domingo, 24 de diciembre de 2017

Autenticidad

Ahora (Madrid), 12 de mayo de 1934

Me pregunta usted, amigo mío, qué es eso de “auténtico”, y sé por qué me lo pregunta. Porque ahora se habla, más a tontas que a locas, de republicanos auténticos y de Gobiernos auténticamente republicanos. Como podría hablarse de monárquicos auténticos. Ciento por ciento y sin trampa ni cartón. Pero ¡si viera, mi amigo, lo que me está haciendo sufrir —así, sufrir— esta triste enfermedad mental y, por lo tanto, afectiva de nuestro pueblo político, que no tiene ideas claras porque no tiene palabras claras!... Y como no sólo se piensa, sino que se siente con palabras... Yo no sé más que ellos, que no lo saben, lo que quieren decir con esa autenticidad. Oigo hablar de teocracia a los que no saben qué es ni teo ni cracia, de feudalismo a los que ignoran que no lo hubo en España, y llamar medievales a monumentos o institutos del siglo XVII. Pertenecen esos cuitados enfermos a la laya de aquel que puso con letras de almazarrón en las afueras de Valladolid este letrero: “Abago la gera.” Peor que analfabetos.

En cuanto a lo de auténtico, le contaré lo de aquel que, como al decir: “¡Al fin, di con un hombre auténtico!”, le preguntaron: “¿Y qué es eso?”, respondió: “¡Pues..., pues un hombre de tamaño natural!” Y así, un republicano o un monárquico auténticos serían un republicano o un monárquico de tamaño natural. “¿Ortodoxos?”, me preguntará usted maliciosamente. Pues mire, en Balaguer había un procurador que definió la república diciendo que era una iglesia en que todos eran herejes. Herejes de sí mismos, supongo.

Mas dejando estas amenas distracciones vengamos a lo de auténtico. Que es, según nuestro Diccionario oflcial —auténtico— lo “acreditado de cierto y positivo, por los caracteres, requisitos o circunstancias que en ello concurren”; lo “autorizado o legalizado que hace fe pública”. A lo que se atendrá nuestro don Niceto, acreditado, asiduo y consecuente académico de la Lengua. Eso ha venido, en efecto, significando auténtico. Y antes, lo primitivo, lo que hace autoridad y propiamente lo que es dueño de sí. Hoy todavía, en el griego actual, en el romaico “authentis”—la th se pronuncia como nuestra z—, que también se dice “afentis”, es príncipe, señor, amo, dueño de sí, y “afentia”, señoría o nobleza. En su primitiva composición equivalía al que o a lo que tiene su propio (“autos”) dentro (“entos”), al que o a lo que es entrañado, íntimo. El “authenta” era el que hacía algo por sí mismo, de propio e íntimo impulso. ¿Y sabe usted, amigo mío, lo que quería decir para los más auténticos helenos, como el supremo historiador Tucídides y el supremo trágico Esquilo? Pues... homicida. Hay una expresión esquiliana que podríamos traducir así: “auténtica muerte consanguínea”, y es la cometida por mano de un pariente de la víctima. Tal un parricidio.

Y ¡ah si supiera usted las resonancias íntimas que esa palabra agorera, que tan a tontas emplean nuestros… netos, me saca del fondo del alma, del centro (“entos”) de ella! Hallándome hace unos años en Barcelona, visité algunas veces el manicomio de Corts, en Sarriá, donde me reunía con aquel mosén Clasear, capellán de la Casa de Maternidad, de tan hondo espíritu religioso y civil. El director del manicomio, señor Córdoba, me dijo que un recluso, un interno, sabedor de mis visitas, deseaba conocerme, y un día me presentó a un joven bien portado, un melancólico, catalán él, que me preguntó: “¿El señor Unamuno?”, y como le dijese que sí, añadió: “¿Pero el auténtico, ¿eh?, el auténtico, y no el que viene pintado en los papeles?” “¡El auténtico, sí!”, le dije, sin saber bien lo que le decía, y él entonces, con un “¡Gracias!”, se me despidió sin más. Y no sabe usted lo que tardé en dormirme pensando si el pobre enajenado tendría razón, si sería yo el auténtico y no el que viene pintado en los papeles o aquel a quien en los papeles se le hace hablar.

Usted recordará, lector y amigo mío, que en el prólogo a mis Tres novelas ejemplares y un prólogo me refiero a aquello de Oliver Wendell Holmes —¿ cuándo lo traducirán?— de los tres Juanes y los tres Tomases que hay cuando conversan Juan y Tomás: el Juan real, conocido sólo de su Hacedor; el Juan ideal de Juan y el Juan ideal de Tomás y tres Tomases análogos. Pues bien: lo mismo ocurre con el escritor —o el orador— y su público, que hay el escritor, el publicista, el orador, tal cual es, tal cual Dios le conoce; el que él mismo se cree ser y el que le cree —o le supone— su público. Y tres públicos: el que sólo Dios conoce, el pueblo tal cual es íntima y auténticamente; el pueblo tal cual se cree ser, si es que el pueblo se cree ser de algún modo, si es que el pueblo tiene conciencia de sí mismo, y el pueblo, por último, tal cual le cree el publicista, el orador, el político, el hombre público. ¿Cuáles los auténticos?

¡El auténtico!, el real Juan, conocido sólo por su Hacedor— “known only to his Maker!”—. ¡Ay, el loco del manicomio de Sarriá! Pablo de Tarso, que tanto sabía de locura —de la locura de la Cruz—, nos dejó dicho en su primera epístola a los Corintios (VIII, 3) que “si alguien ama a Dios, es conocido por Él”, y en la a los Gálatas (IV, 9), “conociendo a Dios, o más bien, conocidos por Dios”. ¡Ser conocido por Dios, por el Hacedor, ser soñado por el Supremo Soñador, ser el real Juan, el Juan ideal, el Juan arquetípico, el Juan auténtico! ¿Y no será este Juan ideal y real a la vez, de la realidad ideal, este Juan íntimo y auténtico un matador de sí mismo? ¿No se estará matando ese que es, autenticando?

Pero... ¡basta, basta! Que a nuestros auténticos repúblicos, republicanos o monárquicos o mestizos, ambiguos o epicenos, diestros o siniestros, a éstos no parece que les haya torturado mucho el terrible problema de la autenticidad. Hay republicanos sedicentes auténticos y auténticos sedicentes monárquicos. Y los hay netos: republicano neto, monárquico neto. El rey neto se llamaba al rey absoluto, no constitucional. Y ahora parece que republicano neto quiere decir constitucional. Absoluto y constitucional a la vez. ¡Tiene unas cosas el lenguaje cuando enferma de tal manera!... Parece ser que por encima de la Constitución está la República. La Constitución es de papel, y la República —su pasta—, de cartón. Y por encima de la República está la revolución… ¿Encima, debajo, dentro? ¡Ay, el melancólico asilado del manicomio de Sarriá! Si es que vive todavía y se pone a inquirir si la Constitución es auténtica y no solamente de papel, y si la República es auténtica y si es auténtica la revolución, ¿qué sacará en limpio? Aunque sí, la revolución, sí; la revolución es auténtica en el sentido primitivo helénico, el de Tucídides y Esquilo, el sentido histórico y trágico. No en el que sus hacedores le dan. Porque esos hacedores, esos revolucionarios —de palabras, ¡claro!— no conocen su obra. Ni menos conocen al pueblo sobre que operan.

Perdóneme, amigo; creí que me perdía. Y que perdía el juicio. Porque temo perderlo. Y es que estoy leyendo estos días escritos —artículos, discursos— de amigos míos en cuya entereza de seso y de conocimiento y de serenidad de juicio confié, y les siento auténticamente enajenados. Están en “abago la gera”. Parece que es la revolución. O mejor, la enfermedad.

Dios mío, Dios mío, ¿cómo conoces a España?

No hay comentarios:

Publicar un comentario