Ahora (Madrid), 25 de julio de 1934
Nuestro señor Don Quijote discurrió en la Venta sobre las armas y las letras, movido “a hablar tanto como cuando cenó con los cabreros” —el cenar mueve a hablar; lo sabía Cervantes, pobre soldado y pobre escritor—, y dijo cómo las letras no hacen ventaja a las armas y el ejercicio de éstas en cosa de entendimiento; el fin de las letras humanas, la justicia, y de las armas, la paz, que es el fin de la guerra; predicó contra las armas de fuego, “diabólica invención”, y contra la “desmandada bala disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina”; y al fin de su discurso declaró su pesar de haberse hecho caballero andante “en edad tan detestable” como la de las armas de fuego. Y eso que entonces no se conocía aún la demagógica y anárquica pistola. “¡Acción, acción!”, me dices, amigo, y te burlas de los tinterillos. Y ¿qué eres tú?
¿Tinterillo? ¿Cagatintas? Me lo has oído otras veces; el escritor conciente de su menester debería tener por blasón, por empresa de su escudo, un calamar, su tótem. El calamar se defiende con su tinta, enturbiando el agua en su torno para librarse del enemigo. Es su arma, que también la tinta— la letra— es arma. ¿Menos noble? La nobleza está en el fin para que se esgrima o use. ¡La tinta! Un bichillo, para poner sus huevos y así reproducirse, pica en su corteza al roble, al que se le hincha en verruga la agalla —abogalla aquí—, y de ésta luego hacían los viejos dómines de aldea tinta para la escuela. Todo es defenderse.
¿Qué es eso de la primacía de la espada —y no digo de la pistola— sobre la pluma? ¿De la sangre sobre la tinta? “Se escribe también con sangre”, me dices. ¿Con qué pluma? ¿En qué papel? ¿Con espada y en la tierra nativa? “Cristo no escribió”, agregas. Casi, pues si se nos ha dicho que una vez trazó signos en la arena fue con el dedo desnudo, sin tinta, pero sin sangre tampoco. Y no quiso que se derramara en su defensa al decir: “Todos los que empuñen espada a espada perecerán.” Pero sí: escribió con sangre, con su sangre —la suya, no la de otros— en la cruz. En la cabecera de esta cama —potro— de leño, en que murió de pie, se puso un letrero. ¡Letra! Y allí es donde se le llamaba “rey”. Pero Pablo de Tarso, en quien el Cristo revivió; Pablo, fariseo, hijo de fariseos —lo dijo él mismo—, que se distinguían por su esperanza en la resurrección de los muertos; Pablo —a quien se le representa con una espada, la que perdió camino de Damasco— sí que escribió. Escribió palabras. ¿O es que la letra, si es viva, no es palabra escrita?
“Lengua sin manos, ¿cómo osas fablar?”, reprochó Pero Vermúdez a Ferrán Gonzálvez, conde de Carrión y yerno del Cid. Si; no necesitas recordármelo; me lo sé de memoria. Pero, y las manos sin lengua, ¿cómo osan herir? La letra no es palabra de por sí; la pluma no es lengua. Pero ¿y la espada?, ¿y la pistola? Hay quien hace a pluma y a pincho. O a tiro. La estocada, la puñalada, el sablazo, el tiro, tampoco son, de por sí, palabras. No dicen, sin más, nada. Y ten en cuenta que las plumas hoy no son de ala —de ala de volar—, sino de acero. La pistola es hermana de la máquina de escribir.
Y lo del Caballero; lo de la “desmandada bala disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina”. ¿Qué va a decir de su desmán el pistolero? El tiro acaso no es sino deporte. Y deporte de chiquillo, de menor de edad mental —si es que no también de edad civil—, en esta época de rebelión de la chiquillería. Juego y no más. O no menos. “¡Giovinezza, giovinezza!” ¿Qué es lo que quieres decir con eso? Infantil pedantería de pechuga al aire y brazo tendido. ¿Y la lengua? Balbucea lo más.
Sí; deporte y no más. Jugar a la vida y a la muerte. ¿Poesía o política? Me dices que política poética —creadora— o poesía política —civil—. Sé que conoces el libro La lotta politica in Italia, de Alfredo Oriani, el verdadero “Bautista intelectual de Mussolini, el que le dio el meollo de su doctrina —si doctrina es—, el original teorizante del fajismo. Pues bien: Oriani, al hablar de la decadencia de Italia en la entrada del siglo XVI, en el tiempo de Ariosto, y de Maquiavelo, y de César Borgia —o mejor, Borja, pues español, de casta, era y en España vino a morir—, dice de aquellos dos: “Para la conciencia poética de Ariosto no hay más que apariencias, de las que la única verdad es la belleza; para la conciencia política de Maquiavelo no hay más que combinaciones, de que la única verdad es el suceso.” O sea el éxito. ¡La belleza y el suceso, la poesía y la política! Deporte todo.
Sí, muy bien. Pero no metas en eso a la religión. Con pretexto de catolicidad o de catolicismo. La vida eterna no tiene que ver ni con esas armas ni con esas letras. Ni embrolles a La Ciudad de Dios, de San Agustín, con ese imperio con que entresueñas en tus siestas. La agustiniana Ciudad de Dios no es de este mundo, como no lo es el reino del Cristo. Y no necesita de espadas ni de pistolas. Ni de plumas como la tuya. Deja, pues, de hablar de religión.
Sí; Pablo de Tarso decía: “¡Soy ciudadano romano!”, pero era para defenderse contra los suyos, los de su raza. Como aquí podría uno decir: “¡Soy ciudadano español!”, para defenderse contra los nacionalistas. O españolistas. Y contra fajistas. Y contra intemacionalistas también. Deportistas todos.
¿Desfiles?, ¿paradas?, ¿uniformes?, ¿batallones infantiles?, ¿enseñas?, ¿ademanes? ¡Psch! ¡Manos sin lengua! Desmanes de chiquillería que juega al deporte de la rebeldía. Y del rendimiento. Y luego se espanta “del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina”, que dijo Don Quijote en su discurso de las armas y las letras. ¿ Al disparar o al dispararse ? Porque la máquina arrastra al mecánico y al maquinador. ¡Y si pudiera eso estarse así...! Pero semejantes chiquillos llegarán —si llegan— a hombres... ¿Y entonces? ¡Adiós juventud! ¿Y la España de mañana? ¡Bah! ¡Como no la hagan los tinterillos...! Hacerla es dejarla para siempre soñada, cantada, pintada, narrada, pensada, dicha, sentida, dolida, querida... El Quijote le vale a España muchos Lepantos. “¡Lengua sin manos!” ¿Y cuándo habló con su pluma el Manco? ¿Cual la España eterna?
¡Cómo discurría el maestro!
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