Nueva Vida (Barcelona), núm. 2.º, 30 de enero de 1934
“Mi pena es como un castillo roquero, que, cual nido de águila, se eleva en la cumbre de una montaña, entre nubes, y que nadie puede asaltar. Desde él me lanzo a la realidad y cojo mi presa; pero no me quedo abajo, sino que me llevo mi presa a mi hogar, y esta presa es una imagen que entretejo en los tapices de mi castillo.”—S. Kierkegaard.
Este mismo trágico Kierkegaard nos dijo de una araña que, suspendida sobre el abismo, tantea el abismo de su alrededor. Y el enorme poeta yanqui Walt Whitman volvió sobre esta imagen tan preñada de sentido simbólico.
Decía Kierkegaard en 1843: “¿Qué va a venir? ¿Qué nos va a traer el porvenir? No lo sé; no presiento nada. Cuando una araña desde un punto fijo se precipita hacia abajo, a sus consecuencias, ve constantemente ante sí un espacio vacío en que no puede sentar pie firme por mucho que lo tantee...”
Decía Walt Whitman en 1870: “Observé una silenciosa y paciente araña que estaba aislada en un pequeño promontorio; observé cómo, para explorar el vasto vacío ámbito, lanzaba sacándolo de sí misma, filamento, filamento, filamento, devanándolo sin cesar, hilándolo con incansable presteza. Y tú, ¡oh Alma mía!, donde tú estás, rodeada de inmensos océanos de espacio, incesantemente meditando, aventurando, lanzando —buscando las esferas, para anudarlas; hasta que se forme el puente que has de necesitar— hasta que prenda la flexible ancla; hasta que el hilo que lanzas coja en alguna parte, ¡oh mi Alma!”
Y ahora, cuando los que asustan del Porvenir, que es peor que temblar ante la Muerte civil, que es la Historia, sea una comedia conforme al libro y al programa; cuando estos se preguntan despavoridos: “¿qué nos va a traer el día de mañana? ¿qué sucederá mañana, Dios mío?, ¿cuál va a ser nuestra suerte?, ¿qué nos espera?”; cuando dicen esto los que se estremecen ante el salto en las tinieblas, nos acordamos de la araña de Kierkegaard y de la de Walt Whitman. Que era una misma araña.
¿El salto en las tinieblas? Lo teme el que no lleva cuerda de salvación consigo. Cuando se va a descender a una sima inexplorada, se lleva una lámpara; pero antes que lámpara, una cuerda, una cuerda de salvamento. Cuando Don Quijote fue a descolgarse a la maravillosa Cueva de Montesinos, llevó “casi cien brazas de soga”, con la que “le ataron luego fortísimamente”, y a la que él habría querido juntar “algún esquilón pequeño”, con cuyo sonido se entendiera que todavía bajaba y estaba vivo; mas aún sin esquilón, “dándole soga el primo de Sancho, le dejaron calar al fondo de la caverna espantosa.” (Parte II, capítulo XXII).
Pero para el descendimiento —¿por qué no ascensión?— a la cueva maravillosa del Porvenir tenebroso: para el salto en las tinieblas que se nos vienen espesando encima de la cabeza y debajo de los pies, no sirve soga alguna de fuera ni aunque sea de “casi cien brazas”. Como la araña, tiene nuestra alma que sacar la soga, el hilo de Ariadna, de sí misma, de sus propias entrañas. Hay que sacar, cada uno, de sí mismo, el hilo conductor y salvador de sus propias entrañas. Tiene cada cual, si quiere salvarse, que hilar y retorcer las propias entrañas, palpitantes de vida, de ansiedad, de desesperanza y de fe.
Lo más trágico de la araña de Kierkegaard y de la de Walt Whitman, no era que tuviesen en torno de sí el vacío, sin un punto en que sentar pie, sino que era que el hilo de que pendían se formaba en sus propias entrañas, y que era parte de sus entrañas y no una soga que hubiese cogido fuera de sí.
Pobres hombres que para descolgarse a la cueva maravillosa del Porvenir, del mundo nuevo, de lo desconocido del mañana, necesitan soga, ¡programa! “¿Y quién nos va a gobernar? —preguntan aterrados—, ¿y con qué leyes?, ¿y con qué clase de gobierno?; ¿cuál es el programa de esos revolucionarios?: ¿cómo van a organizar la sociedad futura?; ¿con qué substituirán a la propiedad privada?; ¿con qué a la herencia?; ¿qué van a hacer de mi empleo?” Y así sin cesar. Todo se les vuelve pedir soga y un esquilón para llamar cuando sientan ahogo o terror de muerte, y una lámpara para ver las tinieblas. Y no saben que la lámpara no sirve cuando uno no sabe ver en sí mismo. Y que, en todo caso, hay que ser como la luciérnaga, que saca de sus propias entrañas la lucecilla con que, más que alumbrar su camino, se alumbra para que su compañera la vea.
Pobre amigo mío, aterrado ante el salto en las tinieblas del mañana; ante el caos social que presientes; ante un porvenir sin programa político; ¡hazte luciérnaga y hazte araña!Golpea en tus entrañas y fuerte y sin duelo, hasta sacarles chispas de luz, e hílalas y retuércelas, también sin duelo. Sólo el que , habiendo sido duro e implacable consigo mismo, se hiló y retorció las entrañas en hilo de exploración en el vacío; sólo el que se laminó y se ahusó el alma en busca de su PARA QUÉ, en busca del Alma del Universo, sólo éste puede lanzarse en la sima del porvenir tenebroso. ¿Qué es lo peor que puede pasarle? Que las hiladas entrañas se le quiebren. ¡Y aún así!
Mira, amigo, venga lo que viniere. ¡Más vacío que el pasado no ha de ser!… “¿Qué nos traerá el porvenir?” —dices. Y ¿qué nos lleva el pasado? ¿Qué sentido tiene la historia toda que hasta hoy ha sido? ¿Le tiene alguno? ¡Vaciedad de vaciedades y todo vaciedad! Pero ya conocemos la vaciedad de ayer; ¡venga la de mañana! Pasado mañana será ya cosa vieja. Dentro de un siglo, mucho antes, esa sociedad que nos preparan los de la nueva era social se verá que resulta tan estúpida, tan vacía, tan absurda como la de ayer. ¿Para todos? ¡Para todos, no! Menos para el que desciende a ella cogido al hilo de sus entrañas. Porque para este no hay otro mundo que su hilo. La verdadera senda de la vida de la araña simbólica es el hilo de sus entrañas.
Hílate, pues, las entrañas, alma mía, ¡y venga lo que viniere! Más vacío...
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