miércoles, 22 de noviembre de 2017

Cartas al amigo V.―A José Ortega y Gasset

Ahora (Madrid), 6 de diciembre de 1933

No hace muchos días que nuestro buen amigo y maestro don José Ortega y Gasset protestaba contra lo que le hacía decir, en lengua extraña, un corresponsal especial de un periódico extranjero, y manifestaba que no recibiría a ningún otro que no probase antes tener bien cursado y conocido nuestro idioma. Muy bien, y de acuerdo, pues que hemos padecido análogo percance. Pero no basta eso, y nuestro buen amigo y maestro lo sabe bien. Pues hay otra extranjería o extrañeza, que no es la del idioma. Y somos algunos, querido Ortega, los que producimos extrañeza en esos truchimanes de la opinión que pretenden ponernos al alcance de la masa vulgarizando nuestro pensamiento, y lo que hacen es avulgararlo. Y deformarlo. El público sencillo y desprevenido nos entiende mejor cuando no se entrometen truchimanes de ésos. Los cabreros entendieron muy bien a Don Quijote, aunque Cervantes dé a suponer otra cosa. Y si algún truchimán toma esto a jactancia, con su pan se lo coma.

Y quiero decirle, mi querido amigo, que los que tenemos pluma y sabemos manejarla deberíamos negarnos a toda entrevista y enquisa, pues cuando creamos deber decir algo al pueblo se lo diremos derechamente y sin medianero, y lo afirmaremos con nuestra firma. Otra cosa es querer traducirnos y casi siempre traicionarnos. “Traduttore, traditore”, dicen los italianos. Y más traidores los que traducen al vulgar. Que no conviene ceder a los perezosos mentales, que por ahorrarse el tener que pensar por su cuenta lo que se les dice a cuenta ajena, quieren que se les dé hecho papilla de frivolidad volandera. Que así no les cause extrañeza. Pero el que esto le dice, amigo mío y maestro, sabe que más de una vez hablando, sin pretender ponerse a alcance extraño, ha producido en gentes sencillas y desprevenidas “entrañeza” y logrado así que se entrañen, que se apropien lo que les decía. Que el público suele saber más que el publicista, y el vulgo más que el vulgarizador.

Y viniendo ahora al truchimán extranjero, ¡qué terrible, amigo mío, es eso de que a lo peor nos manden acá, a nuestra España, a un enviado especial que no conoce nuestro idioma! ¿Cómo es posible que se entere bien de nada uno que llega acá sin entender miaja de castellano? Eso supone, en el fondo, tomarnos por un pueblo de salvajes. Es como aquel que sin saber tibetano se fue al Tíbet a traducir al francés cartesiano la religión lamaísta. Y no es lo malo que no sepan castellano, sino que aun sabiéndolo son incapaces de traducir lo íntimo. No aciertan a traducir a sus categorías políticas —o literarias, o religiosas o filosóficas— las nuestras. El casticismo se les resiste. Se vienen, por ejemplo, creyendo que nuestros partidos políticos son traducción de los suyos; que somos unos discípulos, más o menos aventajados, de sus maestros, y así les sale la traducción. A lo que parece autorizarles ciertas pésimas traducciones que aquí se han hecho, como esa del partido radical-socialista, y en otro sentido la de la Acción Francesa, que aquí, en castizo romance, no quiere decir nada. ¡Y esto aquí, en España, donde nació el término “liberal”, y de donde se tradujo no poco de la Constitución del año 1812! ¡Venirnos con que si estamos preparados para esto o el otro régimen! Tiene usted razón, mi querido amigo, en protestar contra esa petulante impertinencia. ¡Venir a quererle dar lecciones de sentido político a nuestro pueblo!

No se trataba de política, sino de literatura; pero recuerdo que escribiendo una vez de la nuestra, de nuestra literatura española, un crítico francés muy inteligente, muy agudo y muy comprensivo, dentro de sus límites nacionales por lo menos, Edmond Jaloux, confesaba que para ellos —los franceses medios y ciento por ciento como él— nuestro genio español les era tan extraño como el ruso o el escandinavo, y que todo eso de la hermandad espiritual latina tiene mucho de mito. Cierto es que hay hoy en el extranjero —y muy especialmente en Francia— cada vez más espíritus que se esfuerzan por penetrar en nuestro fondo diferencial, y que lo consiguen muchas veces. Que hay cada vez más estudiosos de nuestro genio nacional que se sacuden de los contrapuestos tópicos que a nuestro cargo corrían y que consiguen llegar a las raíces de la civilización y de la cultura españolas. Pero el promedio, la medianía de los informadores, sobre todo cuando lo son de información mercenaria, no llegan no ya a las raíces, más ni a las hojas. Lo nuestro les está cerrado. Y no tienen la sinceridad del señor Jaloux, que con su confesión mostraba la aguda penetración de su ingenio. Y no nos tomaba, como otros, por unos aventajados discípulos de sus maestros.

Y si venimos a lo político, ¿cree usted, buen amigo, que a aquellos que yo llamaba en París místicos del republicanismo —jacobinos y girondinos, si usted quiere— se les puede hacer entender que no se puede juzgar del sentido político del pueblo español ni por la pedantería izquierdista de Acción Republicana ni por la pedantería derechista de Acción Popular? ¿Por los que aquí se están sacando de la cabeza —cuando no del bolsillo— una república republicana, ortodoxa, no monarquizante, o una monarquía tradicional? ¿Y que lo que aquí llaman marxismo y lo que llaman fascismo apenas tienen que ver con lo que en el resto de Europa significan esas denominaciones? No, aquí no estamos preparados para esas traducciones. Bástenos con poder sentir nuestra propia historia.

Nuestra propia historia, que es nuestra vida común civil y nuestra educación. Una educación permanente. Que a vivir sólo se aprende viviendo. Y no asistiendo a lecciones de biología, y menos de laboratorio. Harto lo hemos visto en el laboratorio de biología política de las Constituyentes, de que usted, amigo mío, y yo formamos parte. ¡Así han salido los ensayos! De que es ejemplo típico, entre otros, la ley Electoral contraproducente de los que con ella se han pasado de listos. Por no decir nada de otras leyes, socializantes y laicizantes, mal traducidas.

Mucho más tendría que decirle a cuenta de estas cosas. Por ahora he de limitarme a felicitarle por su resolución de ahuyentar de su lado truchimanes e informadores que no le lleguen en forma —y menos a fondo—, y más ahora, en que España se está poniendo en moda como “caso”. “¡Cosas de España!”, se decía antes, y ahora se empieza a decir: “El caso de España.” ¡Y que se nos vengan a que les dictemos un resumen de apuntes sobre la españolidad a los que nos llevamos años rompiéndonos la cabeza y el corazón para cobrar la conciencia más plena posible de ella! ¡Cuando no se nos vienen a pedirnos profecías, a que les digamos lo que creemos que va a pasar aquí!

Siga usted, amigo mío, sin dejarse traducir por el primero que se le arrime y sin esforzarse en eso que se llama ponerse al alcance de todo el mundo y que se suele reducir a no decir nada, a perderse en tópicos. Nos llegan tiempos de prueba y de confusión. Los cabecillas políticos no aciertan a desentrañar —desentrañar, ¿eh?— de los actos del pueblo —unas elecciones, por ejemplo— su estado de ánimo. ¡Es tan difícil desentrañar de actos estados! ¡Llegar al hondón de la conciencia comunal!

Y nada más, por ahora al menos. De usted, el amigo en esta carta, es amigo entrañado.

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