Ahora (Madrid), 23 de octubre de 1934
Ayer, 1.º de este mes de octubre, sentí, después del homenaje nacional que se me había hecho y después de la que dieron en llamar mi última lección académica, la íntima necesidad de escaparme de la ciudad, de ir a embozarme en la luz y el aire libres del campo. Y tratar de sacudirme del mito. ¡Cosa fatídica ésta! Nos lleva a cada uno de nosotros el hombre de carne y hueso, el propiamente individuo y lleva al hombre social, público —por modesta y restringida que su popularidad, que su socialidad sea—, y éste lleva al mítico, al legendario. ¿Quién no tiene su mito, su leyenda, aunque contenido en mezquina aldea? El que nos hacen los demás; el reflejado en ese espejo de múltiples facetas, que es la sociedad que nos mira y cree conocernos. Y este mito, que cuando uno alcanza gran popularidad —o impopularidad, que es lo mismo— nos faja y ciñe y aprieta; ¡qué terrible cárcel broncínea es! Más de un hombre público y popular se ha sacrificado a su mito y por no contradecirlo se ha contradicho íntimamente. Contradicción esta última que suele consistir en querer matar las entrañadas contradicciones íntimas. ¡Ay del hombre que se dispone para estatua! En ella se recocerá a fuego espiritual lento como si lo tostaran en el toro de Falaris.
A escapar, pues, siquiera por un día, al fantasma del mito, a la previsión de la fúnebre leyenda y escapar ¿a dónde? Al campo, al campo libre. Y me fui con unos íntimos amigos y el mayor de mis hijos, primero a Béjar, tan henchido para mí de recuerdos y de allí a cruzar la comarca de la Sierra de Francia. ¡Qué paz, qué verdor, qué aire, qué luz! Subimos al santuario de Nuestra Señora de la Peña de Francia, donde nace el río Francia. Otras veces, varias, lo había subido a pie, por escarpada y pedregosa y angosta senda; ahora en coche por carretera. Y arriba el augusto silencio de la soledad cumbrera. Al pie la llanada salmantina, y de otro lado las crestas serranas en cuyos repliegues se esconden las Hurdes. Detrás Extremadura. ¡Qué días de silencioso recojimiento había recojido allí arriba en años pasados! ¡Qué ecos me llegaban del pasado por aquel aire que surcan las águilas! ¡Qué susurros recónditos bajo las bóvedas del santuario!
De allí arriba bajamos a las Batuecas, a ese encantado vallecito, encañada más bien y aun mejor barranco de verdura, donde las cabras pintás (no pintas), toscos entalles troglodíticos en unas rocas, nos dicen de lo que no pasa. ¡Y aquéllos cipreses que señalan al cielo! Cuando visité las Batuecas por primera vez, hace 42 años, aun se alzaban allí unos cedros centenarios, luego abatidos por codicia humana. Volví luego hace 22 años, después hace 14, en que había ya el inevitable álbum, donde he encontrado mi firma. El segundo volumen del álbum lo tiene retenido, como pieza acusatoria, el Juzgado, pues que en él unos atolondrados estamparon procaces necedades políticas. ¡En aquella paz! Y allí, en aquel encantado rincón de las Batuecas descansamos ayer el ánimo “lejos de la enloquecedora muchedumbre”, que dijo el poeta inglés Gray, lejos “del mundanal ruido”, que dijo el nuestro. Mientras me regalaba allí con uva y agua de limón se producía la crisis —¿qué dirán de ella hoy los diarios?— en el Parlamento. Y yo me decía: “¡Qué bien se está en las Batuecas!"
De las Batuecas a la Alberca, a ese pueblo —¡y tan pueblo!— recojido entre castaños, al pie de la Peña. Aquellas casas caseras, de piedra de berruecos serranos y de madera, de madera renegrida por lluvias y por humo de hogares, aquellas casas que abrigan bajo los anchos aleros de sus tejados, un mundo de recuerdos cotidianos, todos iguales. Relicarios de la dulce continuidad de la vida popular. Como el agua que corre por el arroyo de la plaza, no por tubería subterránea. En la portalada de alguna de esas casas, sentado en el umbral, bajo el dintel, sueña el sueño de tras vivir un anciano. Y ve jugar a los niños junto al arroyo callejero. O junto a la fuente.
Nos detuvimos luego unos momentos —que hacen un solo momento— en Miranda del Castañar, a que domina la torre del castillo arruinado. Sobre la torre, como un penacho, crece un arbolillo. En aquellas callejuelas encurtidas de hollín por dentro las casas, en aquellas callejas, al anochecer casi se adivinaba lo que es la vida siempre igual, lo que es la eternidad de la costumbre. ¿Crisis? Comen, beben, trabajan, duermen, sueñan, se reproducen, se quieren —y como condimento alguna vez se aborrecen— y cantan y bailan y se divierten.
¿Qué es eso de la hosca Castilla? ¿Qué es eso de la España negra y de su tragedia de que tanto hemos usado y hasta abusado y no menos que otros el que ahora os dice esto? No; se siente palpitar un resignado contento de la vida que pasa. En general se observa que las primeras necesidades se sienten si no satisfechas —¿quién se satisface?— dominadas. Y las primeras necesidades de un pueblo son comer, beber, descansar, dormir, soñar, reproducirse y... divertirse. Divertirse es de primera necesidad. Y divertirse cada pueblo a su modo. Aunque a veces ese modo parezca un poco bárbaro, sobre todo a los archi-cultos. El regocijo popular le alimenta tanto como el pan y el vino.
He encontrado últimamente buen número de extranjeros que habían llegado a nuestra España obsesionados por una leyenda trágica y que una vez aquí no sólo se han percatado de que en general nuestro pueblo vive, materialmente —según el materialismo histórico— tan bien como otros pueblos que pasan por más afortunados y sobre todo no ya resignado, si no sosegado. Y ello a pesar de los esporádicos estallidos de descontento. ¡Y lo que se mueve y se desplaza en estos tiempos! Hay que contemplar una aglomeración de muchedumbre en un día de ferias, de festejos, de romería, o de... manifestación.
De esta especie de travesía por entre gentes campesinas, de estos paseos por los pueblos retirados de las grandes rutas, recostados al pie de sierras o a la orilla de nuestros ríos nacionales, de estas peregrinaciones saca uno el ánimo aquietado. Y casi se olvida de esas rabias represadas de nuestra guerra civil. Y es que se prueba la paz civil que la sustenta, la paz bajo la guerra. De vuelta a Béjar desde la Peña de Francia y desde las Batuecas y antes de regresar a esta Salamanca me detuve en el Castañar a contemplar la estrellada del cielo de la noche. Allí arriba el Carro, la Bocina, la Silla de la Reina… —Osa Mayor y Menor, Casiopea...— y todas las otras constelaciones que sirven de fondo a las revoluciones de los astros de nuestro sistema solar. ¡Revoluciones! Y vuelven siempre a lo mismo.
Y ahora, ya en mi casa de la ciudad, a enterarme del curso de la crisis y de los rumores de venidera revolución y pensando: ¡qué bien se está en las Batuecas!
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