Ahora (Madrid), 4 de agosto de 1934
Recibo a las veces cartas de lectores, amigos —aun los, al parecer, enemigos—, discutiendo lo que escribo, concordando o discordando, o en pedido de esclarecimiento. Las aprovecho o las paso por alto. Esto, sobre todo, cuando no son más que desahogos del más triste humor nacional. Y es curioso que las más de esas cartas suelan referirse a puntos de forma, de continente de expresión, y no de fondo, de contenido, de idea. A menudencias de lenguaje a menudo. ¡Pensar las agrias disputas que en todos tiempos han provocado hasta las gramatiquerías! Aunque, si bien se mira a lo hondo, se llega a ver que las personas sienten que cobrar la mayor posible conciencia de la lengua en que se piensa —de la lengua que se piensa— es hacerse conciencia de personalidad y de nacionalidad.
Hoy voy a no pasar por alto una carta, modelo de modestia, de ingenuidad y de sencillez, de un compañero, un maestro de escuela nacional, de la villa de Canjáyar (Almería), que me consulta sobre una de esas menudencias. El caso, insignificante en sí, es éste: En uno de estos mis “Comentarios” parece ser que escribí “preveer” y no prever, y el buen maestro me pregunta que por qué así. Que él leyó en un discurso de don Antonio Maura “preveer”, y así lo escribió en un ejercicio al dictado de unas oposiciones restringidas, que se lo censuraron compañeros, fundándose en la autoridad de los diccionarios ordinarios, y que sospecha, en fin, que acaso por ello se le eliminó en el ejercicio.
Despachemos primero, en obsequio al buen maestro y a sus congéneres, el caso preciso. Y es que se dijo primero, en los comienzos de nuestra lengua, “veer”, bisílabo, y “preveer” y “proveer”, trisílabos, y aun hoy la pronunciación vacila entre la forma arcaica y la corriente y vulgar. Y se conserva “veedor”, con dos ee, y no “vedor”. Uno de tantos casos de proceso en marcha de simplificación. Lo mismo que “veer” fue primero “seer”, y hoy nos quedan “creer” y “leer” —“se cree”, “se lee”—, aunque en el uso corriente digamos “se cre”, “se le”.
Hay otro verbo análogo en que la doble e se conserva, sin que, en general, se haya llegado a la contracción, verbo que por un ridículo escrúpulo no suele escribirse. Y por cierto, figura en cierta muy expresiva frase de los campesinos de por estas tierras cuando se refieren a algún fanfarrón que para darse pisto ahueca, sirviéndose del botijo como de bocina..., ¿la voz? ¡No! Pero basta de esto por hoy, que ya volveremos a estos ridículos escrúpulos y a las palabras y frases proscritas de la escritura.
Y, despachado el caso concreto de la consulta, debo manifestar que me cuesta creer —o crer— que a nuestro maestro se le eliminara de unos ejercicios por esa fruslería ortográfica. Aunque... he inspeccionado algunos de esos tribunales pedagógicos y he formado parte de dos de ellos, y, la verdad, el método y el criterio que se les imponía eran detestables. Figuremónos lo de calificar por puntos. Hasta con sus decimales. Y menos mal que no se les aplica el cálculo infinitesimal. Y luego, esos horrendos tests de la abominable psicometría norteamericana. Y en el caso del lenguaje, el criterio de que la Academia —u otra autoridad cualquiera— es un cuerpo legislativo constituyente. ¡Y los textos que suelen dictarse! A nuestro buen maestro parece que se le dictó uno de don Antonio Solís, aquel “clásico” —¡para textos de clase!— del siglo XVII, redicho y remilgado, que hablaría en lengua escrita, y no, ¡claro es!, de Bernal Díaz del Castillo, aquel castizo soldado que hablaba con su pluma —o mejor, dictó su Crónica— castellana. Y si se le hubiese dictado el discurso de don Antonio Maura a que se refiere, ¿se le habría dictado “preveer” o “prever”? Aunque, ¡como don Antonio fue presidente de la Academia de la Lengua...! Pero ¿quién sabe si el taquígrafo oyó bien y transcribió fielmente la pronunciación del orador? Porque los taquígrafos, quiéranlo o no, a sabiendas o sin saberlo, oyen ortográficamente —no digo ortológicamente— y corrigen así al orador. (Por lo cual yo, por mi parte, no respondo de tales correcciones cuando se me hacen.)
¡Cuánto va a costar el que se enseñe a nuestros maestros a que enseñen la lengua como una fuerza viva, hablada y popular! A que para ello la aprendan del pueblo. Y se den a darse conciencia de ella y a desentrañarla. A poner a luz y a son sus entrañas. Y a huir de pedanterías ociosas.
Y digo ociosas porque hay pedanterías útiles y hasta necesarias. Pedante quiso decir primeramente el dómine que iba a enseñar a las casas la gramática, a leer y a escribir, a los niños; lo que hoy llamaríamos pedagogo. Y el pedagogo es, en rigor, un pedante. El que esto dice, que se ha ganado su sueldo enseñando historia de la lengua castellana, suele aplicarse a pedanterías útiles. Como cuando, para restaurar el valor primitivo y expresivo de una palabra, la remoza. Ahora, cuando no viene a cuento...
Y lo digo a cuenta de otro correspondiente que me escribe quejándose de que se le reprochó por escribir “trajino”, en vez de “trajín”, en una carta comercial. Pues lo que él me dice: “trajín” es apócope —es la palabra que usa— de “trajino”, y éste, el sustantivo sacado directamente de “trajinar”. Sin duda como “desdén” y “desmán” son apócopes de “desdeño” y “desmande”, sacados de “desdeñar” y de “desmandarse”, y, sin embargo, nadie emplearía éstos sin pasar por pedante de ociosa pedantería. Ahora, si para hacer sentir que cometen desmanes los que se desmandan o se salen del mando escribiera “desmandes”, la cosa variaría. Porque hay pedanterías no ya útiles, sino indispensables. Y otras...
Mas no sigo, no sea que me rebrote el mal humor que me dictó mi recién reeditada novela Amor y Pedagogía. O…
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