Ahora (Madrid), 4 de diciembre de 1934
Jesús nos perdone, pero nos acongoja y hasta aterra más la perversión intelectual que no la moral; nos parece peor la estupidez que la maldad. Si es que ésta no es sino aquélla. De las últimas salvajadas revolucionarias y de las represivas no nos han alarmado respecto al porvenir de España, tanto sus violencias de hecho como sus sandeces —más que violencias— de palabra. La... llamémosla literatura comunista y su contra-partida, la supuesta literatura anti-marxista —ni unos ni otros entienden palabra de marxismo—, son las dos caras —o si se quiere la cara y la cruz— de una misma trágica deficiencia mental. A la insondable mentecatez de las hojas asturianas de propaganda comunista sólo se emparejaba la insondable mentecatez de los que pretendían monopolizar la decencia y el patriotismo, de los que han inventado esa majadería de la anti-España. Estupidez, sandeces, deficiencia mental, mentecatez, majadería...
“Pero bueno —se dirá algún lector—, aquí este hombre gruñón ¿a qué saca lo de: Jesús nos perdone...?” Pues a que Jesús, en su Sermón de la Montaña, el de las Bienaventuranzas —“bienaventurados los pobres de espíritu...”—, dijo que quien llame a su hermano “tonto” (“moré”) será reo de la geena del fuego, es decir, del Purgatorio. No dijo quien le llame “ladrón” o “bandido” o “manflorita” u otro insulto peor, sino el que le llame tonto. Tal estimó la mayor injuria. Y por eso dijimos: “Jesús nos perdone...” Pero hemos abusado acaso tanto de colgar malas intenciones, rencoroso resentimiento farisaico, a unos u otros de los contendientes, que nos sentimos obligados, aun incursos en reato de purgatorio, a examinar el otro aspecto, el mental —o más bien demental—, el de la degeneración del entendimiento. Empezaremos por la decencia.
Decencia, como decoro, deriva de un verbo latino que quiere decir sentar bien, convenir, pero ha concluido por cobrar un sentido más rigoroso. Hace tres o cuatro años, el que esto os dice se contentaba, para marcar su independencia espiritual, su personalidad, con definirse como extravagante, turanio, orejano o herético, pero últimamente, y a cierto requerimiento de “¡hay que definirse!”, se vio llevado a esta definición y se definió, en lo que se llama el foro interno de la conciencia, como... ¡indecente! Ello fue así: Leíamos a diario cierto diario que vertía cotidianamente un veneno entontecedor hasta que nos encontramos con cierto artículo en que su autor —que días antes había pedido se aplique el garrote— sostenía que conviene (“decet”) que se nos caree a los ciudadanos, separándonos según el diario que cada uno lleve en mano y lea y conforme sea éste de la buena Prensa, de la decente o de la otra. Y al punto mandé en mi casa que dijeran a la buena mujer repartidora de los diarios que en adelante dejase de traernos aquél del careo, porque nos habíamos ya, merced al tal artículo sobre todo, definido y alistado entre los “indecentes”. Por lo que se ve la eficacia del garrote. Decidióme a declararme “indecente” y en incompatibilidad moral con los explotadores de la decencia. ¡Y vaya invento diabólico —antipatriótico, anti-español— ese de la incompatibilidad moral! Me declaro ya incompatible moral e intelectualmente con sus inventores. Apóstata de su España, que no es España. “Apóstata relajado”, se le declaró en 1444 a aquel pobre cuchillero durangués Juan de Unamuno, entregado al brazo secular, al quemadero, en el proceso inquisitorial de los herejes de Durango. Y yo ahora —acaso de su sangre—, en 1934, casi cinco siglos después, apóstata de esa España decente e incompatible que amenaza estupidizarnos.
Pocos días después de eso, y encontrándome en Madrid, ocurrió aquel ataque de unos sedicentes, “estudiantes decentes”, a la Facultad de Medicina, contra la ya mítica F. U. E., exhibiendo una hojita —y no de parra— que acusa un complejo de pedantería rufianesca, de violencia. Sacaron a la ventana una bandera azul y blanca que dicen ser tradicionalista. No tradicional. Mas basta; no sea que me vea llevado a cambiar de tono.
¿Que por qué nos detenemos en un pequeño episodio sin importancia —casi una gacetilla—, en una chiquillada así? Ah, es que estas chiquilladas, sin la demoníaca grandeza —grandeza, así como suena— de las de los enloquecidos dinamiteros asturianos, estas chiquilladas estúpidas las inducen los careadores de la decencia, que luego no son quiénes para condenarlas. Que están —no nos cansaremos de repetirlo—, no ya enconando, sino embruteciendo al pueblo, cuya salud mental corre grave peligro con esas campañas de decencia. Al través de las cuales, sobre todo cuando se concentran y concretan en ciertas personas —sobre todo en una, el coco de los “decentes”—, lo que se transparenta es odio a la inteligencia. Campañas en que hasta se llega a la inducción solapada, al asesinato. ¿Como desquite? Porque hay energúmeno “decente” que sueña —¡pobrecito!— que estaba señalado para víctima de los asesinos indecentes y anti-españoles. ¡Qué pretensiones de martirio, Dios mío! Bien es verdad que la peor forma de la manía llamada —aunque no lo haya registrado aún el Diccionario oficial— persecutoria, es la de resentirse el paciente de ella de que no se le considere merecedor de ser perseguido, y ello por... “inosente” Que dirían en nuestra tierra, ¿no?
Un vendaval de locura —peor: de estupidez— llegado de Europa está asolando a esta pobre España. A su aliento resurgen viejas supercherías dormidas. Quién sabe si no volverán matanzas de frailes, supuestos envenenadores de fuentes, por un lado, y por el otro quemas de brujos y herejes y expulsión de judíos. Serían capaces de ello unos y otros mentecatos: los antijesuíticos, que creen en la omninfluencia de la Compañía de Jesús (S. J.), y los anti-masónicos, que sueñan con tenebrosas tenidas de logias inspiradas por el Espíritu Malo, Luzbel en persona. Da pena oír a unos y a otros, que no conciben la historia sino como comedia de magia con tramoya de pata de cabra. Hay que ver, por caso, ese invento de la anti-España y de la incompatibilidad moral, especie de excomunión, contra los que no comulgan. Y lo de que se declare fuera de la ley a la masonería, que no está dentro de ella. La parábola del fariseo y el publicano. Y lo peor cuando el pobre fariseo es tonto. Y que Jesús me perdone.
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