Ahora (Madrid), 24 de octubre de 1933
No le cabe a uno zafarse por muy al borde que se quiera poner; la tiránica actualidad exterior es la de las próximas elecciones a Cortes. Y digo exterior, porque hay otras realidades actuales mucho más hondas, mucho más íntimas. Hay profundas corrientes espirituales populares, religiosas y económicas que fluyen por debajo —y por encima a la vez— de la política electorera y de partidos, fuera de esas oquedades de derechas y de izquierdas. Mas de esto otra vez. Ahora a distraernos un poco —hay, a las veces, que aflojar la ballesta— con las cábalas y los cálculos a que se dan los calendarieros y herbolarios de la llamada política. Y uno de los tópicos que entran en sus calendarios y adivinanzas es el del influjo del voto de la mujer, de la entrada de ésta en la política electorera y de partidos.
La mujer y la política. Aristóteles dejó dicho que el hombre es un animal político, es decir: civil. Y lo dijo del hombre —anthropos, homo— que incluye a ambos sexos —los “contrapuestos sexos que mancomunadamente detentamos el planeta” que dijo don Antonio Cánovas del Castillo— y no lo dijo exclusivamente del varón. Pero podríamos precisar más la sentencia aristotélica diciendo que el varón es un animal político y la mujer un animal doméstico. Comentémoslo.
Política viene de “polis”, ciudad, y lo político es lo ciudadano, lo civil y... lo callejero. El hombre —en el sentido de varón— suele ser, cuando se mete en la llamada vida pública, hombre de la calle, hombre de calle. Mientras que la mujer, la genuina mujer, es mujer de su casa, mujer de casa. El hombre es callejero; la mujer es casera. Y como quiera que economía deriva de un vocablo —y concepto— que significa casa y equivale a ley de la casa, es la mujer y no el hombre el animal humano económico. Claro es que no de economía política o de casa pública. No, la mujer genuina, original, no es económica de casa pública. Esta otra economía se queda para los hombres públicos.
La buena mujer es la mujer de casa, casera, no la de calle, callejera. Lo que no quiere decir, claro está, es que no deba intervenir en la vida pública, en la de la ciudad, en la política. Y aun votando y ejerciendo cargos públicos. Que lo hará, si es verdadera mujer, con sentido doméstico, casero, económico. La otra política, la diferencialmente masculina, no le puede interesar a la mujer más que como un espectáculo, un deporte, a modo del cine, o el fútbol o el tenis o el boxeo. Eso les interesa a las señoras y señoritas que acuden a la tribuna pública del Parlamento a matar el aburrimiento, y porque, de seguro, no tienen mucho que hacer en sus casas.
La mujer es un animal político doméstico pero no domesticado ni fácilmente domesticable. Algo así como el gato, en contraposición al perro, que el gato es animal doméstico, casero, pero no domesticado como es el perro. Es famosa la noble independencia felina, gatuna, frente a la servilidad canina, perruna, cínica. Es el perro el que pretendiendo remediar el habla humana aprendió en la domesticidad a ladrar. Y ladra por no aullar. ¿Pero el gato? Al gato —o a la gata, que es igual— no se le han podido enseñar monerías, gracias de mono remedador del hombre. Al gato doméstico, de la casa, del hogar, pero no del amo —que es el político— no se le ha podido adiestrar, como al perro, a andar en dos patas y otras tristes habilidades que no son más que debilidades.
Tampoco a la mujer, a la verdadera mujer, doméstica, casera, económica, hogareña, privada, felina, se le diseñarán habilidades políticas, callejeras, públicas, caninas. Y menos de partidos. Con los gatos no se hace traíllas ni jaurías, ni de izquierda, ni de derecha.
¿Qué es eso de que las mujeres son, en general, de derecha, reaccionarias, cavernícolas? Serán domésticas, caseras, económicas o si se quiere conservadoras. Lo que es diferente. La mujer, guardiana del hogar, guarda más que el hombre el sentido —y el talante— de la continuidad, de la conservación, de la tradición, de la economía. Y no en la pervertida significación que en el abuso del lenguaje político de la calle han tomado la conservación y la tradición. No en el sentido que les dan los partidos. Nuestras mujeres de casa no son —¡alabado sea Dios!— mujeres del partido. Ni del de un extremo ni del de otro.
¿Y esos calzonazos que andan por ahí diciendo que las mujeres votarán lo que sus confesores les manden? Esos infelices no conocen a sus propias mujeres —si las tienen— porque no han sido capaces de confesarlas. Toda mujer doméstica, casera, hogareña, conservadora, económica, tradicional española tiene mucho de aquella Teresa de Jesús que obedecía a su confesor cuando éste le mandaba lo que ella le insinuaba que le mandase y cambiaba de confesor al caso. Dirigía a su director de conciencia. Y esta característica de las mujeres la conocen sus confesores y sus médicos también. Que no domestican, ni unos ni otros, al animal humano doméstico. Las mujeres votarán lo que sus sentidos y sus sentimientos domésticos, caseros, conservadores, económicos y tradicionales les dicten y no lo que les muñan sus hombres, confesores, maridos, novios, amantes, padres o hermanos.
¿Еn qué sentido puede influir el voto de la mujer hoy en España ? Si nuestro examen psicológico de la mujer no marra por completo influirá en refrenar el sentido canino, perruno, de la política masculina, de la política callejera, la de traíllas y jaurías —llámeseles partidos— públicas, de esa política que no acierta a ver la tradición espiritual y económica de la casa española.
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