viernes, 22 de diciembre de 2017

¡Viva…!

Ahora (Madrid), 27 de abril de 1934

“¡Viva...!” ¡No, ya no; vivas no! Nada de hueras liturgias. Nada de eso que los argentinos llaman “vivar” —dar vivas—, y que ni aviva ni vivifica nada, sino acaso lo envilece.

Recordemos que el general carlista Lizárraga, aquel soldado santurrón que anduvo a la greña con el cura Santacruz, sacerdote guerrillero, dio alguna vez, al entrar sus huestes en combate, el extraño grito —una especie de blasfemia inconsciente— de: “¡Viva Dios!” “¡Vive Dios!”, en indicativo, es expresión castiza y clásica, pero en subjuntivo, imperativo o acaso optativo, es ya otra cosa. Nos trae a cuenta lo de la oración dominical cristiana: “Santificado sea el tu nombre...” Y el nombre de Dios, inefable para los más íntimos cristianos, como mejor lo santifican es con el silencio.

Aquel extraordinario predicador anglicano que fue Federico Guillermo Robertson predicó el 10 de junio de 1849 en su Capilla de la Trinidad, de Brighton, un espléndido sermón acerca de la lucha de Jacob con el ángel, y al que me he referido ya en una de mis obras. En ese sermón señalaba Robertson los tres periodos por que pasa un nombre —que es la íntima esencia de un concepto—. En el primer período los nombres son reales, pero las concepciones que encarnan no son las más elevadas; los nombres significan verdades; las palabras son símbolos de realidades. Hay simplicidad y sinceridad. 2.° En el segundo período la simplicidad no disminuye; pero es más sublime el pensamiento y más intensamente religioso el sentimiento. 3.° En el tercer período las palabras han perdido su sentido y participan del huero e irreal estado de todas las cosas.

Recordaba Robertson cómo los israelitas se resistían a pronunciar el nombre de su Dios, Yahwé, y cómo lo alteraron en Jehová, cambiándole las vocales. Y después de exponer estos elementales datos históricos, agregaba: “Puede una nación llegar a estado tal que sea posible usar el Eterno Nombre para apoyar una frase o adornar una conversación familiar, sin que choque al oído con son de blasfemia, porque en buena verdad el Nombre no está ya por el Altísimo, sino por un más bajo concepto, ídolo de un espíritu rebajado (debased mind). Por ejemplo, en una lengua extranjera, lengua de un pueblo ligero e irreligioso (light and irreligions people), el Eterno Nombre puede usarse como un leve expletivo y eyaculación conversacional sin chocar a sensibilidad alguna religiosa. No podéis hacerlo en inglés. Sonaría como a blasfemia decir en charla ligera: my God! o good God! Sentirías escalofrío al oírlo. Pero en ese lenguaje la palabra ha perdido su carácter sagrado, porque ha perdido su significación...”

¿No reconocéis, lectores, al pueblo ligero e irreligioso a que alude Robertson, y en el que se habla de “todo dios” y de Dios a todo pasto, y se hizo un ¡pardiez! del “par Dieu!” francés, y luego se emplea ese “diez” sustitutivo para c...asarse en él?

Y ahora descendamos del nombre que cristianamente debería ser santificado con el silencio y vengamos a otros nombres que deberían ser civilmente sagrados. Hay un ¡viva!, un viva patriótico, que ha llegado a hacerse sospechoso por la estupidez de los que lo rechazan al oírlo y por la estupidez de los que lo dan. Al viva al nombre de la patria se responde con un viva al nombre del régimen vigente. Dos vivas hueros. Y no son vivas de vida, sino de muerte, porque son vivas de guerra y no de paz; no son vivas, sino mueras. Uno y otro. ¿Pues quién duda de que hay quien viva a la patria contra el régimen que ella se ha dado y quien viva al régimen contra la patria? Por lo menos contra la patria grande, cuyo nombre quiero ahora callarme.

Otros vivas... ¡Otros, sí! Que otros son vivas de comedia, de retórica comedia revolucionaria —o reaccionaria— para cómicas revolución o reacción retóricas. ¡Viva el rey! o el Roque, o Juan III, o viva la Dictadura —del proletariado o de la burguesía— o el Fascio, o ¡viva la Macarena!, o ¡viva la Pepa! Que ya sabrá el lector que esta Pepa a quien ingenuamente vivaban nuestros liberales de Riego era la Constitución de 1812, que se promulgó en un día de San José. Aquella candorosa Constitución, que tantos fervores suscitó. “Constitución o muerte / será nuestra divisa; / si algún traidor la pisa / la muerte sufrirá.” ¡Lo que es el progreso! Y... ¿fervor? ¿Hierve hoy nuestra sangre en las venas por la nueva Pepa? O pepona... Acaso el quimo en el estómago.

¡Terribles luchas verbales, de terrible frivolidad litúrgica! Terrible, sí. Y esos vivas flatos —regüeldos— de voz; ventosidades. Nombres sin contenido ideal, y menos espiritual. No, no, nada de vivar el nombre propio de la patria. Es más divertido vivar a la revolución con lo que nada se aviva. Y luego el pasillo de sainete —de sainete de pasillos— de porque se llame “viturable” a un hecho histórico sostener seriamente —¿seriamente?— que es nada menos que injuriar al... régimen. Es que uno ya no sabe ni qué es régimen, ni qué es patria, ni qué es injuria, ni qué es fervor, ni qué es revolución, ni qué es... El pueblo, “ligero e irreligioso”, se ha hecho, como es natural, incivil. Que todos esos vivas, que son mueras, no son si no señales de incivilidad. Y de incivilización. Y es la terrible guerra incivil intestina.

¿Viva...? ¡Viva, no! Y que nos dejen vivir. Vivir seriamente y hasta divertirnos seriamente. Vivir hondamente. Vivir íntimamente. Y que se acaben esas indecentes escenas de malos sainetes de astracán. Eso que se llama habilidades y son debilidades; eso que se llama maniobras —muchas veces, “pediobras”—, toda esa indecente —así, indecente— tramoya de los unos y de los otros. Eso sí que da repugnancia y asco.

Y, vive Dios, que si no se acaba con todo eso, un día el pueblo, vuelto religioso —de veras religioso, no lo otro— y vuelto civil, vuelto nacional, tendrá que poner mordaza a todos los voceras que sueltan esas ventosidades y hacer callar a todos los que ponen una retórica revolucionaria al servicio de una revolución retórica, de una reconquista de mal romance de ciego con sanfonía.

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