Ahora (Madrid), 20 de noviembre de 1934
A don Pedro Aguirre, telegrafista, viajero y médico, y a don Agustín del Cañizo, médico, mis compañeros de esta visión.
Era un domingo lluvioso de este noviembre, mes de la conmemoración de las ánimas benditas. Nos detuvimos en la vieja ciudad de Sepúlveda, pintoresca más que gráfica, viñeta de pergamino isabelino, Sepúlveda pergaminosa. Como escombrera de cumbres serranas su caserío. Unos lugares se nos muestran terrosos, como brotados del suelo, suelen ser los de páramo; otros, suelen los de sierra, como caídos del cielo. En Sepúlveda, plaza fuerte antaño, quedan raigones de las murallas antiguas y la muralla natural de los escarpes —arribes— del Duratón, que allí se abraza al Castilla. Tenía la ciudad siete puertas, como la helénica Tebas, y sus siete llaves las enseñan en la sala del Concejo.
De allí, de Sepúlveda, a otro relicario. En una revuelta de la carretera apareciósenos en el alto horizonte, como tarja en las nubes lacrimosas del cielo otoñal de Castilla, Pedraza de la Sierra, coronada por su castillo. Castillo castellano, no alcázar morisco. En él ha hecho labrar Ignacio Zuloaga uno de sus reposaderos. Entramos en la villa —ya no ciudad— por un portón de sus murallas arruinadas, entramos a la soledad silenciosa y al silencio solitario de ese pedernoso aguilar vacío que agoniza sin estertores. Esas ciudades y villas tenían puertas comunales, eran casas del común, de cerrar y abrir; Sepúlveda la casa, Pedraza la casa. Fuera la tierra llana, pues ¿quién pone puertas al campo? Y dentro casonas, con sus señoriales puertas privadas, de sillería blasonada con escudos, balcones de férrea rejería. De una de esas casonas, desde detrás de una vidriera, corrieron una cortinilla los dedos ahusados de una anciana que nos atisbó. La blancura de su cabellera nos dijo de toda una vida. Esas casas ex señoriales que han vivido acaso más que quienes las habitaron se me aparecen ya como caracolas marinas que guardan ecos, ya dormidos, de generaciones pasadas, ya como ostras madreperlas que crían opacas perlas humanas nacaradas, a ue empedernió la malenconía del tiempo encerrado en hogar solariego.
Abocamos a la plaza. ¡Honda visión! Recordé lo del Apocalipsis (I, 12): “Me volví a mirar la voz que hablaba conmigo”, y me puse a mirar —y admirar— el silencio. Lo miraban también las ventanas, rasgadas a plomo, de una esbelta torre, de corte romántico, que presidía a la plaza desierta. Pues ni un alma en ella fuera de nosotros. Aunque sí, sí, dos almas en un cuerpo o dos cuerpos en un alma. En un rincón angular de unos soportales, sentada en poyo de piedra una pareja moza. ¿Aguiluchos desnidados? Más bien palomas que sueñan aparejar nido en el aguilar vacío.
¡Juventud, primavera de la vida! —se dice—. No, sino juventud secular, sin estaciones, era de la vida. En los dos sentidos: era de trillar y era de tiempo. Dentro de cuarenta o de cincuenta años, si las dos mitades de aquella pareja moza se casan, hacen casa, y viven en uno —de consuno— diciéndose: “mi mujer” y “mi hombre” (o marido) y nada de esas tonterías pseudo-laicas de “mi compañero”, “mi compañera”, harán una pareja eterna. En el fondo de la plaza, en una plazoleta adjunta, un copudo olmo, ceñido al pie por un asiento. A su sombra han jugado generaciones niñas. Ahora, en otoño, sus hojas, ahornagadas y amarillas, ruedan por el suelo. Como las de las hojas son las generaciones de los hombres, cantaba Homero. Las que se van abonan a las venideras.
Y recordé los del poeta norteamericano de aquella tardía hoja, de la generación pasada, que temblaba en la rama cuando brotaban ya las de primavera en su torno. ¡También el olmo morirá! Y recordé lo de aquel hornero de un lugar alavés que había jugado su niñez al pie de un árbol del común y al secarse éste pidió su tronco y pues era hombre muy querido de su pueblo se lo dieron, y labró del tronco seis tablas que hizo guardar bajo su cama para que al morirse le encerraran, para enterrarle, en ellas. En el cadáver del árbol de la vida duerme, como en cuna, su sueño eterno el alma.
La pareja moza de Pedraza me devolvía mocedad. Al mirarla me subía a flor de alma, a su espejo, mi dichosa juventud nativa. Me revivía en un rincón así de mi tierra natal, en otros soportales de villa —ésta vascongada— y allí cerca un árbol, un roble, el de mi Guernica —¡la suya! ¡de la mía!—, el que se secó y lo embalsamaron. Es que estoy viviendo obsesionado, poseído, por mi propia mocedad íntima que por el claustro de la conciencia me ronda. Y de reciente me escocía un suceso agorero, el de cuando una mañana, en este Madrid, unos mozalbetes emponzoñados de sandez totalitaria y cinematográfica, en un ataque de ésta, atacaron, pistolas en mano, a la Facultad de Medicina, invadiendo las clínicas, con el consabido: “¡arriba las manos!” y mostrando una hoja escrita en un estilo de estupidez rufianesca. Se llamaban a sí mismos “decentes”. Verdad es que ahora eso que llaman decencia... mejor es callarse. Y me decía: “No lograrán matar a España, a la España común, a la de todos sus hijos, esos sedicentes decentes pistoleros de una sedicente tradición; no la matarán mientras queden estas inermes parejas mozas de soportales. Frente al cine y barullo mortales de los unos y de los otros, persistirán el sosiego y el susurro —palabras amorosas dichas en rincón, de labios a labios— de las palabras inmortales de las parejas de mocedad de vida eterna.” Y allí dejamos en el rincón de los soportales de la plaza de Pedraza de la Sierra a aquella pareja moza, y allí, a su vista, el olmo de las generaciones de hojas, todo ello envuelto en el silencio solitario que bajaba del cielo otoñal de Castilla.
Rumiando todo esto, o más bien trillándolo en la era de mi conciencia histórica, seguimos hacia Segovia. Había anochecido ya. Y al llegar a Segovia, a Segovia enriqueña, entramos en un café de su plaza. Allí también mozos y mozas, pero no emparejados ni creo que susurrándose requiebros. Hablaban entre sí, pero por sexos. ¿De qué? No me interesaba. Muchos se pusieron a mirarme. A la pareja de Pedraza no la distraje. ¿Para qué? Luego, al atravesar el puerto de Guadarrama, neviscaba. Y después, ya en este Madrid, a oír hablar de crisis, de la crisis permanente. Y ahora, al acabar esta rumia de visiones, me preparo a volver a mi Salamanca, a seguir soñando nuestra mocedad eterna y el misterio inmortal del emparejamiento. Y ¡abajo las manos! A escribir. A tejer, gusano de seda, el capullo de que uno resurja mariposa.
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