Ahora (Madrid), 7 de junio de 1934
Le decía a Teixeira de Pascoaes, desde aquí mismo, amigo Marañón, que prefiero a las conferencias estos diálogos con el lector, aunque éste se calle respondiéndome con su silencio. Y no oírle el impertinente: “¡No estoy conforme!” ¿Pues esto qué importa? En la oratoria no se comulga con el público. ¿Y qué diríamos de estas grotescas conferencias de controversia a que eran tan aficionados los comunistas y sus parejos? ¡Horror! Porque esto ni discusión es. ¿Polémica? ¿Debate? El uno truca, el otro retruca, y a las veces resuélvese todo en retruécanos. Tales como “¡Viva el rey!” o “¡Viva Cristo Rey!”, “¡Viva la República!”, “¡Viva la revolución!”, “¡Viva el fajo!” Y así por el estilo. Uno pregunta a las veces, y responde el respondón y no el responsable.
Y hete aquí que cuando volvía a rumiar estos pensamientos me encuentro en su libro Las ideas biológicas del padre Feijóo, un pasaje en que usted, mi buen amigo, me alude, y que dice así: “Es cierto que Feijóo tenía lo que yo he llamado, refiriéndome a nuestro Unamuno, el espíritu de contrapelo, que no es lo mismo que el proverbial espíritu de contradicción. Antes bien, el contrapelo es con frecuencia un modo áspero, pero muy eficaz, de estar de acuerdo con el otro dialogante. Representa en la relación humana lo que muchas veces significa en la religión la heterodoxia, es decir, inquietud vehemente de creer y de querer más allá de lo formulario. Esto no siempre se interpreta así.” Bien; y porque no siempre se interpreta así, vamos —vamos, ¿eh?, y no voy— a comentar el pasaje.
¡Espíritu de contrapelo! ¡Espíritu de contradicción! Lo que me recuerda otra categoría —es decir: acusación— que tampoco suele saberse interpretar, y es la paradoja. De ellas está lleno el Evangelio. ¿Contradicción? Es que hay la que podríamos llamar autocontradicción, al contradecirse a sí mismo. Que es un modo de libertarse, de librarse del propio pensamiento. Y de librarlo, en el sentido de parirlo. ¡Terrible libramiento! Que a las veces se aplica uno a sí mismo los fórceps. Y en todo eso, uno se libra de él, lo libra, matándolo en sí. Que el nacimiento es muerte. El pensamiento vivo es algo desenmarañadero. ¡Eso de devanarse el seso...!
¡Contradecir! Pero contradecir, decir en contra, al encuentro, no es siempre decir lo contrario. En textos latinos, “contra”, así sin sustantivo siguiente, hay que traducir a las veces por: “respondió”. Dice el uno frente al otro, en contra del otro, a su encuentro, muchas veces lo que éste, el otro, se decía, pero con otras palabras. “Contra más me replica más me afirmo” —me decía uno. Y esto es lo propio de la dialéctica, que como usted sabe, amigo mío, es cosa de diálogo. De diálogo y de dialecto.
El verdadero dialecto, o sea lengua de diálogo, de encuentro —y de contradicción—, es individual. Cada uno de nosotros, cuando es él, y no un cacho de muchedumbre, tiene su habla propia, que está creando y recreando de continuo. Porque lo otro, el lenguaje de esos que hablan ortográficamente y que huyen de ciertas palabras corrientes como huyen de cortar el pescado con cuchillo de acero, eso ni lenguaje es. Aun que suena por bocina. (Y a propósito: Una vez me consultaron dos sujetos, después de una apuesta, si debía escribirse bocina con b o con v, pues uno suponía que deriva de “boca” y el otro de “voz”, y tuve que responderles: “¡Pues, ni de boca ni de voz, sino de... cuerno!” De cuerno de buey (“bous”) de que se hacían bocinas.) No, lo que no es dialecto individual, de diálogo, ni es lenguaje siquiera. Lenguaje hablado, quiero decir.
Usted sabe tan bien como yo, amigo mío, que en alemán al dialecto se le llama “Mundart”, es decir, “modo de boca”, y estaba muy en lo cierto Fritz Mauthner cuando escribía: “Mientras no hubo lengua escrita alguna, no hubo más que dialectos (Mundarten)”. Vino la escritura y asestó el primer golpe mortal a los dialectos; luego vino la imprenta, y otro golpe; después ha venido el periodismo, tan trascendental como los dos otros pasos, ¿y... qué traerá? Acaso una resurrección de los verdaderos dialectos, de las lenguas individuales y personales. Por lo menos no hay sino estudiar la lengua de aquel formidable periodista que fue San Pablo, anterior a la invención de la imprenta. ¡Qué dialecto el dialecto pauliniano, el de sus epístolas inmortales, henchidas de paradojas, de contradicciones —confesadas muchas— y de contrapelos! Se comprende que escandalizase tal dialecto a aquel pobre cardenal ciceroniano y demosteniano y crisostomiano que pensaba —si es que pensaba— en letra y no en espíritu.
Relaciona usted el contrapelo, hijo, como le digo, del dialecto y del diálogo, con la heterodoxia. A su vez la heterodoxia está emparentada con la paradoxia. “Una manera áspera, pero muy eficaz, de estar de acuerdo con el otro dialogante.” O acaso de estar en desacuerdo consigo mismo.
“Esto no siempre se interpreta así.” Y menos por los creyentes dogmáticos, de decreto —“dogma” quiere decir originariamente decreto y no doctrina—, y por los políticos de partido, de disciplina de partido, esos pobres chicos que carecen de dialecto y hacen como que piensan en programa. Y lo peor es cuando llegan a cierto grado extremo de macidez —lo propio del hombre macizo, de masa—, que no se les alcanza todo el valor de esos dos adverbios de incredulidad o escepticismo —no registrados como tales en las Gramáticas—, y que son: “¡Qué va!...” y “¡Hombre!” Dos adverbios, uno de formación recientísima, de los dialectos individuales, de los verdaderos dialectos, que apenas si han pasado a la lengua muerta, la gramatical, la escrita, como no sea en algún diálogo teatral. Ni recuerdo haberlos oído en el Parlamento, donde alguna vez se cuelan los dialectos, aunque el lenguaje parlamentario, el de los debates, tenga muy poco de dialectal. Ni aun con las interrupciones.
Vea usted, amigo Marañón, cómo se enredan las cosas. Y al decir cosas quiero decir palabras, pues en el reino —o si quiere usted en la república, pues no vamos a reñir usted y yo por eso— del espíritu no hay más cosas, esto es: causas, que las palabras. Y otra cosa, y es que este andar hurgando y zahondando en mi propio y personal dialecto, en el que, con la materia común, me estoy formando y reformando y trasformando arreo, esto es lo que me lleva a lo que usted llama el contrapelo. Sobre todo cuando doy —¡y son masa!— con los que no han soltado el pelo de la dehesa. De la dehesa religiosa o de la política. Y que se les antoja que profesar un credo es abrigar una creencia. Y vea por qué prefiero escribir en lengua hablada a hablar en lengua escrita.
Y tal se va poniendo todo, que ya no me cuido si no de salvar mi propio dialecto personal. Usted me entiende y me entienden muchos de los que dicen no entenderme y les queda otra: no entenderse a sí mismos. Ahora lo derecho, lo del gran periodista San Pablo de Tarso, que en su poderoso dialecto personal greco-judaico, pauliniano, se confiesa hombre de contradicción y: “Miserable hombre de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” Y a nosotros, mi amigo, ¿quién nos librará de esa masa de incomprensión y de programas? Masa en que uno se derrite, se liquida... ¡Quién pudiera hendirla solo y… sólido! Y traigo aquí esta preciosa acepción popular de “sólido” en el sentido de señero o solitario— una casa “sólida” por “ensenta”—, porque el Diccionario manual e “ilustrado de la lengua española” de nuestra —usted y yo somos de ella— Academia la califica de... ¡barbarismo! ¡Así prendieran tantos así! Y, por de contado, tampoco trae “ensento”, sino exento, que es lo culto. ¡Más... poder librarse de la liquidación en la masa, poder mantenerse sólo, señero, ensento y sólido! Gracias al barbarismo.
Y por esta vez no podrá usted decir, me parece, que le vengo a contrapelo. ¡Más al pelo que viene esto...! Esté-le, pues, bien.
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