Ahora (Madrid), 9 de noviembre de 1934
Antes de proseguir estas reflexiones actuales cúmplenos asentar ante el envenenamiento inquisitorial —diabólico— de nuestra actualidad española que, como hacemos enquesta (enquisa) y no Inquisición, no tenemos por qué aplaudir ni condenar de antemano sucesos, hechos y personas, y menos desahogarnos en retórica sensacional. No comprendemos al que estudiando a la pantera, por ejemplo, la moteje de desalmada o de malvada. El que explica para juzgar, exculpa, como el que implica para acusar, inculpa. Al decir Jesús “¡no juzguéis!” quiso decir “no acuséis”, que el de acusar, aunque oficio necesarísimo en una república bien ordenada civilmente, es diabólico, ya que diablo (diábolos) quiere decir acusador. Y dicho esto vamos a examinar el aspecto religioso — o anti-religioso, que entra en él— de la última revolución. Que la pasión anti-religiosa es, a su modo, religiosa. Vamos a ver eso de las quemas y destrucciones de iglesias y las matanzas de religiosos. Cuando no se trate, claro está, de iglesias arrasadas o quemadas por razones de estrategia o táctica.
Suponemos que los lectores leerían en el número del 30 del próximo pasado mes de este mismo diario el excelente artículo “El Cristo Rojo”, de don Ángel Ossorio, en que se calaba tan certera y hondamente en la religiosidad —así, como suena— y hasta cristiana de los energúmenos —poseídos— que se entregaban a esos excesos. ¿A qué llamarlos impíos, sacrílegos o blasfemos? A algún cuitado le hemos oído hablar de odio al Cristo y hasta de odio formal a Dios. Paparrucha que acatan pobres imaginaciones diabólicamente enfermas de terror. ¿Que qué es ello? —se preguntará el lector—, ¿desesperación religiosa? ¿desengaño? ¿locura? En un muro de esta ciudad en que escribo se ve trazado con almazarrón este letrero: “La religión es una farsa”. ¿Qué religión? Porque el que escribió eso tiene, dese o no de ello cuenta, la suya; la comunista o la anarquista. “Engañados por predicaciones demoníacas” —dirá alguien. ¿Y cómo no les retuvieron en la otra religión, en la oficial, los predicadores de ella? Tal es el problema.
Cuando oímos que se ha arrasado o incendiado alguna vieja iglesia aldeana pensamos que no la habrían destruido así si en ella se guardaran, como antaño, las tumbas de los padres y los abuelos de los arrasadores. Pero se les echó fuera de la iglesia a los que en ella se les daba tierra sagrada. Y aun fuera del templo, en el cementerio, se acotó un rincón para los tenidos por réprobos. Escribo esto en el día de difuntos, uno de los más propios del cristianismo popular, laico, de nuestro pueblo español, y recuerdo cómo le oí una vez a una madre creyente comentar entre dolorida e indignada el que a su padre, que murió suicida y fuera de la comunión eclesiástica le negaran entierro junto a su mujer —era viudo— la madre de esa madre. Como si el enterramiento fuese un sacramento y no una obra de misericordia. A aquella pobre mujer creyente le parecía aquella ex comunión funeraria una anticipada condena al infierno en que, natural y sobrenaturalmente, la pobre madre no podía creer. Y quiero recordar también lo de aquel alcalde socialista y laico que después de rechazar de un entierro al cura lo presidió él y al dar tierra al muerto se descubrió e hizo descubrir a los demás y rezar un padre nuestro por el alma del difunto. ¿Es que creía en otro mundo? ¿en otra vida? En otro mundo histórico creen casi todos ellos. ¿No predica acaso otro mundo el comunismo? Y en cuanto a lo de la inmortalidad del alma y aun la resurrección de la carne...
Son las mujeres —se dice— las que conservan esa creencia con su culto. Son las madres, y ello es natural. La mujer que ha sentido nacer en sí en sus entrañas a un hombre, cree, inconcientemente muchas veces que de la miserable semilla del cadáver de su hijo sepultado en las entrañas de la tierra madre volverá a salir el hombre mismo. Su fe —inconciente muchas veces, lo repito— en la resurrección de los muertos le brota de su maternidad.
Y no pocas veces se la imbuye a su marido pues como dice la primera Epístola de San Pedro (cap. Ш) los que no fían en el verbo por el trato con sus mujeres se aprovecharán sin verbo. El Cristo resucitado dice el Evangelio que se apareció primero a una mujer y su legado viene por las mujeres. Sobre todo por las madres. A aquella mujer le bastó, según el relato evangélico, oír al Maestro; el apóstol Tomás tuvo que ver y tocar. Una madre conoce a su hijo por el lloro, sin verle ni tocarle, y en las noches de su duelo oye el lloro de su hijo muerto. El hombre creerá en la eternidad del pensamiento, de la historia; la mujer cree en la eternidad de la carne, de la vida.
Y ahora ¿cómo destruyen iglesias? Es que en ellas no descansan ya sus muertos. Los echaron de ellas; y no sólo en cuerpo, si no en espíritu. Ya no se acoje en ellas, en la Iglesia, a todos, absolutamente a todos los que vivieron y viven sea cual fuere su creencia o increencia. Una religión que dice que fuera de ella no hay salvación es que condena a muerte espiritual perpetua a éste o aquél. Establece el infierno como se establece la pena de muerte corporal, por policía. Y de una religión policíaca, diabólica, que se propone ser no consuelo para todos, buenos y malos, sino garantía y estribo de seguridad para el orden civil, social, político y jurídico del reino —o república— de este mundo, de esa religión siente el pobre acongojado por la miseria de este mundo que es una farsa. Ese que escribió lo de “la religión es una farsa”, y que cree acaso en el Cristo Rojo, en el de “a ti te respetamos por ser de los nuestros”, no sabrá acaso —pobre ignorante— todo lo que el Cristo dijo al decir en la cruz: “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que se hacen.” ¿Y quién sabe lo que se hace? Y luego prometió el paraíso a un bandolero que moría a su lado, él, que fustigaba a los fariseos y saduceos a los que el Bautista llamó lechigada de víboras. La religión a que el pobre poseído del letrero rojo llama farsa no es la religión de Cristo es la de los fariseos que creían en otra vida en la que se torturaría a los enemigos de su orden.
Y ahora, antes de entrar en el examen de esta religión, séanos permitido, ya que tenemos noticia de la evangélica pastoral del señor obispo de Oviedo pidiendo perdón para los delincuentes jurídicos, recordar un admirable cuento de aquel admirable pensador y sentidor ovetense que fue Leopoldo Alas, “Clarín”. No he vuelto a leer el cuento desde hace años, pero recuerdo su sustancia. Y es que en una asonada o revuelta entraron unas turbas a saqueo y destrucción en una iglesia y un feligrés de ella encendido en celo —o más bien furor— religioso acudió a su defensa y esgrimiendo un gran crucifijo la emprendió a cristazo limpio —más bien sucio— con los asaltantes y descalabró a algunos de ellos. De lo que quedó orgulloso. Murió luego, y al llegar al juicio individual del otro mundo se encontró con Cristo crucificado que le preguntó si le conocía. Díjole que sí, con encendidas palabras, el cruzado, y como Cristo le preguntara si reconocía los cardenales que le cubrían le contestó que sí, que eran los que habían hecho los impíos judíos deicidas. Y el Cristo que no, que eran las que él, el cruzado, le hizo contra las cabezas de aquellos revoltosos. Y concluía Clarín que le condenó el Cristo al infierno, que no existía antes pero lo creó expresamente para él que tanto se lo había deseado a otros.
Y ahora vamos a examinar la religión policíaca para sustento del orden social del reino —o república— de este mundo, la religión farisaica que ha hecho, que como trágica reacción, se den a las veces pobres energúmenos engañados en su fe a quemar las iglesias en que no descansan ya, en la madre tierra común—aquí del comunismo— los restos mortales de sus padres y abuelos ni descansarán los suyos. Y conste que quien explica, aun el más horrorizante crimen, lo exculpa. Y que comprender es perdonar.
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