La Voz de Guipúzcoa (San Sebastián), 31 de mayo de 1934
A los que nos dicen que, dejándonos de política —de hacerla, no de vivir de ella, que no vivimos—, hagamos dramas y novelas, esto es, poesía, y traduzcamos a Platón, no se nos ocurre por de pronto, ante el tumulto de ideas que para contestarles nos asaltan, otra cosa que recordar aquel discurso que el 19 de noviembre de 1876 dirigió Josué Carducci, el gran poeta civil de la Italia unificada, a los electores del colegio de Lugo, ciudadanos de la Romana.
“Pero es, ¡ay! la poesía —les decía— precisamente la mancha original que, según nuestros adversarios, me excluye de la casta política. La verdad es que nuestros adversarios están de acuerdo con Platón, que fue el primero en echar a los poetas de la República. Mas aquella República platónica era más lírica que una oda de Píndaro, y a Platón, además, le parecía que no desdijese de los filósofos el disputar sobre el logos en las cortes de los tiranos de Sicilia. Solón, por el contrario, componía elegías y hasta, pudiendo ser tirano de la patria, la dotaba, en vez de ello, de una Constitución que hizo la gloria y la grandeza de Atenas. Echándonos en cara, como calificación de inhabilidad política, el nombre de poeta, los adversarios muestran no conocer otra poesía que la de la Arcadia. Y no recuerdan qué temple de ciudadanos fue Juan Milton, que hizo con poderosos escritos la apología del pueblo de Inglaterra contra las usurpaciones de Estuardo. Y no recuerdan que Alemania mandó discutir al Parlamento de Francfort las leyes de su constitución nacional a Luis Uhland, por el mérito de haber gloriosamente cantado las tradiciones y las aspiraciones de su pueblo y doctamente ilustrado la historia de la poesía alemana; y el noble viejo poeta fue parejo a su gloria y digno de la confianza de la patria, soportando, magnánimo, los malos tratos de la violencia militar que disolvió los últimos avances de la Asamblea Nacional. Y no recuerdan que, caída en la ignominia por los errores de un doctrinario, Francisco Guizot, la monarquía burguesa de Luis Felipe, un poeta, Lamartine, opuso por días enteros su elocuencia y el pecho a los furores de la plaza, y con riesgo de la fama y de la vida, salvó al menos el honor francés y la bandera tricolor. Y en Italia, por haber hecho versos que no desagradan, ¡se nos querían quitar los derechos civiles! ¡En Italia! Presiento lo que puedan oponerme los adversarios: “Pero tú no eres ni Milton, ni Uhland, ni Lamartine. ¡Ni vosotros que echáis del Estado a los poetas sois Platones!”
Y luego el gran poeta y gran político —que es una misma cosa— italiano, recordaba a los grandes poetas políticos, esto es, civiles, de Italia: Dante, Ariosto, Alfieri, Foscolo... Y recordaba a Mazzini, el más grande poeta de la más grande política republicana de la civilidad moderna europea.
Claro que todo esto no parece encajar en la réplica a los que me dirigen esa súplica de que nos apartemos del campo de la política y volvamos al de la literatura. De la literatura y no de la poesía. Y al hablar de la poesía no nos referimos a la expresada en verso. Comprendemos que haya muchos que no sientan la íntima hermandad, la “gemelidad” más bien, que hay entre poesía y política. El que esto escribe, por su parte puede decir que si algo ha hecho en poesía, en verso o en prosa, en novela, en cuento, en drama, en ensayo artístico, que haya de perdurar en vida de espíritu, se debe a que ha sentido con intensa pasión la historia de su patria, a que siente la política. Como cree que si su acción política, sus artículos y sus discursos de combate civil logran alguna eficacia en el ánimo de sus conciudadanos, se debe a lo que hay de poesía en ella.
Hay una cosa de que hay que huir si se quiere hacer poesía, hacer arte en el más alto sentido humano, y es de caer en “litterateur”, en “homme de lettres”. Y lo digo en francés, porque la cosa es de origen francés y académico. Víctor Hugo no fue un litterateur, fue un poeta, y fue un poeta porque era un político.
Lo más característico acaso de la literatura que podríamos llamar académica, o sea apolítica, infecunda, es su apoliticismo.
Pero la Academia Española de la Lengua, la que dice que limpia, fija y da esplendor, poco o nada tiene que ver con la poesía. Con la literatura apoética a lo sumo, y por eso es justo que ingresen en ella los políticos literarios y apoéticos, los conservadores, no creadores. Limpian, fijan y dan esplendor, pero no crean, remueven y dan calor a la lengua.
¡Que haga novelas y dramas! ¿Es que sin hacer política, sin política, podría hacerlos? Haciendo mi primera novela, Paz en la guerra, eché los cimientos de mi concepción política, histórica, de nuestra España. Que la política es poesía y la historia es drama. Y todo lo demás..., ¡literatura académica!
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