El Norte de Castilla (Valladolid), mayo de 1934
Había dejado el reloj bajo la almohada al acostarse. Al medio despertar, de madrugada, el brazo dormido y dormida, entumecida, la mano del brazo. Puso los dedos de la mano dormida sobre el reló y sintió el pulso. ¿El del corazón o el del reló? ¿Latía él o latía el tiempo mecánico? Cuando se aplica a la oreja un caracol marino, dice la poética conseja que se oye el rumor de la mar ausente, y los fisiólogos dicen que es la circulación de la sangre por el pabellón de la oreja. ¿Qué más da? Todo es sangre. Y era su sangre la que hablaba por su pluma, al pulso, la que latía en el reló mecánico. ¿Y los dos pulsos no se debían acaso a hipertensión? El uno a hipertensión arteriosclerótica; el otro, el del ritmo de la vida económica, a hipertensión y a arteriosclerosis social. ¡Todo metáforas!
Alentaba el alba. Era entre el sueño y la vela, a la hora de dejar libre la fantasía. La mano, la que escribía, dormida. “Lengua sin manos, ¿cómo osas hablar?”, dijo el del Cantar de mío Cid. Y mano sin lengua, ¿cómo osas obrar? Pero tenía que pensar en la tarea del día que se le abría, en el afán cotidiano. Cada día su afán. Su mano, al escribir, hablaba; hablaba con la pluma, a pulso y a sangre. ¡El afán del día!
Por su mente empezaban a revolotearle, a mariposearle palabras... —¡palabras!— en libertad, que luego se le mariposaban, se le posaban como a desovar. ¿Haría con ellas, con las palabras, un ensayo?, ¿un artículo?, ¿un suelto?, ¿un soneto?, ¿un epigrama?, ¿un cantar? ¿Qué haría con ellas? Y en tanto los que le decían que estaban esperando su obra... ¿Obra o huebra? Sí, algo de a folio. Le pasó por el magín don Marcelino el periodista de a folio, detractor de los periodistas. ¿Qué diferencia va de un ensayo a un artículo, de un sistema filosófico a un ensayo? ¿Es por la extensión? ¿Qué diferencia va de una epístola de San Pablo, el Apóstol, que es un artículo de periódico, a la Suma de Santo Tomás de Aquino, que es un sistema? ¿Y si Pascal hubiese hecho con sus Pensamientos la obra extensa que proyectaba?
Le revoloteaban, le mariposeaban por el magín palabras, mariposándosele algunas. Entre ellas, una frase que había leído la víspera en un libro catalán, una frase conceptualmente insignificante. Decía: “Era un cap al tard serè de setembre...” En castellano: “Era un atardecer sereno de setiembre...” Y la frase le hablaba... “¡tan callando...!” ¡Otra frase! Y sin saber cómo se le acordó otra frase catalana, ésta de Ausias March, cuando dice: “foc crem ma carn!” O sea: “fueg(o) quem(a) mi carn(e)”. ¡No, no, no es esto!
Veníanle frases, palabras sueltas, en libertad, palabras puras. Y el traspuesto, en ensueño de madrugada, se daba, casi inconcientemente —era el hábito profesional—, al juego de las etimologías. Juego con el que no se juega impunemente. La etimología, en griego etymos, es la verdad. ¡Buscar la verdad en la palabra! ¿Y dónde, si no? En el principio fue el verbo, la palabra; y al fin quedará, si no el verbo, la palabra. Las cosas se van, quedan las palabras, sus almas. Y revolotean torno de nuestro espíritu, ánimas en pena, buscando cosas, cuerpos, en que volver a encarnar. ¿Y qué es vivo? Se le acordó lo de Bécquer: “Dios mío, ¡qué solos se quedan los muertos...!” Y se dijo, entre sueño y vela, de madrugada, con el reló bajo la almohada —que fue común—: “¡Dios mío, qué solos nos vamos quedando los vivos...!” ¿Vivos?
Las palabras libres, almas en pena, mariposándosele en el magín, le hicieron fijarse en el reló. Reló de bolsillo, muestra, que dicen campesinos castellanos. Cuando él era casi un niño y obtuvo su primer reló de bolsillo, era de aquellos a que se le daba cuerda con una llavecita, y no un remontoir. Y se acordó de aquella cuerda, diciéndose: “pero no, acordarse no tiene que ver con cuerda: es cosa de cor, cordis; de corazón...”; y luego: “mas quién sabe...” Pensó —empezaba a pensar— que tenía que darle cuerda a su corazón. ¿Y la llavecita? ¿Y si se perdía? ¡Ay, las palabras que se le han parado porque se perdió la llavecita con que se les daba cuerda y no la llevan en sí mismas...! Y luego se le acordó: “revolución”. Y luego: “¡involución!” “¡Bah! —se dijo—, los más de esos revueltos no son más que envueltos...” Y luego: “pasa el tiempo al revolverse de los astros, con la revolución de los astros.” Como las hojas de los árboles son las generaciones de los hombres, dejó dicho para siempre Homero. Y como las generaciones de las palabras de los hombres... ¿Qué es un hombre más que un nombre?
¿Su nombre? Él se llamaba, por nombre de pila, por nombre de agua, water-name, que dicen los ingleses, Miguel. Miguel, esto es, que declarado quiere decir: “¿Quién como Dios?” El nombre del Arcángel, sobrehumano. En España, el nombre de Cervantes, el conquistador del Imperio de Don Quijote; el nombre de Legazpi, el conquistador, sin tener que esgrimir espada, del Imperio de las Islas Filipinas y del Asia Española; el nombre de Molinos, el conquistador del imperio de la Nada. ¡Lo que hace un nombre! Y del otro nombre, del apellido, del nombre de sangre, blood-name de los ingleses, se llamaba Unamuno. Primero una —como en Unanue, Unibaso y en Unzaga, Unzueta, Unceta—, y así en otros apellidos vascos, o sea la gamona; el asfódelo que dicen los que aprenden botánica en libros de texto de segunda enseñanza. El asfódelo, el de las praderas por donde vagan las almas en pena. Y luego: muno, o sea colina, montón de tierra. Colina de gamonas. O más sencillamente: gamonal o gamoneda. Y desde lo alto del gamonal, de la colina de asfódelos: “¿Quién como Dios?” ¡A lo que obliga un nombre! Y se le vino a las mientes otro recuerdo, y es que cuando, en 1442, antes de mediar el siglo XV, fueron entregados al brazo secular de los herejes de Durango —que no escaparon al catálogo de heterodoxos de don Marcelino— aquellos fratricellos a que acaudilló fray Alfonso de Mella, hubo entre ellos un Juan de Unamuno, cuchillero, al que se le reputó de “apóstata relaxado”.
A todo esto, el día naciente se iba hinchiendo de vela. O sea de vigilia. E iba abriendo sus velas, las otras velas, de la historia. Acordarse y cuerda —se dijo— contra qué emparenten en son “no son parientes en sentido, y lo mismo les pasa a estas dos velas… pero quién sabe”. Y se levantó, se lavó, se vistió, metióse el reló en el bolsillo del chaleco, tomó la pluma y ya, con pulso tranquilo, dejando a los que esperaban su obra, escribió este articulo.
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