jueves, 23 de noviembre de 2017

Regüeldos

El Sol (Madrid), 12 de diciembre de 1933

Don Quijote, aquel hidalgo manchego que presumía, de seguro, de leer al Ariosto en su italiano —dicho sea no ya con respeto, sino hasta con adoración—, solía molerle a Sancho a enmendarle los vocablos, molienda de enmienda que al buen aldeano le escocía, y con razón. Y en una de ellas le dijo que no se debe decir “regüeldo”, sino “eructo”. Sin duda porque olería menos mal llegándonos el eructo por conducto del latín. Pero hete aquí que antes de que saliera al campo Don Quijote, un fraile francisco, fray Juan de los Ángeles, en sus Consideraciones sobre el Cantar de los Cantares, había dicho que “el alma que ha bebido del vino adobado del espíritu regüelda como repleta y llena de espíritu, y huele a gloria de Dios”. A gloria de Dios le olía el regüeldo místico, al que dijo en su Lucha espiritual y amorosa entre Dios y el alma aquello de: “Yo para Dios y Dios para mí y no más mundo.” ¡Estos místicos...!

Lo que sé es que cuando éste se echaba a echar afuera sus sentimientos —o los de otros— le salían, al escribirlos, con tal unto de entrañas las palabras, que al que las oye, al leerlas, se le pega el unto. Y hasta siente lástima grande de tanta belleza. Por aquello de Argensola... Pero basta, pues ¿quién nos va a quitar lo comido y lo bebido bajo el cielo azul?

Mi maestro y amigo Don Juan Valera, que a pesar de otros pesares guardaba no poco de señorito andaluz, acostumbraba decir que Santa Teresa había escrito como una cocinera castellana. Puede ser, pero antes quiero oler a guiso de olla podrida castellana, que no a efluvios químicos de laboratorio de investigación. Verdad es que me gusta no sólo el cocido de garbanzos y chorizo, sino hasta el ajo crudo, y mucho. Y quede que Don Juan no era investigador químico de desinfectantes y que hasta majaba ajos en sus escritos, sobre todo en los epistolares.

¡Oler mal! ¡Sonar mal! Mi primer maestro de griego, Don Lázaro Sardón, un recio maragato —que por cierto formó parte, con Don Juan Valera y otros, bajo la presidencia de Don Marcelino, del Tribunal que me dio la cátedra de lengua griega—, dio en el Ateneo de Madrid unas conferencias al volver de la inauguración del Canal de Suez. Y hablando de las Pirámides, contó cómo había forzado a un felah a que le guiase por una galería. El público —no pueblo, ¡claro!— del Ateneo de entonces soltó el trapo al oírlo, Don Lázaro repitió la palabra y vuelta a la risa y a la tercera: “No es mi lengua; son vuestros oídos los que están sucios.” Don Quijote le creyó a Sancho romadizado porque había olido los ajos de Dulcinea. ¡Anda por ahí cada señoritingo con suciedad culterana en los oídos!...

Y no es que se vaya, como solía el pobre Don Julio Cejador a tiro hecho a echarse a buscar palabrotas de esas que pasan por groseras —séanlo o no— y sin venir a cuento. La grosería estriba en otro estribo. Hay que saber sufrir las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos.

A propósito de culteranismo, recuerdo cuando un mocito clásico me trajo un escrito en que decía de un poeta que, al sentir el estro, tomó el plectro, y entonó en la cítara una oda. Y le dije: “¿No estaría mejor traducirlo al romance y decir que al picarle el tábano (estro), cogió la púa (plectro) y se puso a rascar en la bandurria una canción? Bandurria y no guitarra (cítara), porque ésta se toca sin púa.”

¡Traducir! ¡Romancear! Sí, ya sé que no todo es traductible, que hay cosas intraductibles a cualquier lenguaje humano. Y aquí me viene al caso, por un cierto íntimo y delgado encadenamiento de ideas y de sentimientos —quiero decir: de palabras—, un verso maravillosísimo del maravilloso soneto francés —un milagro— de Gerardo de Nerval, que este poeta suicida intituló “El desdichado”, así, en castellano. El desdichado era el príncipe de Aquitania, el tenebroso, el viudo, el inconsolado, “el de la torre abolida”, Y el aludido verso sigue diciendo: “J'ai revé dans la grotte où nage la sirène...” En castellano: “He soñado en la gruta donde nada la sirena...” Verso que no se me despega del oído del corazón.

¡La sirena de la gruta! Cuando se sabe, por estudio, que las sirenas que tentaron a Ulises a perdición no fue con tentación de carne, sino como la serpiente del Paraíso terrenal a Adán y Eva, con tentación de saber, del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, aquellas a Ulises con contarle leyendas, hacerle soñar historias y esto a la luz abierta del Mediterráneo, se comprende lo que pudo haber sido el sueño del príncipe desdichado en la gruta en que nada la sirena, en “las profundas cavernas del sentido”, que dice San Juan de la Cruz, el místico, el de los misterios o secretos cavernarios, uno de los más entrañables secretarios —místicos— del Verbo. Y en esas grutas, en que nadan sirenas, en esas profundas cavernas del sentido, se oye palabras puras, nada menos que palabras —más no puede ser— y se huele a regüeldos de gloria de Dios.

¡El misterio de la palabra! El misterio de la palabra es que por la palabra, por el verbo, es todo lo que es. “En el principio fue la palabra..., todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de lo hecho, y en ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”, que así empieza el cuarto Evangelio. Y si Fausto quiso corregirlo, ¿qué fue Fausto sino palabra? Cuando se hace algo no queda el hecho sino la hacedora, la palabra. Que la palabra fue al principio y la palabra será al fin. ¡Dejar un nombre! Es todo lo vivo que hay que dejar, un nombre que viva eternamente. Lo demás, son huesos. Y un nombre no es aire que suena, es soplo, espíritu, con vida y con luz. Y vive en Dios.

¡A dónde nos ha venido a traer el regüeldo, soplo de comida y bebida! ¿Y que a qué viene todo esto, amigo mío? Pues viene a que andan por ahí señoritos repulgados y remilgados que, por no poder aguantar olor de regüeldos que huelen a gloria de Dios y a pueble aldeano, a chotuno, se nos vienen con mandangas, o, como se dice por aquí, con canguingos en mojo de gato, más o menos renacentistas. Y andan queriendo enmendarle la plana a Sancho, aunque éste, Sancho, no sabe escribir ni siquiera palotes, pues no entiende de letra el pobre analfabeto. Y en cuanto a dictar..., ¡ojo con la dictadura! Porque es lo más triste que seamos los letrados los que tengamos que servirle de secretarios. Y al decir letrados, no quiero decir concretamente abogados o procuradores, que esto es peor. Porque cuando los abogados y procuradores en Cortes se ponen a redactarle, y no a su dictado, por ejemplo, una Constitución...

Pero, ¡alto!, no sea que nos despeñemos.

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