Ahora (Madrid), 25 de marzo de 1934
¡Pobre chico, cómo te han puesto la cabeza! Monarquizantes, filofascistas, fascistoides, comunistoides, catolicoides, republicanoides, socialistoides —cuantos “oides”, todos de similor y de semi-H—, y luego cavernícolas de ambas contrapuestas cavernas y martillo y hoz, porra y haz, compás y escuadra, crucifijo y Corazón de Jesús. Y, además, F. U. E., y F. E., y C. E. D. A., y T. Y. R. E., y U. G. Т., y C. N. Т., y F. A. I., y... X. Y. Z. ¡Y a la pobre España, después de I. N. R. I., le llegará R. I. P.! ¡Cómo te han puesto, pobre chico, la cabeza! Para despejártela, divirtiéndote un poco, oye una historia reciente del misterioso Tíbet, el Techo del Mundo, allá en el centro del Asia.
Sabrás que allá, cerca de las alturas del Himalaya, está el Tibet, apartado de Siberia y de Mongolia por el desierto de Gobi, a las puertas de China y sobre la India de Gandhi. La santa ciudad de Lasa, su capital teocrática, está a 4.000 metros sobre el nivel del mar. El lago Titicaca, en los Andes bolivianos, centro del imperio incaico, se halla a cerca de 4.000. ¡Y qué semejanzas entre esas dos comunidades —¿las llamaremos civilizaciones?— de las arrecidas altiplanicies! En el Tíbet, en enormes monasterios, mormojeando oraciones, calentándose con boñiga de yak por combustible, unos monjes embrutecidos envuelven en las más groseras supersticiones mágicas y fetichistas a la religión más idealista, a la del pasado eterno —de la eternidad del pasado—, a la del Buda —o, más bien, Budho, que parece ser lo correcto—, a la que aduerme al pobre mortal preparándole para esa eterna dormida sin ensueños que es el nirvana. Que tan bien comprendemos los españoles. Y menos mal que los tibetanos, en vez de hacer lo del madrileño San Isidro Labrador, que se iba a rezar mientras labraba por él un ángel, se van a trabajar —¡mísero trabajo!— dejando en un arroyuelo un molinillo que haga girar una cinta con oraciones y rece así por ellos. ¡Ingenioso artilugio litúrgico!
Los tibetanos, monjes, o sea lamas, y no monjes, están gobernados por el gran monje, el Dalai-Lama. ¿Teocráticamente? No lo sé, pues el budismo es una religión a-teológica o, tal vez, ateo-lógica. El budismo genuino, que el tibetano... Parece ser diabólico. El Dalai-Lama es metempsicosis o reencarnación de dos poderes demoníacos —en el sentido primitivo, espirituales o, si se quiere, espiritistas—, el de un famoso monje budista del siglo VII, soberano que fue del Tíbet. Tsenrezig, y el de un humilde santo milagrero del siglo XV, Yedrin Dub. En cuanto muere un Dalai-Lama, esos dos espíritus reencarnan en el nuevo, que es un niño a quien, por misteriosas señales, reconocen los solapados y santos lamas. Que resultan ser unos consumados políticos maquiavélicos. Sobre todo al descubrir al providencial pequeño mesías.
Hubo en un tiempo una gravísima disensión, un cisma —en griego, “schisma”, de que también deriva chisme— entre los lamas tibetanos. De una parte, los de gorro —birrete o bonete—rojo, que eran los fieles a los viejos dogmas ateológicos budistas, y de otra parte los de gorro amarillo o gualdo. Como si dijéramos los descalzos y los calzados, los de la vieja y los de la nueva observancia. Y se encismaron tanto los muy chismosos, que llegaron a una sangrienta guerra civil, enrojeciendo con sangre y engualdeciendo con bilis la blanca nieve perpetua tibetana. Lo que no sabemos es si, entre los gorros rojos y los gorros gualdos, hayan surgido los morados. Algo así como radicales entre comunistas y fascistas, entre rojos y amarillos. Acaba de morir el último Dalai-Lama —del que hemos visto fotografía, invención europea— Ngavag Lobzag Tubden Guiatso —o como se transcriba este enrevesado (para nosotros) nombre— a sus cincuenta y ocho años. ¡Extraña longevidad la de esa reencarnación de los dos viejos monjes! ¡Y corren tales rumores respecto a su muerte!... Pues la sapientísima tradición gubernativa tibetana era que el ateocrático soberano no llegase nunca a la mayor edad. Siempre en minoridad soberana, ¡qué profundo sistema! Y luego se hablará de camarillas...
Ahora qué se ha roto el secular aislamiento de aquella altísima y hasta hace poco inaccesible ciudadela de la perenne siesta invernal, dispútanse la influencia allí los ingleses de la India, los rusos de los Soviets y los chinos de Nanquín. Que por cierto a un embajador extraordinario que enviaron estos últimos al Dalai-Lama, éste, implacable enemigo de los chinos, como aquél se hiciera jefe de los chinófilos, le arrojó por la inmensa escalera de piedra del palacio abajo, y llegó al último escalón hecho una plasta. Después, fingiendo desconocer esta historieta, ha llegado enviado de Nanquín en aeroplano, y su comitiva, cargada de regalos, atravesando la India. ¿No es divertida toda esta historia actual del ex-misterioso Tíbet? Con sus gorros rojos y gualdos, y sus cismas, y sus chismes, y sus soberanos infantiles, y sus molinillos —o molinetes— rezadores. Y sus terribles temperaturas. El Tíbet es el Techo del Mundo. Para los tibetanos, se entiende.
Lo que no sabemos es si en todo el Tíbet se habla el mismo tibetano o si habrá dialectos diversos, con sus respectivos nacionalismos o racismos diferenciales, para que ciertos individuos directivos, encismadores y chismosos puedan diferenciarse y distinguirse —acaso por la borla del gorro—, y otros ahorrarse el tener que pensar por cuenta propia, que es harto trabajo. Lo que parece ser es que casi todos los tibetanos fieles, leales a su soberano, son menores de edad mental. Y esto se lo brindo a otro pobre chico, un “mutil” —motilón— folklórico, futbolístico, litúrgico y heterográfico, que me amonesta cariñosamente en cartas llenas de kas, tzes, txes y otros caracolitos con que le han atiborrado la mollera y no seso.
Si yo tuviese tu edad, me dejaría de todos nuestros chismes de por acá y emprendería un viaje al Tíbet, a la santa ciudad de Lasa, a aprender allí el tibetano para chapuzarme hasta la coronilla en los arcanos del budismo fetichista de aquellas encumbradas serranías de nieves perpetuas. Y si volvía por acá, por este nuestro solar del mañana, de la siesta, de la desgana, de la nada y de los gorros de colores, habría de ser para enseñar a mis convecinos el verdadero sentido del nirvana búdico y la política de la perpetua minoridad soberana sin comunistoides, fascistoides, monarquizantes y republicanizantes. “Camelo” en caló, quiere decir enamoramiento, cortejo, requiebro... ¡aunque ha cambiado tanto de querer decir! Ahora, lo que no sabemos es si cuadrarían las medidas tibetanas a todas nuestras regiones españolas. Pues hay aquí de éstas a ras del mar, y otras, como las de Ávila y Soria, miniaturas de las altísimas mesetas tibetana y boliviana, a más de mil metros. Y es sabido que cuando se descubrió el argón, que se decía ser un elemento químico cerniéntese en el aire y que no sube a ciertas alturas, el gran Peyo —Pompeyo Gener, regocijo de Barcelona y autor de La muerte y el diablo—, encontró en ello la clave de las diferenciaciones entre celtíberos de la meseta y levantinos de la marina. Que si otros las atribuyen a diferencias entre el garbanzo y el arroz, por nuestra parte no nos atrevemos a decidir de por nosotros.
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