Ahora (Madrid), 18 de enero de 1934
Esta va al lector que me escribe que no me entiende —que no me comprende— y que me exprese más claro, que me ponga al alcance de todos, de él... De él, que se dice uno de tantos. Vamos, pues; mas ante todo y de antemano, unas palabras de Teresa de Jesús —con la venia de los laicistas, no laicos— en su Vida, en donde dice: “La voluntad suele estar ocupada en amar, mas no entiende cómo ama. El entendimiento sí entiende, mas no entiende cómo entiende; al menos, no puede comprender nada de lo que entiende. A mí no me parece se entiende, porque, como digo, no se entiende; yo no acabo de entender esto.” “¡Qué lío!”, se dirá alguno de esos de firmes convicciones, es decir, lugares comunes. Y ya se sabe cuál es en una casa el lugar común.
Palabras las de la Santa que no sé si tendría en cuenta el abate Bremond, de la Academia Francesa, tan versado en mística, cuando levantó en la república de las letras francesas aquella polvareda de la poesía pura. Mas si ésas no, hay otras que comenta en su Historia literaria del sentimiento religioso en Francia, y son las de aquella ursulina francesa de mediados del XVII, Catalina Ranquet, que decía “Aunque en sentido contrario, siento el deseo y la impaciencia de comunicar (sus experiencias), como explicándome bien. Tal es mi soberbia... esta complacencia de expresarme.” En francés: “m'exprimer”, y aquí sería mejor traducir: “exprimirme”, ya que espiritualmente el que se expresa es que se exprime y hasta se estruja. “En una palabra —añade el abate—, siente la tentación de amar su verbo, por pequeño que sea.” Y Catalina, por su parte: “No veo entrada de soberbia en esto, sino que a las veces me parece que hablo muy claro y que me explico muy bien sobre ello.” Sigue Bremond aduciendo ejemplos de la ursulina y agrega que ésta se da cuenta “de la novedad, la extrañeza, la osadía, en fin, del pleno sentido de las palabras que uno emplea.”
En otro pasaje de la misma obra, comentando Bremond a Juana de Matel, fundadora de la Orden del Verbo Encarnado —de nuevo con la venia de los de marras—, la que decía: “Señor, si yo entendiese el latín como Santa Catalina de Siena, os querría tanto como ella”, y que escribía con pluma rápida comentando lo del salmo: “Eructavit cor meum... lingua mea calamus scribae velociter scribentis”, o sea: “Regoldó (¡así!) mi corazón..., mi lengua, pluma de amanuense que escribe de prisa...”, dice el abate: “Corazón, lengua, pluma de amanuense vertiginoso, ¿habrá entrevisto ella, de una o de otra manera, el sentido de esas diversas palabras y el picante de su ensamblaje? Pues es una experiencia común entre aquellos que repiten palabras extrañas que en principio no entienden, pero a las que, quieras o no, les dan una suerte de sentido. ¡Qué bien habla!; ¿pero qué es lo que ha dicho? Estas palabras de la vieja al salir de un gran sermón que la ha arrebatado no son absurdas.” “De aquí también —agrega el abate— que en las numerosas visitas con que va a favorecer a Juana de Matel el Verbo no le hablará más que en latín.” Natural en aquel Verbo y del siglo XVII. Yo, por mi parte, le oigo en el romance que el cielo y el campo de Castilla me han enseñado a desentrañar.
Y ahora, amigo lector de flojas entendederas, ¡qué frecuente es que, por querer ser entendido de todos, trátese de lo que se tratare; por empeño de ponerse al alcance de todos se avulgare —no vulgarice—, se achabacane, se ramplonice el habla y se escriba en la fundamentalmente más oscura: ¡la de tópicos, lugares comunes y camelos colectivos! En ese gris e inexpresivo lenguaje gacetillesco o de entrevistas y de enquisas, en esta trillada jerga de las “declaraciones” que nada declaran y menos aclaran y que está a la par del lamentable parlamentario. Y aquí tengo que resistir a la tentación de aclarar el sentido verbal de “acatamiento” y el de “adhesión” y de otras palabras con que se forra la vaciedad de los conceptos políticos al uso.
¿No cree usted, lector amigo, que uno de los deberes de un escritor que se precie de tal, de hablista y no de hablador, es hacerlo de tal modo que le obligue al oyente o lector a que se adentre y ahonde en el habla común y la desentrañe? ¿A que no, por irse a lo que llaman al grano deje la flor; a que oiga y lea con atención y calma? Y si el autor no se entiende ni acaba de entender lo que dice, ¿no cree usted que debe escribir para convencerle al lector de que tampoco él se entiende; de que no nos entendemos por no querer cobrar conciencia de nuestro lenguaje común, que es nuestro común entendimiento? Y desentrañarlo es rehacerlo, renovarlo, recrearlo. Y no hay más conservación que la re-creación. Sólo se conserva la lengua que se re-crea.
Y en que uno, el que la habla, se re-crea. ¡Ah, la complacencia, la soberbia —que decía la ursulina— en expresarse, en exprimirse, en darse! “Se oye cuando habla”, suele decirse, como un reproche. Y no siempre justo. ¡Qué humano! “A las veces me parece que hablo muy claro y que me explico muy bien sobre ello”. Placer de darse, de dar lo más entrañado de uno mismo: el son del verbo íntimo.
Mire usted, señor mío —que también yo, como la mística ursulina francesa Catalina Ranquet, de mediados del XVII, tengo mi soberbia—, cuando empecé a tener público, hace ya cerca de cuarenta años, pasaba por un escritor oscuro y enrevesado, y hoy son legión los que me han confesado que hallan clarísimos —entendiendo la materia, ¡claro!— aquellos mismos escritos míos que reputaron oscurísimos antaño. “Es que han aprendido mi lengua”, me digo a las veces. Pero no, no es esto, sino es que han aprendido mejor, gracias a mí en gran parte, la lengua que yo de ellos y de los suyos había aprendido y sigo aprendiendo; es que les he enseñado a entenderse los unos con los otros y cada cual consigo mismo. Vea si es soberbia —acaso mística, si es posible en la soberbia— la mía. Por lo cual no he de esforzarme en que usted me entienda de otro modo que obligándole a usted a que se entienda a sí mismo, ni he de ponerme a lo que usted llama su alcance, sino hacer que usted alcance lo que está en el caudal de nuestra habla, de nuestro entendimiento comunes.
Y no es cosa de diccionario, ¡no!, sino que usted reflexione y medite —así, medite— en cómo habla y en si quiere decir algo siempre que dice. Y vendrá a parar en que nos debe importar más que lo que otro quiere decir lo que dice sin querer. Y a propósito de diccionario y para amenizar un poco este sermoncete, acabaré refiriéndole un caso ocurrido en mi Bilbao siendo yo muy niño. Y es que había un tabaquero gran trabucador de palabras, el cual, refiriéndose al reló de San Nicolás, en el Arenal, dijo una vez: “Desde que le han puesto amósfera nueva...”; y al interrumpirle otro: “Pero, Juanito, si no se dice amósfera, sino esfera...”, replicó: “Bueno, bueno; ¡p'hablar con vosotros hay que andar con el calendario en el bolsillo!” Nada, pues, de calendario, pero sí reló para oír y leer, hablar y escribir despacio. Lo más difícil, oír despacio, que no es paradoja. Sólo recuerda el que atiende. Y sólo el que atiende entiende. Y entender es recordar. Mas de esto, otra vez.
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