domingo, 3 de diciembre de 2017

Cartas al amigo VIII.

Ahora (Madrid), 27 de enero de 1934

Quedábamos en que entender es recordar, acordarse. Recordamos para entendernos lo de nuestros padres y los suyos. Que el alma se nos hace en el regazo de la lengua común, en el seno de la comunidad de nación. Perpetuo recuerdo, remesa, transmisión, tradición. Sólo por ésta nos entendemos. La lengua es la tradición siempre renovada, en progreso siempre, y guarda en sí lógica, estética, ética, hasta religión íntimas. Que lo más íntimo de la llamada Reforma —y a la vez de su melliza, la Contra-Reforma—, fue el hacerse lengua vulgar, familiar, popular, laica. De los más hondos y ahincados reformadores, re-creadores, de sus sendas lenguas familiares fueron Lutero y Calvino. Antes Huss y Wiclef.

Toda tradición —transmisión— viva conlleva, pues, en empinada y escarpada cuesta, progreso. Toda historia es herencia, y lo de Cánovas de continuar la de España, una perogrullada, como el pretender comenzarla, una necedad. ¿Nuevas convicciones? ¿Nuevo rumbo? ¿Nuevo credo? Bien; ¿pero adquiridos o infundidos? (Mejor, embutidos). ¡Y cómo! Muchedumbres embaídas por palabrería y habladuría sin palabra ni habla de veras. ¿O es que va uno a comentar eso del fervor, y la emoción, y la vibración y otros embelecos así para embeleso de papamoscas? ¡O llamarle Divinidad —no menos— al consabido régimen! Y luego la diferencia que va de acatamiento —rendimiento— a adhesión. Se adhiere, se agarra, la hiedra al árbol para trepar o para ahogarlo, y el mamoncillo a la teta materna o de alquilada ama de cría de hospicio. Pero como a esos papamoscas las ideas sustanciales y estables les resbalan por fuera y no se les quedan dentro sino las accidentales y pasables, andan a tuertas y a tientas por los caminos imperiales de la vida civil durante la extensión de ésta. Y todo eso que dicen profesar, ¿es idolatría? ¿Superstición? ¿Fetichismo, o sea hechicería? Algo peor. Porque a todo ello la librepensaduría al abuso, como la ortodoxia católica romana —envés y revés cambiables—, proveen a sus respectivos feligreses de grillos y de muletas. ¿Si lo uno, para qué lo otro? Es que la librepensaduría —sobre todo la de compás y escuadra— no ha hecho más que remedar y remendar la Inquisición.

¿Qué? ¿Qué dice usted, amigo? ¿Que a qué partido, secta, escuela, hermandad o círculo pertenezco? Al de ir haciendo que cada uno de ellos vaya a entender su propio entendimiento, y no es poco. Es como otro —no usted, amigo mío, no—; otro que me soltó, desde un diario de mi tierra nativa, que ando mariposeando de ceca en meca. Majadero quien lo soltó, ¡más que majadero! Cuitado partidario entontecido que no puede entender las libres tomas de posición y de posesión mentales ajenas. La dementalidad o siquiera deficiencia mental es algo hoy, sobre todo en política, espantoso en España. ¡Mariposeo! El cuitado, oruga que está a roer su hoja marchita —tal vez de berza—, no llegará a mariposa, porque antes, cuando coco encapullado, le ahogarán para desovillar hebras de su capullo. ¡Que roa, pues! Ellos, a roer, y nosotros, a roerlos y restregarles la sesera hasta que aprendan —¡quiá!...— a mirarse desde fuera de sí mismos y se salven.

“Hablando se entienden las personas”, se suele decir. Las personas, puede ser, pero... Mas antes hay que hacerse oír, hablar, leer y escribir despacio, rumiando, que es educación. Y para ello nada peor que cegar la fuente de la palabra viva, de la que estamos haciendo arreo. El olvido de crearse la propia lengua —“Hazte el que eres”, dejó dicho Píndaro— es lo que ha hecho que hayan podido prender sandeces, como la de llamarle estúpido al glorioso siglo XIX, el del gloriosísimo liberalismo. Gentes que, por querer estar al día, no saben ir al siglo. Tanto valdría llamarles estúpidos al Maladeta, al Almanzor, al Veleta, al Duero, al Tajo o al Ebro. Y, por otra parte —ésta ya noble—, hay el placer de crear —¡claro!, ¡y tanto!...— como el de anonadar o siquiera el de construir y el de destruir. Pero hay la complacencia de entender lo que se crea —o siquiera construye— y lo que se anonada —o siquiera destruye—. Y de no entenderlo surgen remordimiento y resentimiento. Sobre todo cuando se derrumba torre construida con escombros de derribo. Mas ya dijo el Cristo: “Perdónalos, Padre, pues no saben lo que se hacen.”

“¿Y qué más?” ¡Ah, sí!; que los que para inciertos roedores de berza, pasamos por raros, desequilibrados, extravagantes —si es que no locos— o por mariposas, tenemos que decir muy alto, muy ancho y muy hondo que somos los que mejor sostenemos el pecho, que alberga el corazón, la cabeza, que alberga al seso. ¡Así! Ellos, a la que llaman acción; nosotros, al entendimiento de ella. Y al habla. ¡Y qué orgullo si para entender otros pueblos de Dios al nuestro tuvieran de nosotros que aprender su lengua! Salvar a España siquiera ante el sentido del mundo de los entendidos. Y si, lo que Dios no ha de permitir, hubiera de hundirse la patria, que se pueda llegar a decir que hubo quienes entendimos que se hundía y cómo, aunque sin poder remediarlo. De tener que morir, morirse con plena conciencia de muerte. Y glorificado sea el tu nombre, España, aun muerta, pues el nombre es la sustancia espiritual eterna. Y entrar con entera razón, con sentido lleno, en la inmortalidad de mano del Ángel de España. ¿Dejar nombre en la Historia? La Historia —el pensamiento de Dios— está tejida de nombres vivos y redivivos.

Mas cuando en una de estas galernas de nuestro viaje se vean en lo alto de las antenas de la nave luces de Sant Elmo —que son fuegos fatuos del pantano en cuyas orillas roen las orugas y croan las ranas—, se nos abrirán de par en par, al aire azul, las hojas del corazón y habrá de recobrar esperanza de que la conciencia comunal —que no es precisamente esa quisicosa a que se llama opinión pública— nos lleve a puerto de salud. Y de pasaje...

Y en tanto, dejándoles roer, nosotros, mariposeando —¡sea!— de flor en flor, a hacer entendimiento de habla, que es hacer conciencia familiar, popular, laica de veras.

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