leyendas.
Lo que ha de ver bien claro quien sepa, pueda y quiera ver es la vanidad de los partidos todos, en cuanto partidos. Esos de los comités. Lo que cuenta algo son los sindicatos, corporaciones, comunidades de clase o de profesión. Los llamados agrarios, por ejemplo, no forman partido y se distribuyen entre varios de ellos. Así como los que sienten una especie de conciencia de clase media y otros de clase patronal. En estas tierras en que vivo y trabajo en la enseñanza se da el caso de que en el campo se unen en contra de la clientela de las casas llamadas del pueblo los propietarios, grandes y chicos —son muchísimos más los chicos y los achicados—, los colonos y arrendatarios, y con ellos los obreros calificados, es decir, los que por su competencia contaban con trabajo y jornal seguros. Jornaleros tan proletarios como los otros, como los que formaban en las asociaciones de ineptos, de los sin oficio ni menester, de los que establecían el turno forzoso. Porque eso de los términos municipales y otras medidas análogas, con achaque de acabar con los esquiroles o amarillos, lo que ha hecho ha sido evitar la selección de los eficientes. Y a esta agrupación de luchadores contra la clientela de esas casas se le llama, y ellos mismos, los que la constituyen, la llaman anti-marxista, aunque el marxismo no entre aquí para nada. Que nunca ha sido marxismo esto de organizar al ejército de reserva de los inválidos, los holgazanes y los ineptos para establecer una nueva ley férrea del salario, de un salario antieconómico cuando no corresponde al rendimiento, cuando hace que el coste de producción sobrepuje al valor de la demanda. Las veces que se ha dicho y repetido que si a esos peones del turno de las bolsas de trabajo se les da las tierras a que las cultiven por sí mismos no sacan el jornal que los obreros calificados.
Más dejemos esto, que no es ahora más que una digresión, para recalcar en que la lucha electoral no se presenta, donde aparece con algún empeño, entre partidos. Contando entre ellos al socialista, claro está. Porque en la lucha entre las llamadas clases sociales —contando entre las clases, o si se quiere subclases, la de los obreros calificados, de oficio, y los simples braceros— el socialismo, como doctrina política, no cuenta apenas en España. Lo mismo da que se llamen socialistas, comunistas, sindicalistas o anarquistas. O fajistas —fascistas— como empiezan a llamarse algunos de ellos. Son nombres que no responden a realidad íntima de conciencia. Pasan de un título a otro, de la U. G. T. a la C. N. T. o a la F. A. I., o a otra cualquiera, según intereses de clientela, de asociación de seguros mutuos. De seguro contra el paro, por enfermedad o accidente algunas veces, por incapacidad otras veces.
Y ya que hablamos de fajismo —o fascismo— conviene fijarse en una fatídica característica que este movimiento, tan mal traducido entre nosotros, va tomando en España. Lo que de él se destaca es el aspecto de la violencia, de aquella violencia que predicó Sorel. Pero aquí empieza a predicarse una violencia no juvenil, sino pueril; una violencia de rabieta vocinglera de chiquillos sin acabado uso de razón ni de conciencia.
Cuando llegaron a nuestras manos algunos escritos de la J. O. N. S., de una infantilidad aterradora, de una vaciedad que podríamos llamar maciza si no implicara esto contradicción; de una palabrería huera, nos dio pena ello. Y nos dio pena porque adivinamos los pródromos de eso que quiere pasar por juvenilidad —por “giovinezza”, digámoslo en italiano— y no es sino infantilidad —“fanciullezza”. Creímos que J. O. N. S. quería decir Juventud Ofensiva Nacional Sindicalista, y lo cambiamos en I. O. N. S., o sea Infancia, etc. Después supimos que la J. quería decir Junta. O Jonta, como las de los moros. Y temimos que esa ofensiva de retrasados mentales, de hombres —algunos de ellos adultos— en la menor edad mental. Temimos por las travesuras de esos “balillas”, estanislaos o “boy-scouts”—léase “bueyes cautos”. Deportismo de chiquillos que juegan a la violencia. Con camisas negras o azules, o rojas, o gualdas, o moradas —más bien lilas—, o pardas. Mejor los descamisados. Temimos por las chiquilladas —a las veces trágicas sin quererlo— de los mozalbetes que al entrar en el retozo preguntan: “¿Qué es lo que hay que gritar?” Porque con tal de gritar, lo mismo les da un grito que otro. La cosa es la violencia verbal pura, sin más contenido que la violencia misma.
Y ahora me creo en el deber de advertir a unos de esos mozos violentos de mentirijillas que al llamarles retrasados mentales no he querido llamarles retrógrados en el sentido que tiene este calificativo en nuestra fraseología política, porque el retraso mental, la puerilidad intelectual, está no ya tan acusada, si no acaso más, entre los supuestos progresistas, o revolucionarios o de extrema izquierda. Lo mismo un extremo que el otro de violencia suponen un retraso mental, una puerilidad de concepción. De modo que al llamarles retrasados no les quise llamar retrógrados en susodicho sentido, ni reaccionarios ni cavernícolas, sino lisa y llanamente… inocentes. O si se quiere, mentecatos. Porque lo de inocentes no les cuadra bien. Puesto que inocente —“innocens, qui non nocet”, el que no daña, el innocuo— es el inofensivo, y los de la junta o la juventud —lo mismo da— ofensiva no son, desgraciadamente, inofensivos. Que no es inocente o inofensivo el parvulillo mental a quien se le deja jugar con armas ofensivas.
¡Esas fatídicas juventudes de partidos desde un extremo al otro! Esas más bien chiquillerías mentales, en que el desarrollo intelectual va en retraso del desarrollo corporal, eso es lo que nos inquieta. Nos inquieta el irreparable daño que puedan hacer los que no saben lo que se hacen. Nos inquieta el estrago que puedan producir los aquejados de la comezón de sobrepujar a los mayores, los enfermos de esa enfermedad infantil de la superación, los obsesionados por hombrear. ¡A cuántos padres les hemos oído lamentarse de esto mismo! Y hasta acongojarse por ello.
Y ahora, dejando de lado el sentido que a eso de la J. O. N. S., con jota, quisieran haberle dado los deportivos, cinemáticos y literatescos “dilettanti” —así, en italiano— no diletantes ni menos dilettantis —que han mal traducido el “fascio” —o fajo— nos hemos tropezado con una I. O. N. S. con i, es decir, con una infancia —mental se entiende— ofensiva. Por lo cual tienen mis lectores, los míos, el perdonarme el que tan a menudo vuelva en este tiempo a este tema —y esta tema— que me está atosigando y hasta torturando, cual es el de los fatídicos síntomas de retraso mental, de puerilización progresiva —o mejor: regresiva— que vengo observando en la conciencia pública política española. Que si por algo se distinguió el español genuino fue por la madurez de entendimiento. Más o menos agudo, más o menos hondo, más o menos brillante, pero maduro. Tan maduros en su juicio Don Quijote, el loco, y Sancho, el simple. Locura sublime y simpleza también sublime, que jamás cayeron en mentecatez.
Y en resolución, que retrasado mental no quiere decir retrógrado, sino mentecato, pero no inocente, no inofensivo.
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