Ahora (Madrid), 7 de febrero de 1934
“Brama, gime, rechina, ladra, aúlla, y en estallidos su congoja arrulla.”
Quevedo.
El ansia de sacudirnos de la mente, siquiera por un rato, el obsesionante fantasma público del hombre-masa, del hombre macizo como la mano o majadero del almirez, nos ha vuelto a llevar a recostarnos en Quevedo el manchego, una de las rocas de que mana la tradición fluida del sentimiento ascético español.
¡Qué hombre! ¡Qué persona! Nada de masa. Oigámosle: “La multitud... es carga y no caudal.” “Vulgo y loco todo es uno.” “Felipe II... era más formidable cuando trataba consigo las razones de Estado que acompañado de fuerzas y gente...” Y esto que Quevedo, que tuvo que sufrir de la razón de Estado, dejó dicho que “no hay cosa más diferente que Estado y conciencia, ni más profana que la razón de Estado”. Fue cesarista por personalista. Y pesimista, por de contado. Quién otro ha dicho en España lo de: “Vuelve los ojos, si piensas que eres algo, a lo que eras antes de nacer, y hallarás que no eras, que es la última miseria.” La última miseria el no ser y no la pena, aunque sea eterna. “¡Qué insolente que es la felicidad!”, dijo otra vez, arrullando su congoja.
O aquello de que “la curiosidad nace más veces del odio que del amor”, y que le llevó a ahondar en el terrible pecado específico de su pueblo y de su tiempo: la envidia. Y así penetró en lo que podríamos llamar la esencia metafísica del Imperio español de su siglo, de aquel imperio que crecía —él lo dijo— como crecen los agujeros, por sustracción. ¡Y cómo quería al Imperio y cómo quería a su España! Amaba la aspereza, la sordidez, la agrura, la decadencia de su patria; aspiraba con deleite el vaho acre de su descomposición; se complacía en la desdicha. Y él, que consideraba la nada, el no ser, la mayor miseria, y se refugiaba de ella huyendo de la insolencia de la felicidad, en la desdicha, cuán cerca, sin embargo, anduvo del quietismo, del nadismo, de Miguel de Molinos, otro de los espirituales grandes de España.
Miguel de Molinos reputaba miserable a la mayor parte de los hombres de su tiempo, porque sólo se empeñaban en satisfacer la insaciable curiosidad de la naturaleza, y se recogía en no pensar ni querer. Y Quevedo, en su espléndido arrebato de altivez manchega, después de afirmar que en ningún género de letras ha excedido al español ningún otro pueblo del mundo, agregaba que “son pocos los que en copia y fama y elegancia de autores, en el propio idioma y en el extranjero, nos han igualado, y si en alguna parte han sido más fértiles sus ingenios, ha sido en la que, por indigna de plumas doctas, capaces de mayores estudios, hemos despreciado gloriosamente.” Glorioso desprecio quijotesco. Y causa de desdichas.
Hace unos años, el que esto ahora os cuenta, a quejas de nuestro atraso en invenciones técnicas respecto a los extranjeros, exclamó: “Que inventen ellos, pues luce aquí la eléctrica tan bien como donde la inventaron, y tenemos otras cosas en que pensar.” Y ahora, sin tratar de rectificarlo ni de ratificarlo, quiere traer a cuento los tercetos de aquel soneto de Quevedo que dicen: “No cuentas por los cónsules los años, / hacen tu calendario tus cosechas, / pisas todo tu mundo sin engaños, / de todo lo que ignoras te aprovechas; / ni anhelas premios, ni padeces daños / y te dilatas cuanto más te estrechas.” Y ahora cotéjese el aprovecharse de lo que se ignora con el glorioso desprecio, y el dilatarse estrechándose con el crecer como un agujero, crece del imperio español en cuyos dominios no se ponía el sol. Y sépase que en el griego moderno, en el romaico, a la puesta del sol se le llama reinado, que el sol reina al ponerse. Como el Cristo al morir.
Sí, ya sabemos ingeniosidades, conceptismos, agudezas. Y, sin embargo, el ingenio de Quevedo, el glorioso despreciador, no era agudo, sino afilado. Agudo el de Gracián. Quevedo no aguzaba su ingenio para pinchar con él, sino que lo afilaba para cortar. Y qué cortantes sus burlas, sus sarcasmos, que sacaban no sangre, sino sangraza y materia. De Santa Teresa de Jesús, a la que como ascético anti-místico guardó ojeriza, dijo que “todas las cosas de esta vida tenía por burla”. ¡Y él si que las tuvo! ¡Y como Séneca, su maestro principal, sintió que todas eran de reír o de llorar! Y lloró riéndose —¡qué muecas, sin gozo ni alegría!— y arrulló, como su Orlando, en estallidos su congoja.
¿Hubo o no en su España, en nuestra España, Renacimiento? Mero pleito de nombre. Lo mismo podemos decir que hubo Remuerte. “Porque también, para el sepulcro hay muerte”, que dijo él. Y en cosa de nombres, ¿quién como él ahondó y escudriñó y socavó en nuestra lengua, en su lengua? Este fue su consuelo. “Del ocio, no del estudio, / es aquesta diligencia, / distraimiento del seso, / travesura de la lengua”, dijo en un romance. Y aquellas travesuras de su lengua fueron arrullos de congoja.
Y ahora oíd lo que aquel varón manchego, ingenioso —como su paisano Don Quijote— y glorioso despreciador de curiosidades, que no nos sacan del no ser y acaso nacen de odio, decía de los políticos, y es que: “Siempre hay en las repúblicas hombres que con sólo un reposo dormido adquieren nombre de políticos, y de una melancolía desapacible se fabrican estimación y respeto: hablan como experimentados y discurren como inocentes.” Ahora que estos hombres pueden ser de la dura y seca casta ascética del ingenioso hidalgo manchego Don Quijote, que reinó al morir reconociéndose, y del ingenioso burlador y despreciador glorioso don Francisco de Quevedo y Villegas, señor de la Torre de Juan Abad. Reinan, como el sol, al ponerse.
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