Ahora (Madrid), 13 de julio de 1934
Quedábamos, lectores míos, en volver a la Spagna cattolica e rivoluzionaria del italiano Niccolo Cuneo, y a su visión de nuestra patria. ¿Rivoluzionaria? Esta dichosa dicha, o más bien sedicente revolución —no cabalmente república—, iba cobrando una forma, un modo y un tono con los que no todos los que se conformaban se acomodaban ni los que ese conformaban y acomodaban se entonaban a ella. Porque a muchos su tono les salía desentono. Y cabe prever que si así siguiera la revolución acabaría por dejar a España espiritualmente arramblada.
Y volvamos a la felicísima expresión carducciana de “las contorsiones de la afanosa grandiosidad española”. Grandiosidad que no es cabalmente grandeza, como religiosidad no es religión, ni catolicidad catolicismo, ni liberalidad liberalismo. Ahora se ha dado en buscar en la catolicidad —universalidad— española su grandiosidad afanosa, la de nuestro siglo XVI. Y se está forjando más que una leyenda una mitología hispánica. Y se nos habla de tradición. Pero se olvida que hay una tradición española, hondamente española, que maduró en el siglo XIX, la tradición liberal.
El liberalismo —la palabra, que es todo, y con ella el sentimiento— nació en España y se simbolizó en la Constitución de Cádiz, la de 1812, la de aquellas Cortes cuya teoría —mitología si se quiere— trazó Martínez Marina. Como hace constar Cuneo en el “Discurso preliminar” al proyecto de Constitución presentado a la Comisión de las Cortes de Cádiz el 24 de diciembre de 1811, Argüelles sostenía que no era un régimen nuevo en España, sino que contaba con una respetable tradición antes que el absolutismo monárquico hubiese interrumpido la evolución política española. En rigor los liberales doceañistas eran tan tradicionalistas como los apostólicos, aunque de otra tradición. Y tan española como la otra. Y esa tradición, la de los liberales doceañistas, tildados de afrancesados, era tan castiza como la otra. Tan castiza y tan española, tan universalmente española, como eran castizamente españoles y hondamente universales —católicos— aquellos heterodoxos contra quienes se revolvió en su desasosegada mocedad, y sin querer comprenderlos —y menos sentirlos— Menéndez y Pelayo. Servet, Valdés, Molinos... no eran menos españoles ni menos universales que los más de los héroes de la ortodoxia romana inquisitiva.
Revolvióse Menéndez y Pelayo sobre todo contra los a que en su tiempo de batalla se les llamaba krausistas, fuéranlo o no. Contra ellos dirigió su campaña catalógica de La Ciencia Española. ¡Y qué de mitología hizo! Y va a convenir, ahora que vuelve a enturbiarse la historia de nuestra cultura —y la cultura de nuestra historia—, revisar aquel fecundo e íntimo movimiento espiritual que se llamó el Krausismo. El nuestro, el español, pues el otro, el alemán o el belga, se españolizó, se encastó aquí, pese a ciertos barbarismos verbales que tampoco, por su parte, dejaron de tener eficacia. Más que otros purismos que nada depuraron. “Krause —escribe Cuneo— no era un filósofo de primera talla, pero era el más vecino al instinto español.” A la religiosidad, si es que no a la religión española, añadiría yo. “Los españoles —prosigue el italiano—, que han desenvuelto tanto el sentido de lo humano integral, no podían sino amarlo y seguirlo.” Y agrega que al movimiento krausista de España cabe considerarlo como uno de aquellos casos, frecuentes en los siglo XIX y XX en que los españoles descubren España al volver de su viaje al extranjero.
Es de leer cuanto Cuneo dice en su libro —páginas 274 y siguientes— de la españolidad de nuestro krausismo. Y le llamo nuestro, aunque yo ni fui formado en él ni he leído a Krause más que en resúmenes traducidos. Al que leía, y para aprender en él alemán, era a Hegel. Y a Kant, ¡claro! Esto a mis dieciocho años, y solo, y sin guía. Pero llegué a respirar el aire espiritual krausista, difuso todavía en el ámbito culto, allá por los años de 1880. Y siendo discípulo oficial de los cursos de metafísica de don Juan Manuel Ortí y Lara, de los de que el liberalismo era pecado. Don Juan Manuel llamaba al Ateneo, a cuya tribuna pública yo, entonces pobre oscuro estudiante, concurría, el “blasfemadero de la calle de la Montera”.
¡Qué viva me ha quedado la impresión de aquel ambiente, en que se deshacía la dogmática krausista, y que tan vivamente dejó grabado Clarín (Leopoldo Alas) en uno de sus maravillosos cuentos: Aquiles Zurita! Hay que volver a leer y releer, y paladear y digerir, los escritos de aquel hombre tan profundamente religioso, y comprensivo y sensitivo. Y español. Como no olvidaré nunca mi última visita a uno de los últimos krausistas, a uno de los hombres más nobles, más generosos, más liberales, más universales, más religiosos, más españoles que ha producido España, y que fue Alfredo Calderón, dechado de periodistas. También hay que releerle. Vivía, cuando le vi por última vez, recatado en su casa, sin salir de ella, cerradas las ventanas, rumiando una tragedia familiar íntima y con ella otra tragedia —así suele ser— personal: la de sus creencias. Y recuerdo que me dijo, con una entrañada melancolía: “Amigo Unamuno, no me resigno a la derrota de la metafísica...” Alfredo Calderón, el krausista, no se resignaba a la derrota de la metafísica. Ni a ella se resignaban otros. ¿Metafísica o... metapolítica?
No se resignaban muchos a la derrota —aparente— de la metafísica, o si queremos de la mitología —¿qué más da?—, que animó a la gloriosa, a la revolución de setiembre de 1868, y luego a la república de 1873. República que tuvo sus raíces religiosas en el krausismo español. O mejor, en el liberalismo español. Y no se olvide que el liberalismo ha sido la religión civil del siglo XIX, como lo ha reconocido otro italiano, Croce, que se fijó en cómo nació aquí la santa palabra: liberalismo.
Y ese liberalismo español, el de los doceañistas de la Constitución de Cádiz primero, el de los krausistas de la primera República española, el de Castelar —que no era cabalmente krausista—, era de una universalidad, es decir, de una catolicidad, muy profunda. Y fue otra contorsión de nuestra afanosa grandiosidad española. Quiso ser mucho más que era. España se perdió —si es que se perdió— por osar demasiado. Esto o algo así dejó dicho Nietzsche. ¡Y es otro giro de lo de la afanosa grandiosidad de Carducci
Y que no se nos vengan con haber una tradición única y únicamente castiza. ¡Y... a recordar!
Y aún nos queda tela con Cuneo. ¿Podemos hacer cosa mejor que mirar como se nos mira y se nos ve desde fuera? Porque la leyenda de la España actual se está fraguando fuera de España. Siempre suele ser así. Y los pueblos suelen acomodarse y atemperarse, hasta con rechazo, a los juicios ajenos. Ama aquellos pueblos en que abunden más —como en el nuestro— los resentidos. Que suelen ser remordidos. Mas de esto de la hermandad del resentimiento y el remordimiento, otra vez.
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