Ahora (Madrid), 28 de noviembre de 1934
AI ir a proseguir hoy —7 de noviembre— estas nuestras reflexiones actuales, nos trae la actualidad del día —la cuotidianidad— una frase o, mejor, una sentencia que merece comentario. Y es la de un diputado a Cortes que dirigiéndose a un orador parlamentario que habló ayer, día 6, y con referencia a otro orador que con él contendió, le dijo: “Usted es el de las verdades eternas, y el otro, el de las verdades accidentales.”
¿Verdad eterna, verdad accidental? Es algo que no logramos comprender ni creemos que ningún lógico acierte a explicárnoslo. Toda verdad, si es verdad y como verdad, es eterna, aunque sea accidental. Aunque, en rigor, a lo eterno podrá oponerse —que tampoco se opone— lo temporal; mas a lo accidental lo que se supone que se opone es lo esencial. Y decimos se supone, porque lo accidental entra en lo esencial. En rigor, lo que nos parece que quiso establecer el de la sentencia es la vieja distinción de la tesis y la hipótesis, que tanto juego dio en aquellos divertidos tiempos de mi mocedad, los de que “el liberalismo es pecado” —título del “áureo librito” del presbítero Sardá y Salvany, demasiado en olvido ya—, cuando se peleaban entre sí íntegros y mestizos. ¡El regocijo que entonces me proporcionaban aquellas disputas! Y parece que vayan a reproducirse. Son fruto de toda guerra civil. Consecuencias unas veces y precedentes otras de ella.
¡Terrible cosa tener que contender con uno que se cree en posesión de la verdad absoluta, eterna y esencial! Primero, no le entiende a uno jamás a derechas. Es incapaz de comprender la absolutividad de lo relativo, la eternidad de lo pasajero y la esencialidad de lo accidental. Ayer precisamente, el día en que se pronunciaron esos dos discursos políticos, di en esta Universidad de Salamanca una lección, leyendo artículos que aquí, al publicarse éste, habrán ya aparecido, y en unas advertencias previas me previne frente a los posesores o, mejor, poseídos de la verdad absoluta. Lo que dije que no sé si es dicha o desdicha, pues si, como dice la Biblia, el que ve la cara a Dios se muere, y poseer la verdad absoluta —en moral se entiende, pues en matemáticas parece ello posible, aunque los llamados axiomas matemáticos sean, por lo general, tautologías—, poseer la verdad moral absoluta es ver la cara a Dios, ese dichoso o desdichado mortal se muere. No se sabe si corporal o mentalmente. Es de suponer que mentalmente, que quien llega a ser posesión de la verdad moral absoluta —no ella de él— no tiene por qué pensar, y, en rigor, ni piensa. Y así sucede que esos poseídos de la verdad moral —política, jurídica, histórica, religiosa— nо necesitan tener que pensar. Les basta con la fe implícita: la del carbonero. Son los dogmáticos íntegros de la tesis. Nada de probabilismo jesuítico. Y sacamos a relucir esto del probabilismo jesuítico, que es la base de las verdades accidentales— y con ellas del casuísmo—, porque parece que la raíz del hipotetismo o mesticismo actual —alguienle llamaría posibilismo— es una raíz jesuítica. Los de “el liberalismo es pecado” se dan cuenta de que hay que vivir del pecado y que éste tiene algo de absoluto, de eterno y de esencial.
Y a este respecto, recordaba yo ayer en mi lección aquello de don Ramón de Campoamor, el poeta, que decía: “Sócrates decía no saber más que una cosa sola, y es que no sabía nada; mas como desde Sócrates acá no ha dejado de progresarse en saber, yo sé más que él, y es que no sé nada ni los demás tampoco.” Y refiriéndome luego a aquellas palabras del Cristo en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen”, añadí que en mi época, que podría llamar socrática, sólo sabía una cosa, y es que no sabía lo que me hacía; mas desde entonces la experiencia me ha enseñado mucho, y hoy sé más, y es que ni sé lo que me hago ni los demás tampoco saben lo que se hacen. Ni gobernantes ni gobernados. Es una anarquía moral, política, de que participan —y acaso en mayor parte que los demás— los de las verdades eternas, esenciales o absolutas, los de la tesis. Desde luego, me aparecen participando de esa anarquía más que los de la hipótesis, los de las verdades accidentales, los del probabilismo jesuítico, los que se pliegan, cuando conviene al bien de la Patria, al pecado de liberalismo.
¡Qué cosa terrible es la tesis, la tesis absoluta, sea de un extremo o sea del otro! ¡Qué cosa terrible, por ejemplo, el dogmatismo teísta o el dogmatismo ateo! ¡Qué cosa terrible la creencia o la increencia absolutas! Waldo Frank contaba —en The New Republic del 20-VII-1932— una conversación que mantuvo en Rusia con un joven comunista, estudiante de ingeniería, que se asombró al enterarse de que en Nueva York los periódicos podían exponer cada mañana todos los matices —“every shade”— de opinión sobre cada asunto. “No veo su utilidad —observó—. Cada problema tiene su respuesta derecha. Me parece a que la Prensa serviría mejor al pueblo si encontrara cada día la recta opinión sobre cada asunto importante y sólo publicara esa. ¿Que sentido tiene publicar un número de diferentes puntos de vista cuando sólo uno puede ser el recto?” El joven comunista ruso era un estudiante de ingeniería y, por tanto, de matemáticas; era un comunista matemático o un matemático comunista. Esto es, de sentido común matemático y no de sentido propio. Pues de haber sido de sentido propio habría sido anarquista y no comunista. Aunque entre nosotros se dé ese terrible absurdo de un comunismo libertario o anarquista. Bien es verdad que los comunistas libertarios ni saben lo que es común ni lo que es propio, ni lo que es comunidad ni lo que es libertad. Profesan algo así como el dogma del adogmatismo. Que a las veces se traduce en algo que podríamos llamar —y sonríanse los que llaman paradoja a todo lo que no entienden, que suele ser casi todo— la disciplina a la indisciplina, la obediencia a la rebelión. En todo caso, el ingenuo dogmatismo del estudiante comunista ruso de ingeniería —más terrible por matemático que por comunista— me recuerda cosas que he oído a los del socialismo “científico” —se enjuagan la boca con la ciencia al decirlo—, cosas no más terribles que las del integrismo de las verdades políticas, morales y religiosas que llaman eternas. Uno y otro dogmatismo llevan a que los periódicos no puedan publicar sobre cada problema político o moral sino la solución recta. Es decir, la verdad ortodoxa u oficial. Y los que sabemos que no sabemos lo que nos hacemos, nos plegamos a un рosibilismo u otro, al probabilismo, a la hipótesis.
En resolución, que levanta el ánimo el ver que las verdades accidentales de unos y de otros —pues estas verdades, como accidentales que son, están siempre en juicio de controversia— se sobrepongan a esas terribles verdades eternas de los que se mueren por haber visto la cara a Dios o al Demonio. Que también los que le ven al Demonio la cara se mueren.
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