Ahora (Madrid), 18 de abril de 1934
La “Biblioteca catalana d'autors independents” acaba de publicar una obra de mi buen amigo Juan Estelrich titulada Fenix o l'esperit de Renaixença. En otras veces cuento con volver a ella, pues ofrece ancho margen a comentarios; por ahora me voy a limitar a transcribir aquí, traducido del catalán, un pasaje en que, por cierto, se me alude. Y que dice así:
“Dos hombres bien diferentemente representativos —Cambó y Unamuno— han coincidido en reconocer la envidia como la gran enfermedad psicológica de los hispánicos. En esto todos los peninsulares son idénticos; la unidad hispánica se comprueba, sobre todo, en los aspectos negativos, en los defectos. Quienquiera que haya resaltado en la cosa más modesta, habrá recibido los pinchazos de la envidia. Existe, pues, la envidia entre nosotros y existe en cantidades enormes. La hemos padecido, y de ello nos quejamos. Pero hemos de reconocer que no podemos extirparla. Es un rasgo hondo del carácter hispánico. También le tenían los griegos y bien agudizado, y los pedagogos antiguos no pensaron en extirparlo. Sabían que un carácter no es bueno ni malo; que es fuerte o débil, y que la maldad o la bondad dependen no tanto del carácter como de su utilización. ¿Y si de la envidia nativa inextirpable hiciésemos, por la educación, el principio del querer ambicioso? La envidia débil, la envidia triste, la envidia de los impotentes es la envidia nefasta; el pobre envidioso se consume de pena. ¿Y la envidia fuerte? ¿No podía transformarse en una virtud impulsora? Las sociedades cultas utilizan el egoísmo individual haciéndolo derivar hacia finalidades sociales. Semejante operación puede cumplirse con la envidia fuerte, depurándola de toda bajeza, haciéndola confesable. Entonces la envidia se volvería voluntad de vencer, goce de brillar. Los triunfos individuales serían entonces ofrecidos a la ciudad; las propias coronas, a la Patria. La gloria hace generosos a los egoístas más aferrados.”
Así Estelrich. Y Salvador de Madariaga, por su parte, hablando de ingleses, franceses y españoles, dijo que sus sendos vicios específicos eran la hipocresía, la avaricia y la envidia. Aquí, en Salamanca, me dijo una vez Cambó que la envidia había nacido en Cataluña. Otro recuerdo: Hace más de cuarenta y cinco años asistí en Madrid a una conferencia que daba Pi y Margall sobre don José María Orense a la misma hora que, en otro local, hablaba el jefe de otro partido republicano. Y jamás me olvidaré del gesto y tono con que Pi y Margall, alzando el índice de su diestra, dijo con su clara vocecita: “Orense no conoció la envidia.” Y luego me contaba un republicano cómo en 1873 Roque Barcia le decía a Castelar, señalando a otro caudillo republicano: “No te fíes de él, Emilio, que te tiene envidia.” Y hace poco hemos oído a un prohombre de esta república acusar a otro de envidioso.
Pero ¿para qué vamos a ir señalando anécdotas? El que quiera saber de psicología de la envidia hispánica que acuda al arsenal de nuestro gran Quevedo.
Y hay, además de las envidias individuales, las colectivas. Regiones que se envidian mutuamente. Que no pueden verse; que esto, no verse —“invidere”—, es envidiarse. Y castas que envidian. El antisemitismo de los presuntos, supuestos y sedicentes arios, ¿qué es sino envidia, envidia tapada por un fingido orgullo que oculta la conciencia de un complejo de inferioridad? Y en el fondo de esa salvajería de ir a quemar iglesias —o andar a tiros con imágenes, como hace poco—, ¿qué hay sino envidia, envidia al sosiego de los creyentes, a su conformidad, a su resignación? ¿Al opio que les consuela?
Sí, tiene razón Estelrich: los griegos eran envidiosos. Y eran envidiosos los dioses que se forjaron a su imagen y semejanza. Basta leer a Heródoto para enterarse del “phthonos”, de la envidia, de la celotipia con que los inmortales perseguían a los mortales. Sólo que los griegos, los del ostracismo, hicieron de la envidia una de las principales virtudes democráticas. La envidia es acaso la virtud democrática fundamental, la que no se harta de exigir responsabilidades.
El pueblo judío, por su parte, pueblo de pastores, inicia su leyenda histórica por el asesinato de Abel el pastor, por su hermano Caín, el labrador, de cuya sangre surgieron los ciudadanos. Pero los que conocemos pueblos de abelitas, de ganaderos, sabemos que éstos han perseguido por envidia a los hortelanos. Tal aquí, en España, se hizo con los moriscos. Y la expulsión de los judíos, que habían dejado ya de ser pastores de ganados para ser pastores de ganancias monedadas, ¿no fue obra también de envidia? Y no digo de envidia ariana porque no sé qué es eso de arios, ni lo saben esos pobres racistas mentecatos de la cruz ganchuda.
Sigue Estelrich, después de lo citado, tratando de cómo hay que proponer a nuestro pueblo —él se refiere más propiamente al catalán, mas sin excluir a los otros hispánicos— la envidia emulativa, la que nos obligue a empresas y ambiciones difíciles. A “sentir las fiestas y las apoteosis, elogiar gloriosamente, usando con amor el ditirambo, y condenando la envidia, el pesimismo, el rencor y la reventada”. Y luego habla de humanistas y de modernistas. Mas de esto, nosotros otra vez.
Ahora me sentía empujado a inquirir si esta república democrática ha depurado o no la virtud democrática de la envidia, si eran malamente envidiosas ciertas llamadas defensas; pero recuerdo lo de Trotzki de que “hay que echar fuera de los rangos proletarios, como a la peste, a los pesimistas y a los escépticos” —lo mismo decía don Alfonso—, y como se me ha acusado tanto de pesimista y de escéptico...
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