martes, 5 de diciembre de 2017

Debates políticos

Ahora (Madrid), 31 de enero de 1934

Aunque este comentador —¡presente!— sienta alguna aversión al espectáculo —no al deporte— del fútbol, a las veces se detiene ante las informaciones gráficas, las instantáneas, de sus momentos. Y no logra darse cuenta del paso. Lo que no le ocurre tanto cuando contempla las de las corridas de toros, y eso que nada tiene de aficionado. El toreo se le presenta más escultórico que el futboleo, acaso por ser más estático, menos cinemático. Y es que repasando cada una de las instantáneas que componen la serie de una cinta cinematográfica ¿cabe darse cuenta del movimiento? Sabido es que la realidad sentida, la que podríamos llamar psíquica —o acaso histórica— no es la física. En una rueda en rápido moverse no vemos los radios, y un bólido nos da una línea. La objetividad para nosotros no es la de un registro estadístico. Y en cuanto al cambio o progreso hay que recordar lo de Leopardi de que “naturaleza marcha por tan largo camino que inmóvil nos parece”.

Y aquí cabe, a modo digresivo, recordar lo de aquel objetivista que huyendo de toda arbitraria convención humana y pareciéndole una de ellas la escritura, pretendió aprender a leer un relato en el trazado del disco de un fonógrafo, provisto de una fuerte lupa. ¡Esa sí que era escritura científica, objetiva, natural! Y este mismo objetivista proponía que al niño, al llegar a los cuatro años, se le hiciese estudiar historia crítica comparada —en películas— de las religiones todas positivas y negativas para que pudiese, libre de prejuicios, escoger entre ellas la que mejor se le acomodase, respetando así su conciencia. ¡Nada menos que todo un pedagogo el objetivista aquel!

Estas reflexiones o, si se quiere, fantasías se le ocurren al presente comentador cuando se para a considerar los juicios que acerca de la marcha de nuestra historia sacan los que se fijan en cada una de las instantáneas de su proceso. Repasando la serie de las actualidades, pretender deducir el proceso. Y de aquí una visión grandemente deformada del camino que vamos recorriendo, una visión cinematográfica.

Hay mucho, muchísimo de error en el sentimiento de que estamos experimentando enormes cambios en la constitución íntima de nuestra comunidad española. Todas estas aparatosas tempestades no pasan de la sobrehaz del oleaje. Como en la mar, la hondura permanece quieta. Y de aquí el que se tome por movimientos de reacción lo que no es más que la afloración de lo permanente. Toda esa tan pretendida cuanto cacareada revolución no ha sido, en su mayor parte, más que ventolera sobre el haz de las aguas, levantando no poca espuma. Ni siquiera lo de aquella vigorosa metáfora del gran poeta catalán —o valenciano, que entonces era igual— Ausias March cuando decía: “Bullirá el mar como pote al fuego” (com pot al foc). Porque aquí no ha bullido o hervido nada. Pues hasta las consabidas quemas lo fueron en frío y en deporte cinematográfico más que en pasión. Humo.

Cuando se oye decir que estamos experimentando un cambio radical en la constitución íntima de nuestro espíritu público, de nuestra civilización, lo ponemos muy en duda. Cuando haya pasado tiempo para mejor perspectiva —de aquí a un siglo, por lo menos— es muy probable que se vea que este giro —este recurso— de la llamada postguerra ha sido menos profundo que el de la Gran Revolución, la francesa o napoleónica, y menos que el del Renacimiento. Y desde luego, muchísimo menos que el de la Reforma en sus dos caras, pues que la llamada Contra-Reforma era su otra cara, ya que se dio lo que el cardenal de Cusa —antes que Hegel— llamó la coincidencia de los opuestos. Lutero —o mejor, Calvino— e Iñigo de Loyola son como el lado cóncavo y el convexo de una superficie esférica. Según se mire desde dentro o desde fuera. ¡Aquél sí que fue —el giro o recurso de la Reforma-Contra-Reforma— profundo y sustancial! Entonces fue cuando la fe religiosa se hundió en las honduras de una civilidad puramente humana. Y la Humanidad se encontró sola. Junto a aquella catástrofe —de un lado y de otro— ¿qué significan todas las cuitadeces del ridículo laicismo y del no menos ridículo eclesiasticismo y la hinchada vanidad de los que repiten la insondable tontería de que la religión —¿cuál?— es el opio del pueblo?

“¡Estamos viviendo una época inmemorial!”, se oye decir. ¡Qué gana de darnos importancia! Siquiera de espectadores, ya que no de actores. En este rincón —en mucha parte, remanso— de la gran corriente central que está erosionando el suelo de esta Europa hecha por el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, no es de creer que vayamos a darle inmemorialidad a nuestra época con nuestras mezquindades y rastrerías; entre éstas, las de esas funciones de variedades a que se llama debates políticos, que ponen al consabido régimen en posición incidental. Siguiendo en los diarios el curso de esos debates deportivos y cinematográficos, se da uno cuenta de que no hay cambio alguno sustancial en nuestra política desde hace cincuenta años, desde los tiempos del típico Romero Robledo. Y este comentador —¡presente!—, leyendo las reseñas de las sesiones de Cortes—que son instantáneas y como gacetillas o croniquillas—, cree contemplar no momento de escultórico y asentado toreo, sino de contorsionado futboleo. No cuadrillas castizas, sino equipos traducidos; no estocadas, ni quiebros, ni pases de muleta, sino pelotonazos, y coces, y empellones, y hasta cabezadas. Y a la cuenta de esta diferencia ayuda la actitud de la concurrencia, sus interrupciones, rumores, chillerías, denuestos y algún que otro estallido de litúrgico fervor regimental. Más estadio que plaza de toros. Y así no nos aviamos a seguridad de estado, sino que nos desviamos —si es que no desaviamos— de ella en plena guerrilla civil. De tales debates nada puede aprovecharse para el vuelo de la nación, que no hay ave que lo alce con un ala de vencejo y otra de murciélago.

“¡Cómo han cambiado las cosas en lo que va de medio siglo!”, repiten los que viven desviviéndose por olvidar el pasado. Las cosas, tal vez; pero... ¿los hombres? Cuando a la hora de irse a coger el sueño, en el retiro provinciano, se acuesta uno desceñido, encinto, el cuerpo y también la imaginación encinta por las informaciones de la actualidad política, reaparécenle los mismos, cabalmente los mismos sujetos de cuando acabó, en plena representación romero-roblediana, sus estudios facultativos. Y así vamos no al avío, sino al desvío —o al desavío, que es peor— de nuestro íntimo derrotero histórico.

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