Ahora (Madrid), 13 de febrero de 1934
Vamos a hilvanar unas notas, para irlas luego desarrollando por separado, sobre eso que nuestro José Ortega y Gasset ha llamado la rebelión de las masas. De las masas del hombre-masa, como él dice. Larra (Fígaro) le llamó, en un célebre articulo, hombre-tierra. Otros le llaman de cemento. Nosotros le llamaremos macizo —en italiano “massiccio”—, de masa y no de maza. Aunque también de ésta. Pues sirve contra los adversarios de mazo, o de mano o majadero de almirez. Sobre todo de majadero. Hombre sin personalidad, pero con terrible individualidad indiferenciada; atómico. El hombre-máquina de Lamettrie, el materialista. Como buen majadero, maja al adversario, pero a su vez si le golpea suena a leño, a macidez. Carece de contradicciones y de polarizaciones íntimas. El hombre del Renacimiento, en cambio, el del humanismo, cuando se estaba descubriendo la personalidad humana era contradictorio y no de una pieza. Y así el del liberalismo, el del verdadero y hondo individualismo, o mejor personalismo.
Y hay el hombre fluido, el de la verdadera clase media —sobre todo en el sentido cultural—, la clase mediana y medianera. Su medianería salva a la civilización. El hombre macizo se estrella en la fluidez del otro. No sirve golpear, batir al agua. El agua no se maja. ¿Que pesa más? ¡Quiá! El hielo, macizo, pesa menos que el agua liquida, pues que flota en ésta. El agua es, a la vez que más pesada, más corriente que el témpano. Y cuando se intenta cuajar, fajar al agua, el resultado es fatal. No cabe hacer falange de la guerrilla. Envencíjese un haz de trigo con vencejo de centeno y pronto el haz, el fajo, se desvencijará. Es como cuando con otra metáfora —¡qué perturbadoras son!— se dice de una masa humana, de hombres macizos, que fermenta, y es que fragua. Sólo fermenta lo orgánico, no lo mecánico.
¿Temor a la rebelión de las masas de hombres macizos? No hay por qué temerlas mucho. El hombre sin personalidad no es lobo, sino borrego, para los demás hombres. Al rebelarle es tan rebañego, tan borreguil, como al someterse; más acaso. Su rebelión es una sumisión. Los mismos que se rebelaron el 2 de mayo de 1808 eran los que gritaban: “¡Vivan las cadenas!”; los borregos paraguayos de Rodríguez Francia fueron luego los borregos heroicos que bajo Solano López defendieron su patria como leones.
Hace poco hacía notar un diario nuestro cómo “lo que menos podía esperarse” era “que las primeras dificultades le vinieran al hitlerismo del lado de los fieles de las iglesias que viven en Alemania y no de los socialdemócratas o los comunistas”. Y añadía: “¿Serán los hombres religiosos los que al luchar por la libertad de conciencia luchen también en pro de la libertad política y resquebrajen y dividan la unidad del Estado totalitario?” ¡Pues claro, hombre, pues claro! “He aquí una paradoja”, agregaba. ¿Paradoja? Así suele llamarse a las hondas y más certeras sentencias. Lleno de ellas está el Evangelio, y más San Pablo. Y por esto con tanta frecuencia cuando se oye decir: “Eso es el Evangelio”, se trata de una paradoja y no de un tópico o lugar común.
La rebelión de la conciencia, que no es maciza, que no es de masa —la masa, como tal, carece de conciencia; no hay conciencia de masa—, es la rebelión duradera y fecunda, la rebelión orgánica y no mecánica. La masa humana a la que se le hacen creer que por acción maciza —frente único o como se le llame—, a golpes de ariete, es decir, a topes de carnero, ha de imponerse, elevarse, mejorar, diferenciarse, o sea dejar de ser masa, resulta que empeora. Si acabaran las llamadas clases sociales, esas míticas clases, para hacerse una sola, ésta viviría peor. Y se produciría un fenómeno parecido al que en física se llama entropía, la cesación de la energía por su nivelación. Todos los átomos, los individuos humanos, de esa única clase social maciza, se agotarían. Los que se quejan de vivir mal, por creer que otros viven mejor, al igualarse con éstos se encontrarían con que todos, incluso ellos, vivirían peor que antes.
El modo de mejorar, de elevarse, de diferenciarse —y luego de integrarse— esas masas humanas, de dejar de ser masas, de que cada uno de sus sujetos —individuos— llegue a personalidad, es muy otro. Y un error más grande es el de creer que la agricultura se presta hoy en España al colectivismo más que la industria. Si se entregara la tierra, no la de los llamados latifundios —que fueron ya—, a los campesinos, éstos, que no saben —y muchos ni quieren—trabajarla, la devastarían, convirtiéndola en un yermo. No se distribuiría mejor la riqueza, sino que se acabaría con ella. Porque cuando se habla de jornales de hambre se calla que ella, la tierra, no da más; ni las rocas pan. Y lo poco, no por la masa. Y lo demás son mitos y fantasías agrario-transformistas de sociólogos urbanos.
Pero si en algo es fatídica esa tendencia a la acción —mecánica y no orgánica, de choque sólido y no de infiltración liquida— de masa, es en el aspecto intelectual o cultural. Lo que más nos aterra de las predicaciones de los conductores de masas es su tremenda vaciedad. No discutimos sus doctrinas ni los fundamentos de realidad que puedan tener, pero ¡qué ramplona, qué estúpidamente las exponen! ¡Que sean lo istas que quieran, pero con inteligencia, con inteligencia! Prediquen socialismo, o comunismo, o anarquismo, o fajismo, o absolutismo, o tradicionalismo, o capitalismo, pero con sentido y con entendimiento. Predíquese, por caso, la pura violencia, el voluntarismo puro, pero con inteligencia, con sentido de violencia y de voluntad. Para predicar la brutalidad, por ejemplo, no sólo no basta ser bruto, sino que estorba. Hay que ser brutalmente inteligente, o si se quiere, inteligentemente bruto y no tonto. Los himnos a la violencia que lee uno por aquí de vez en cuando suenan a mentecatez. El mazo o porra verbal con que dan, su majadero, no ya no es macizo, no es sólido, si no que ni es líquido, como el de un chorro, si no que es y... no, tampoco gaseoso... es como una columna de humo. A las veces, como el arco iris que no sostiene nada.
No, no, amigos liberales —de veras liberales—, no hay que temer demasiado a la acción de choque de una masa de hombres macizos, al rebaño de carneros, pues serán los primeros en rendirse. Ved lo que ha pasado en Alemania y antes en Italia. El carnero, al dar contra el muro, se rompe la testuz. Y es peor cuando, mirándose en la corriente del río o en una charca, se le ocurre embestir contra su imagen, tomándola por su adversario.
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