sábado, 16 de diciembre de 2017

Puntualizando

Ahora (Madrid), 29 de marzo de 1934

Puntualicemos. Mas antes no estará de más que, a imitación de prólogo cervantino, contemos la historia de aquel loco que dio en el tema de puntualizar las oes —u os—. El cual, pues había sacado, de nacencia, un hipo a poner los puntos sobre las íes —o is—, se encontró, en cuanto hubo aprendido a leer y escribir, con que casi todas las is, sobre todo las impresas y minúsculas, llevan sus puntos, están en punto y sólo se salen de él las mayúsculas, a las que no se les puntúa. Pero cayó en la cuenta de que las os se cierran a todo punto. Y de aquí vino a dar en la manía —al parecer, inocente— de puntuar, y en su centro, a las os. Servíanle a diario la “Gaceta” oficial y se pasaba el día poniéndoles a las os un puntito en el centro. No había llegado aún a ponérselo, en sus espacios cerrados, a las as, bes, des, es, ges, pes y qus. Como era natural, no se enteraba de lo que la “Gaceta” decía ni le importaba, y en rigor olvidó a leer, lo que se llama leer. No le interesaban más que las os. “¡Hay que puntualizar!”, decía, pues no había olvidado a hablar.

Y ahora, ¿qué se puede hacer de un hombre así? Tratar de curarle de su tema sería peor que trabajo perdido. Mejor encauzar su chifladura por cauce de verdadera utilidad publica. Pública, ¿eh?, o sea republicana. Hacerle, por ejemplo, que se dedique a la educación cívica —laica, por supuesto— y que escriba un catecismo republicano. En el que podrían figurar cosas como éstas: P.—Decidme, ¿sois republicano? R.—Sí, por la gracia de la Constitución. P.—Y ese nombre de republicano ¿de quién lo hubisteis? R.—De la República, nuestro régimen. P. ¿Y qué es la República? R.—Eso no me lo preguntéis a mí, que no soy más que elector; diputados tiene en la Cámara soberana el partido que os sabrán responder.

Y qué falta está haciendo un catecismo así que puntualice los conceptos —o lo que sean— políticos en curso. Por una parte, lo de la sustancialidad o accidentalidad de las formas de gobiemo y el misterio inefable de la transustanciación mística de la soberanía. Y lo de la juridicidad. Y, sobre todo, lo de la esencialidad. O sea las esencias republicanas. O monárquicas, es igual. Y luego las quintaesencias; como quien dice triple agua de Colonia. O alcohol puro. Todo lo cual es más o menos traducible de un dialecto político a otro. Cuando un tonto catecúmeno aprende dos o más lenguas, además de la suya de nación, aprende a decir sus tonterías en otras tantas maneras. Así, tonterías católico-monárquicas, o cristiano-democráticas, o laico-republicanas, o ateo-comunistas, o pagano-fajistas... O las casi infinitas combinaciones que caben entre las llamadas ideologías políticas. En las que no hay ni ideas ni lógica.

Por ahora, lo que más urge es puntualizar eso de las esencias. A los que hemos ejercitado nuestras entendederas en estudios filosóficos y, lo que es más grave, filológicos, eso de la esencia nos trae aparejada la existencia, y hasta la subsistencia. Y nos da que presumir si eso de la esencialidad no será existencialidad. En esto de definición o puntualización de la república, lo más claro y concreto que hemos oído es aquello de “nuestra república”, la que hemos hecho por nosotros y para nosotros. Ese posesivo “nuestra” sí que es preciso. Sólo que ésa no sería ya república, “res publica”, sino “res privata”, reprivada o cosa privada. La esencia de la república para uno de esos sería su privatividad. O lo que dijo aquel otro de que la república de esta Constitución no será “la” república; pero es república, una república, añadiendo que la otra, la de los otros, era cada vez menos república, esto es, cada vez menos de ellos. Esto sí que es hablar claro, existencial y no esencialmente.

Y al que crea que me burlo no tengo sino remitirle a un ensayo titulado “Fulanismo”, que publiqué hace ya años, y figura en uno de los tomos de mis “Ensayos”, en el que sostenía que un hombre, un caudillo, un jefe político, es una idea mucho más clara y mejor definida —o acaso mejor indefinida—, mucho más fecunda que un programa ideal. Don Antonio Maura dio una acabada definición de su maurismo cuando dijo: “Nosotros somos nosotros.” Más hondo fue lo de Don Quijote: “¡Yo sé quién soy!”; pero la desgracia fue —¡pobre de él!— que los demás no sabían quién era. En la Argentina le preguntaban hace unos años a un sedicente y apellidado radical qué era el radicalismo y respondió: “Los de don Hipólito Irigoyen.” Como si aquí, preguntándole a algún gallego qué era eso de la Orga, hubiese respondido: “Pues es un partido de organistas regionales que en escuadra siguen a compás a un organero.” Y en el griego clásico, en Tucídides, por ejemplo, cuando se habla de un jefe de opinión —a las opiniones o partidos políticos les llama Tucídides “haireseis”, o sea herejías —se le designa con este circunloquio: “los en torno a Cleón”. “Los en torno a Cleón” quiere decir Cleón mismo en cuanto hombre de acción política. Como si aquí dijéramos: “los en tomo a Lerroux” o “los en torno a Gil Robles”.

Porque ¿qué es, después de todo, una revolución y qué una restauración? Pues la sustitución de unas personas por otras. Pues nadie que viva en serio y sepa observar lo que en su alrededor pasa va a hacer caso de esa grandísima vaciedad de “vieja política”. La política no envejece en la historia. Como no envejece la digestión en la especie humana. Y si se puede hablar de vieja fisiología, no se puede hablar de vieja digestión. Y en todo caso ha de haber más dispépticos entre los fisiólogos que entre los aldeanos analfabetos, que no saben qué es eso del ácido clorhídrico. Tucídides y Maquiavelo sabían de política tanto como sepan los sociólogos de hoy. No, nada de eso de “procedimientos de vieja política” o “habilidades de antiguo régimen”.

No envejece la política. Los que envejecemos somos los hombres; los que envejecen son los políticos. Y además, se mueren tarde o temprano, porque se gastan. Y a esto, y no a otra cosa, se deben las llamadas revoluciones. Que no suelen serlo. Porque las verdaderas revoluciones, las hondas, las que no se cifran en ese embuste de que de la noche a la mañana, merced a una votación en Cortes, un Estado deje de ser de esta confesión para hacerse de tal otra —pues todas ésas son confesiones— esas verdaderas revoluciones no las hacen los hombres, y menos los de acción, sino que las sufren los hombres, y más los de pasión. Y la misión histórica de estos últimos, de los hombres de conocimiento de pasión y pasión de conocimiento, es reconocer esas revoluciones y proclamarlas. Y denunciar a los orates que se dedican a puntualizar las os. ¡Ah!, y a poner motes a los de enfrente.

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