El Día Gráfico (Barcelona), 23 de junio de 1934
¡Lo que le cuesta a uno leer la prensa diaria! Y perdone el lector la impertinencia; si la es. Pero… ¡los de un cabo y los de otro! Quiero decir esos publicistas, no ya adocenados, pues no se dan sólo por docenas, sino amillarados. Se trastruecan ciertas palabras y todo igual. Y pueden muy bien pasar de un frente al de enfrente.
Recuerdo que aquel buen don Antolín Peláez, obispo que fue primero de Jaca y después arzobispo de Zaragoza, tenían la tema de la buena prensa y solía decir que para ello lo de más menester era dinero, dinero y dinero, pues al tener dinero se tenían los mejores publicistas. ¿Quién? “Los de enfrente” ―respondía. Y yo le hice saber que era ese un juego muy peligroso, pues el demonio es tan sutil que cuando a un creyente se le hace escribir, por paga, en incrédulo, parece que, en verdad, no cree, mientras que un incrédulo al que por paga se le hace escribir en creyente, siempre asomaba la oreja. Mas en esto anduve muy ligero, pues el caso es que ni a uno ni a otro se le conoce nada, porque no dicen nada. Y no hablemos de los convertidos. Que antes fueron advertidos, subvertidos, revertidos, divertidos y acaban por ser… ¡basta! Son legión y hasta tienen su órgano. Y en rigor no hacen más que transcribirse unos a otros. Y traducirse de derecha a izquierda o de izquierda a derecha.
El estribillo de estos pobres diablos, de un extremo o del otro, es que hay que escribir para todo el mundo. Hace poco que uno de ellos ―un amillarado― refiriéndose a José Ortega y Gasset, a Sánchez Román y a mí, invitaba a que hablemos claro, a que nos despojemos del “lastre metafísico” (¡así!) y hablemos con claridad “grosera”, “infundiendo en el pueblo el fenómeno de la confianza”. Y se quedó tan ancho, sin advertir que eso del fenómeno de la confianza sí que es lastre metafísico.
¡Hablar claro! ¡Con claridad “grosera”! Pero ¿qué entiende por eso el amillarado articulista? Sí, dar soluciones. Hacer un pronóstico y recetar. Lo de estudiar el diagnóstico y más si acaba en conclusión escéptica, esto no le convence. Lo que él quiere es programas. Se parece a otro ―éste más conocido― que se pronuncia contra lo que llama política intermedia o… “hermafrodita”. Confunde el común de dos con el neutro o con el epiceno o con el ambiguo. Habla de vaguedades y de sofismas y luego de crítica y de libre examen. Y no se percata ―¡qué va...!― de que la crítica y el libre examen suelen reducirse a sofismas y vaguedades para él y para todos los demás dogmáticos amillarados de uno o de otro dogma, del teológico o del ateológico. (Y al decir ateológico no quiero decir a-teológico sino ateo-lógico o sea de la lógica del ateísmo. La crítica y el libre examen no son dogmáticos ni acaban en soluciones programáticas revolucionarias, de esas que inspiran “el fenómeno de la confianza”.
Me he pasado mi vida de publicista político repitiendo que no aspiro a curandero sino que me reduzco a estudiar patología social, dejando para otros el preparar específicos. Ahora, ¡claro está!, lo que el enfermo quiere no es conocer su enfermedad, sino que se le engañe, que se le infunda el fenómeno de la confianza. Es lo que en los Estados Unidos llaman “ciencia cristiana” (Christian Science). Y es que el mundo quiere decir engañado ―“mundus vult decipi”― lo he dicho varias veces. Y perdón por meter aquí este latinajo ―¿será lastre de metafísica escolástica?―, que es pecar contra la claridad grosera. Cuya grosería suele consistir en estar expresada en una lengua mucho más muerta que el latín escolástico. En la lengua del amillarado articulista que es de una claridad tan pura que se confunde en las tinieblas. Y en cuanto a lastre metafísico viene aquí a pelo aquello de Ignacio Zuloaga que, refiriéndose al botero de Segovia de su tan conocido cuadro velazqueño, decía: “¡Si vieras qué filósofo!, no dice nada...” Así estos que piden grosera claridad.
Y ahora, pecando otra vez de cierta petulancia, quiero traducir aquí del alemán lo más al pie de la letra posible, lo que en el tomo II de sus Contribuciones a una crítica del lenguaje decía Fritz Manthner, hablando de la escritura y el lenguaje escrito, y era esto: “Pues una cabeza sobresaliente, cuyos escritos merezcan conservarse por escrito, no puede sino ser ininteligible a la mayoría de sus contemporáneos, precisamente porque se ha creado su propio lenguaje”. Mientras que los publicistas amillarados no se han creado nada, ni ideas propias ni por lo tanto un lenguaje propio. Lo que piden es una máquina de pensar. Y que les den... ¡soluciones! Y con ellas el fenómeno de la confianza.
Me he encontrado con otro pobre diablo, amillarado también, que me dijo que no hay derecho —frase hecha— a escribir en escéptico ni en pesimista. Y cuando me puse, por divertirme, a inquirir qué entendía por esto observé que ni sabía lo que es pesimismo ni lo que es escepticismo y menos lo que es escepsis. Y éste es el fondo de los que se quejan de falta de claridad, y es que son extremadamente miopes o extremadamente présbitas. O son cegatos. Es que se ponen a leer sin conocer el abecedario. Porque es terrible no ya la incultura, sino la ignorancia de ciertas gentes macizas. O sea de la masa. Hay quien se ha puesto a leer El Capital de Carlos Marx sin saber lo que es una ecuación de segundo grado. ¿ Por qué no atenerse al Manifiesto Comunista, programático, para el que no hace falta ni siquiera saber la tabla de multiplicar? Para inspirar el fenómeno de la confianza basta con un programa así.
Yo no sé, mis amigos José Ortega y Gasset y Felipe Sánchez Román, pero yo, que nunca he pensado no ya formar partido mas ni acarrearme en ninguno de los ya formados, no he pretendido escribir con claridad grosera. Y precisamente porque la grosería excluye la claridad. En el diario en que apareció eso de la “claridad grosera” solía escribir —no sé si suele todavía— cierto sujeto que por huir del amillaramiento violentaba la grosería y en realidad no ganaba nada en claridad. En fuerza de violencia violentada resultaba oscuro, aunque otra cosa creyesen sus lectores.
Esto, lectores míos, no va con ustedes, los que me han hecho y les he yo hecho, los que se han hecho a mi propio lenguaje, al que yo con el de ellos, reformándolo y trasformándolo, me he formado; pero es que alguna vez tengo que faltar a esta endemoniada costumbre mía de no hacer caso a ciertas cosas que se me dicen. Y aun a sabiendas de que con esos… críticos (?) pierdo el tiempo. Mientras no lo pierda con mis lectores, los míos, los que tienen tanta confianza en su propio juicio crítico, que no pretenden que les infunda yo el “fenómeno de la confianza”...
¡Para éstos sí que creo ser claro! Y sin grosería.
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