Ahora (Madrid), 14 de junio de 1934
Bueno; ¡esto de tener, amigo mío, que articular, que ensamblar palabras —¡y escritas!— para escribir un artículo! ¡Palabras en libertad!, dijo el pobre Marinetti, el hoy ex futurista. No supo bien lo que quiso decir, si bien quiso decir algo y aun algos. Mas ¿quién sabe lo que quiere decir? Basta con que sepa aludir. Pues ya conoce usted el cuento de aquel borracho que, ya cerca de la madrugada, llegó a su casa perdido y se negaba a dormir la mona al arrimo de su pobre mujer, que le instaba a acostarse. (Y aaa para evitar un que.) Ella: “¡Pero, hombre, por Dios, acuéstate!”; y él: “Si no me lo dices en latín, ¡no!”; y ella, maternalmente, resignada: “Maritus, acostátibus!”; y él: “No es latín, pero alude...”, y se acostó. Así se acostaran tantos que le andan buscando cinco pies a la autenticidad y durmieran la mona intelectual. ¿Intelectual? Bien, ¡pase! Baste aludir, baste el hacha.
“¡Basta el hacha!”, que dijo Hermes —o sea Mercurio— en uno de aquellos Diálogos de los muertos, de Luciano; y es consejo hermético —o mercurial— que le recomiendo. Y fue —verá usted— que como estuviesen Caronte, el barquero del Infierno; Menipo, el cínico, y el dios Hermes (Mercurio) aforando las ánimas —o sombras— de los que se iban al otro mundo, al llegar el filósofo con sus barbazas crespas y grasientas, le mandó el dios que se las quitara; replicó él que quién se las raparía, y Hermes, que lo haría Menipo con un hacha de carpintería de ribera, afilándola en la pasarela de la barca. Y Menipo: “No, Hermes; si no, dame una sierra; será más chistoso.” Y Hermes, sentenciosamente, áticamente y herméticamente: “¡Basta el hacha!” “Ho pélekys hikanós”, por si usted se quiere lucir a mi cuenta.) O sea: “¡No hay que pasarse!”, y téngalo usted en cuenta, amigo mío, para no aserrar las barbas a su público. Aunque ¡como ahora no las gastamos sino unos cuantos rancios y otros cuantos extravagantes...! ¡Ah!, y no haga caso si alguien le va diciendo que hermético no viene del dios Hermes, sino de un incierto filósofo egipcio que se supone vivió en el siglo XX antes de Cristo, pues el tal alguien será uno de esos sujetos que acostumbran consultar manuales —para ellos, pedales— etimológicos y enciclopédicos. Quedemos, pues, en que basta el hacha.
Pero un hacha bien afilada... Aunque a fuerza de ¡vivas! se llegará a enfurtir y abatanar la república. La palabra, quiero decir. O sea la “erre-e-pe-u-be-ele-i-ce-a”. Y quedará hecha un guante para cualquier mano, derecha o izquierda. Y hasta para los pies.
Mas ¿no le oye usted?; ¿no le oye cómo se revuelve contra este abuso del ingenio ese pobre que no puede usar de él? Ingenio..., ingenio... “Engeño”, decía Alfonso el Sabio. Ya sabemos a qué Alfonso se le llama así. ¡Ingenio! Le hay de encuadernador. Y le hay de azúcar. Y qué falta hacen ingenios o, mejor, trujales para estrujar tanta ramplonería, tanta sandez, tantas emociones, tantas vibraciones... Emociones y mociones y lo que por acá llaman las gentes del pueblo “moviciones”. Moviciones son las que salen de los mítines, metingues o potingues. Ingenio, sí, y hacha de carpintería de ribera para ver de acabar con tanta superstición.
¿Que me burlo? ¿Y cómo no? ¡Eso de hacerle tragar a la parturienta una cintita de papel en que va impresa una piadosa jaculatoria en latín y que no se quede en movición el parto...! O el colgar del cuello de los niños una bolsita con lentejuelas monjiles que guarda un trocito del Evangelio, ¡también en latín...! Pero luego se le coge a una pobre criaturita, se le toca con un gorro frigio y se le emboza en una banda rojigualdimorada… Total, ¡pata! ¡Jugar así con los niños! ¡Jugar a los niños! Como si no bastase el que se les meta luego en el potro de la pedagogía... Y llegará día en que: “Decidme, niño, ¿sois republicano?” —o monárquico...; ¿qué más da?—. ¡Pobres niños, pobres niños, pobres niños!
Pero voy a enternecerme —tengo nietos—, y enternecido se afila mal el hacha. Porque hay que estarse a afilarla de contino; no basta cortar con ella. Como hay que segar y afilar la hoz, pues el que sacrifica lo uno a lo otro no saca su sueldo al acabarse la jornada. Aunque cabe —como tiro a hacer aquí— cortar y afilar a la vez. Las cosas que se le ocurren a uno —y a otro— cuando lee las reseñas de esos mítines de derecha o de izquierda, de renovación o de revolución, de volver a Recaredo o al 14-IV-31 u otro camelo así. Sí, volver a cualquier tiempo pasado —“cualquier tiempo pasado es mejor”, repito repitiéndome—, a cualquier tradición y hacer… ¡el oso! O el tejón o tasugo... en vascuence. Traduzcamos tejona o tasuga, ya que en vascuence —la lengua milenaria (es epíteto consagrado) de mis antepasados todos (en cuanto llegan mis investigaciones genealógicas)— no hay género gramatical, masculino y femenino, y se le llama metafóricamente “azkonarra” (con su ka y todo para pronunciarlo heterográficamentej, tejón, a lo que en castellano ¡zorra, o golfa o coima u otros tantos nombres! Y lo que han hecho el tejón tantos hombres públicos, más o menos zorros... Quedaba afeitarlos o legrarlos como a un odre, para hacer con su pelo, como con el del tejón se hace, brochas de afeitar.
Con pelo de cabra —resisto el tiro a traer a cuento el cabrón y el cabrito— se hace astracán. ¡Y qué de astracanadas cabe hacer manejando el hacha hermética! Para lo cual... ¡afilarla! Y si los ojos se nos empañasen de lágrimas al ver ciertas cosas o en horas abismales de nuestra vida íntima, casera, cuando se nos estremecen las raíces cordiales del ingenio o cuando sentimos toda la entrañada y triste miseria de la vida nacional pública, entonces dejar por un rato el hacha, enjugarnos los ojos con el dorso de la diestra, volverlos al cielo, tomar huelgo y volver a empuñar el arma. Que, bien manejada, basta. Y en cuanto a la sierra, dejémosla a los que se tienen por revolucionarios. Sierra que no es más que un cuchillo mellado. Y cuchillo de cuarzo, de cavernícola. Piedra de rayo, que le dicen. Y el cavernícola actual, por progresivo, futurista y revolucionario de izquierda que sea, no suele ser sino un niño de salto atrás, lo que llaman los evolucionistas un caso de “involución”, un retrasado mental, en fin, que, a falta de rolla, se ve perdido. Es de leer lo que acostumbra escribir. No escribe palabras, sino garabatea balbuceos. Y más que silabear, salivea espumarajos, cuando no escupe mueras. Y toda su sierra —hoy hoz moscovita mellada—, al aserrar, sólo le sirve para procurarse aserrín de rebozarse la mollera. Aunque su cabeza sea más bien una olla ciega vacía —a lo más, de grillos—, empeñada en hacerse olla podrida. Mas, después de todo, allá se peleen y se las pelen con los zánganos zangolotinos del fajo ése. Y basta de fantasear, pues no es serio. Lo serio es pensar. Se fantasea con metáforas —traslados— vivas; se piensa con esqueletos de metáforas, con trastos, ya inmuebles, que de traslados sobraron.
Donde no baste el hacha, un corrosivo. Sierra, ¡no! Ni lima. Mejor, mordiente. Química y no mecánica. Pero ¡a afilar el hacha de Hermes, el ingenio; a afilarlo! O “engeño”, como se decía —según tradición escrita— en tiempo y lugar del único monarca de Castilla que mereció el apodo de Sabio. Sabiduría de prestado, por cierto. ¡Y cara que le costó! Que a él también hizo San Pedro raparle las barbas cuando pasó al otro mundo. Digo..., no sé si las gastaba en éste... Y basta de hacha.
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