Ahora (Madrid), 13 de abril de 1934
Usted sabe —me dijo— cuánto anhelaba conocer, oír y ver al cura de...—llamémosle Aldeapodrida, por darle algún nombre—, de quien tanto habíamos oído hablar. Y fuime allá, a Aldeapodrida, valiéndome de un pretexto cualquiera. Y tuve una sabrosa entrevista con el buen cura, una especie de filósofo aldeano melancólicamente socarrón y un tantico escéptico.
—Este pueblo —empezó diciéndome— está desconocido, le digo a usted que desconocido, y, sin embargo, el mismo que era y supongo que el mismo que, con el permiso de Dios, seguirá siendo. Parece que es ayer y parece que es mañana; no que fue ni que será. Vea usted los niños. Los niños son los antiguos siempre, no viejos. Y ahora los metemos en una época no nueva, sino moderna. “Padre nuestro, que estás en los cielos...” les enseño a rezar, y me contestan: “¿En los cielos? ¿pues no está en todas partes?” Entonces yo les digo que todas partes son cielos, y aunque el maestro, por su lado, les enseña que la tierra es redonda y rueda por los cielos, ellos, como antiguos que son, se atienen a lo que ven y a que no hay más cielo que el azul —de día— de sobre nuestras cabezas. Visión infantil. Y luego crecen y ¡qué cosas! Y así se explica la rabia que le cogen a la religión. Se hacen desesperados. Porque se les quiere hacer pensar cosas impensables.
—Pero usted, señor cura —le dije—, les hablará de los misterios.
—¿Yo? —me respondió encogiéndose de hombros—; ¿para qué? ¿Hablarles yo de misterios cuando los están viendo a diario, como el de que la vaca pare terneros y no potros, y la yegua, potros y no terneros? ¿Quiere usted más misterio? Y luego los milagros del radio y del teléfono y del avión y... demonios colorados… Pero eso para el maestro, para el maestro, que ha estudiado pedagogía...
—¿Y lo de la rabia a la religión? —acoté.
—Por allí anda —me respondió— un mocosuelo a quien su padre no se atreve a darle de soplamocos, que prendió fuego a una capilla. Le conozco bien; es un creyente sin saberlo.
—O un descreído sin saberlo —acoté.
—¿Qué más da? —replicó—. Un semi-despierto es un semi-dormido. Ha oído lo de que la religión es el opio del pueblo y va a comprobarlo pegando fuego a un altar, por si el humo del incendio le narcotiza. Es, como tantos otros que se dicen rebeldes, un sometido, un sumiso. Ahora llevan los hijos recién nacidos a que los bautice —así dicen— el juez municipal, y cuando muere uno le lleva el alcalde, y no yo, al cementerio y le reza allí un padrenuestro, a que responden los demás.
—Por el eterno descanso del alma —acoté.
—¿Del alma? —replicó—; sí de cántaro.
—Pero, ¿y la rebelión de las masas? —le dije por decirle algo, y pues le sabía leído en lo del día.
—¿Rebelión? —contestó—. ¡Sumisión, sumisión! Buscan someterse. Y hay quien comete un crimen para que se le encarcele y comer sin tener que trabajar; hay quien pide la limosna de un castigo. ¿Adonde irá el buey que no are?
—¿Y cómo se cura eso? —le pregunté.
—Todo lo cura el tiempo —me respondió—. ¡Más que este cura! —y se dio con la mano en el pecho, en gesto adrede cómico.
—Pero, bueno, en concreto —le dije—, ¿son aquí de derecha o de izquierda?
No bien lo había dicho, al oírme desde fuera, me avergoncé de haberle disparado tamaña vaciedad, y más cuando lanzándome una mirada de lástima me contestó sonriéndose:
—Pues en concreto, aquí somos casi todos maniegos —ambidextros, que dicen ustedes—, hacemos a las dos manos.
—Lo cual es muy cómodo… —acoté.
—¡Pues claro, hombre, pues claro! —él—. Comodidad ante todo. ¿ O es que vamos a incomodamos porque nos den la derecha o la izquierda? Y vera usted; las mujeres hacen aquí unos guantes de punto, de lana, de tosca labor casera —algunos son maniquetes o mitones—, que lo mismo sirven para una que para otra mano. A lo peor con el uso toman pliegues de una o de otra. No son como esos guantes de cabritilla, de fábrica, para señoritos, que tienen su cara y su cruz, su lado de la palma y su lado del dorso de la mano. Y en cuanto al calzado, aquí se usan alpargatas, que lo mismo sirve cada una para uno que para otro pie. En la villa vecina hay una fábrica de calzado en que hacen los pares para esas diferencias y evitarles así callos a los señoritos. Callos en los pies.
—Es verdad —le dije avergonzado—; pero como me habían dicho que aquí, en Aldeapodrida, dominaban las derechas...
—Tonterías de tontos de alquiler —me replicó—. También le dirán que domino yo. Ni yo ni el presidente de la Casa del Pueblo, ni el pedagogo, ni nadie. Esta es una aldea podrida, y aquí el que domina es el camposanto, que está allí, en aquel altozano.
—Pero —insistí— quería preguntarle..., vamos, ¿cómo lo diré?...; si..., si tienden...
—Use de sus términos —me atajó— que los comprendo.
—Pues —yo— si tienden al fascismo o al comunismo..., al servilismo o a la rebeldía...
—¡Otra! —exclamó—. ¿No le he dicho que si se rebelan es para someterse? ¡Porque no va usted a tomar en serio eso del reparto!... Repartirse, ¿qué? ¿Tierras? ¿Y el que no vive de ellas? Porque hay labradores, y pastores, y arrieros... Y el médico, y el maestro, y un tendero, y yo... ¿Repartirse el trabajo y el jornal? Aquí se repartía en un tiempo lo del campo comunal, y a todos, hasta a mí, nos tocaba algo. Pero desde que se nos han venido con ese disparate de la jornada de trabajo… ¡Y medir el valor del trabajo por horas! ¡Qué necedad! Esos pobres pedantes —los he leído, señor mío, los he leído— se empeñan en medir lo inmedible, como nosotros nos empeñábamos en hacer pensar lo impensable. ¿Medir, y por tiempo, el valor del trabajo? ¡Un descomedimiento! Esa sí que es materialidad, sea o no materialismo. Ese es, sin duda, el tiempo material, expresión que me hace mucha, y a la vez muy poca, gracia. Con todo lo cual, este pobre pueblo, esta pobre aldea podrida, está volviendo a lo que siempre ha sido. Y por eso le dije que está desconocida, porque lo ha estado siempre, porque es siempre desconocida, acaso inconocible.
—¿Y entonces usted, señor cura?
—Yo ya no sé nada. Nunca he sabido nada. Ni sé lo que es vivir, pero vivo. Ni sé lo que será morir, pero me moriré. Ni pretendo medir la inmensidad.
—¿Y después? —me atreví a preguntarle.
—¿Después? —me respondió lentamente—. Aquí no tenemos tiempo de pensar en eso. Harto nos da que pensar el tener que vivir. ¿Pensar? Digo mal...; ni pensar siquiera. Para que se nos vengan ahora con derechas e izquierdas, guantes de cabritilla y zapatos de horma para eso, y fascismos y comunismos y demás frioleras para uso de señoritos que se dan el opio... uno u otro opio. ¿Después?, me pregunta usted. Qué se yo... ¿Y qué más da?
Cuando me despedí del cura de Aldeapodrida vi temblar en sus pestañas una lágrima.
Yo, por mi parte, no sé si el amigo que me ha contado esto lo soñó o si he soñado yo que me lo ha contado. “¿Y qué más da?”, que dijo el cura de Aldeapodrida. Que lo sueñe a la vez el lector y todos iremos viviendo, ya que la vida es sueño y los sueños, sueños son. Y sería lo peor, lector, que usted y yo seamos desconocidos el uno para el otro: lo peor sería que cada uno de nosotros fuese desconocido para sí mismo.
¿Cómo se mide el conocimiento?
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