martes, 21 de noviembre de 2017

Cartas al amigo IV.

Ahora (Madrid), 29 de noviembre de 1933

¿Indefinición, amigo mío, decíamos? Vamos a otra cosa. ¿Otra? No hay más que una. ¡Pues a ella!

Íbase mi hombre carretera de Zamora arriba, señero y escotero, cara a la Armuña, a despejarse el seso con el brizo de aires del Pirineo pasados sobre el Duero. Empezaban a apuntar, verdes, las mieses. Dejaba tras de sí el vendaval electorero agramantino y oía por debajo de su barullera bambolla resonancias de lejano campaneo secular. ¡Qué bien en aquel recogido rinconcito conventual aquel pobre frailecico especulando sobre la contemplación adquirida y la infusa! Días éstos en que nos —nos, a los nuestros— molesta cada qué y hasta llegamos a temer que al llegar de noche a casa hayamos, no de acostarnos, sino de caer en cama.

Sintióse como en cumbre de sima, al aire, sin piso firme. Todo lo exterior se le interiorizaba; todo lo extraño —historia civil, actual, del día y el lugar, comunes— se le entrañaba. Empezó a examinar primero, a meditar después y a contemplar al cabo esa historia con un interés desinteresado; esa historia, pensamiento y voluntad de Dios en el momento eterno del mundo pasajero.

Descubrió una callejuela enchinarrada que llevaba a una plaza anónima, al parecer, desierta, bajo una humareda espesa que la privaba de la bóveda azul, del aire soleado. Y así quedaba hecha caverna. Y en ésta acabó por sentir chiquillos de todas edades —verdes, maduros y pasados— que, en puro tontear y loquear, se entontecían y enloquecían. Y entre ellos, unas damas —dueñas— de Estropajosa empuñando el estropajo, dispuestas a la friega sin lejía. A afeitar en seco. Algunos se daban a la masturbación mental de buscar nueva especie —o mejor, especia— de república o de monarquía. ¡Renovación!… Quiénes soñaban con fajarse en el fajo, mientras otros —y era curioso— que voceaban “¡muera el fajo!”, eran los más fajados y los más fajistas. Otros, a definirlo. Mero deporte de gente aburrida de su vacío íntimo. “¡Ande el movimiento!”, decía uno. Otros daban vivas o mueras a términos por los que no entendían pizca. Algunos preguntaban qué era lo que había que gritar. El suelo lleno de hojas y papeles de otoño; las paredes y hasta el piso, de estúpidos letreros en almazarrón y en brea. En uno de éstos se motejaba a los sedicentes agrarios de… “antípodas”.

Y él, nuestro hombre, perdía allí el recogimiento. Aquella patulea —aunque corporalmente ausente— le pateaba y pisoteaba el asiento de su conciencia histórica. Ni podía sacar de allí sin daño el seso. Y huyó. Volvióse a casa, campo atrás, a descansar el ánimo abrumado. Diose primero un rato —rapto— al supremo de los solitarios de la baraja; después a leer la Historia literaria del sentimiento religioso en Francia desde las guerras de religión a nuestros días, del abate Bremond, de la Academia, y luego, por desengrase, las descripciones que en el Orlando furioso hace del campo de Agramante Ludovico Ariosto. ¡Qué fiesta verbal y sensitiva! ¡Qué nombres de vividos fantasmas —casi se les toca—, qué palabras! Manilardo, Baliverzo, Malabuferso, Isoliero, Serpentino... Calamor di Barcellona, Corebo di Bilbao, Odorico di Biscaglia (Vizcaya). Y los que vienen agrupados en endecasílabos: “Grandonio, Falsirone e Balugante”, “Trusión, Soridano e Bambirago”, “Avino, Avolio, Ottone e Berlingiero”, “Anselmo, Odrado, Spireloccio e Brando”... Y dominándolos con su sonoridad..., ¡Rodomonte! Nombre que tomó Ariosto del Rodamonte que inventó su precursor Boiardo. Y cuéntase que cuando a este poeta le brotó en el magín, por obra de la musa, el resonante nombre fue tal su gozo, que hizo sonar a fiesta las campanas de su castillo de Scandiano. Lo merecía. ¡Engendrar un nombre! ¡Rodamonte! ¿Y qué cuando nuestro Cervantes dio con Quijote y con Rocinante? ¡Cómo paladeaban los nombres! ¡Rodomonte! ¡Rodomonte!

Dio luego mi hombre en recorrer los de nuestros partidos y sus cabecillas. Con todo eso de Ugete, Cenete, Firpe, Orga, Ceda y demás logogrifos. Y creyó ver en un bosque de toda laya de árboles, con sus hiedras, sus muérdagos y sus abogallas, vagar, al pasto, tropillas y rebaños “de toda clase”, y entre ellos, tal cual rara, mustia res orejisana y suelta. ¡Pero qué nombres, qué apodos, qué motes!

Y se dijo: “¡Si de todo esto quedara siquiera mi dicho decidero, duradero, una de esas expresiones estadizas con que un verdadero creador —¿poeta, político?— acierta a expresar lo que los demás creen pensar sin pensarlo de veras, y así les enseña a esto y a definirse, o una palabra, un nombre! Un nombre: “Santificado sea el tu Nombre...” Y luego: “Venga a nos el tu reino...” Y después: “Hágase tu voluntad...” Toda la historia. Cantados sean los nuestros nombres! “Aquí fue Troya...”; “allí la de San Quintín...” “Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora / campos de soledad, mustio collado, / fueron un tiempo Itálica famosa...” ¡Itálica! ¡Y cómo suena! ¡Rodomónticamente!

Los niños aquellos, en tanto, verdes, maduros y pasados —críos, mozos y decrépitos—, creían, ¡pobrecillos!, haber hecho o dicho algo.

Pues qué, amigo mío, ¿esperaba usted acaso de mí cábalas, profecías, vaticinios, agüeros, calendarios? Eso no es conciencia de historia, de leyenda. Lo que fuere sonará. Y esté de Dios que suenen nombres —de rebaños y de rabadanes— que resuenen por siglos. Y que nos hagan echar a vuelo, en fiesta, las campanas seculares.

En tanto, puesto que usted también, amigo mío, se ha dado a esta tarea de escribir para los demás, para comulgar con ellos, lo que no le pidan, eso les dé; lo que no le demanden, eso les ofrezca; a lo que no le pregunten, a eso les responda; lo que no les importe aprender, eso les enseñe. Cuando hayan pasado las estrepitosas ventoleras y enmudecido su gritería, habrán de flotar y sobrepujar las voces recogidas —ahora ahogadas— que guían la permanente revolución silenciosa e íntima del pensamiento. Y como éste, el pensamiento, es lenguaje íntimo, la más íntima, entrañada, de las revoluciones es la de hacerse uno a hablarse, a ponerse en claro a sí mismo, con la lengua común, tradicional, de los seculares rezos caseros y familiares. Y populares, laicos.

Ya sabe usted, amigo mío, que quiere ser un filólogo —en su sentido originario, un logófilo, un amante o enamorado de la palabra; es lo que resta— su amigo.

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