martes, 26 de diciembre de 2017

¡San Pablo y abre España!

Ahora (Madrid), 24 de mayo de 1934

La Biblioteca de Pensadores Contemporáneos “Filosofía y Religião”, que ha empezado a publicar en Portugal Leonardo Coimbra, ha dado ya su primer volumen, un São Paulo de mi Texeira de Pascoaes. Hace mucho tiempo que no he recibido más fuerte impresión a la lectura de una obra así. Ésta sobre San Pablo, nuestro San Pablo, me parece el hecho más entrañado de la espiritualidad religiosa ibérica de nuestros días. Leyéndola, y al acordarme de ese legendario Santiago que se dice yace en Compostela —tierra que presume de céltica más que de ibérica— donde lo que más parece que está es el resto del pauliniano Prisciliano, se me ha venido a la mente lo de: “¡Santiago y cierra España!”, y he retrucado: “¡San Pablo y abre España!”

¡Cómo pasa San Pablo como una sombra viva y engendradora de sombras por las apretadas y encendidas y estremecidas páginas de este libro! Y con él San Esteban, su ángel, y Timoteo. Y Lucrecio, y Séneca, y Nerón... Y todo un mundo de sombras de sueño y de sueños de sombra... Y en rápidos esguinces o en alusiones fugitivas, Antero, Herculano, Junqueiro, Sor Mariana, João de Deus, Don Sebastián, más ángeles lusitanos, y junto a ellos, Don Quijote, Santa Teresa de Ávila, Goya —uncido a Dostoyeusqui— y otros nuestros. Apenas forasteros, no siendo romanos. Faltan, acaso, Miguel de Molinos, el aragonés, e Íñigo de Loyola, el vasco. Aunque Íñigo, el soldado del catolicismo jesuítico, racionalista, el anti-místico, ¿qué iba a hacer en este libro de íntimo espiritualismo? Espiritualismo más que idealismo.

Sigue Pascoaes el relato que de la vida del Apóstol de la Fe —del que dijo que la fe es la sustancia de lo que se espera— nos dejó hecho, para siempre y después de siempre, el libro de los Hechos de los Apóstoles, colgado a San Lucas, el médico evangelista. Y qué cuadros maravillosos, al revivir la leyenda, del pequeño judío fariseo y epiléptico en Atenas —ante el Areópago—, en Antioquia, en Jerusalén… Pero ese relato es, no el cañamazo en que Pascoaes borda sus visiones, sino la tabla en que graba sus sombras. (Los que recuerden lo que escribí sobre las Sombras de Pascoaes en mi Por tierras de Portugal y España, lo sentirán bien.) Y acaba el relato, el comentario eterno a la vida del Apóstol, con una visión apocalíptica del incendio de Roma en tiempo de Nerón, en julio del año 64, que es cuando desaparece San Pablo. Lo de después sobre él, no ya leyenda, sino fábula. Desaparece, no muere. ¿Dónde murió? ¿Dónde está enterrado? Le llamaba España: nos lo dice él mismo. “Exáltase —siento tener que traducir el portugués—, quiere partir para España. Despierta en él su vieja ala voladora, aquella tara romántica de vagabundo. ¿Y no es España el fin de la tierra? ¿No es allí donde muere el sol? Y es allí donde el Apóstol quiere morir, profiriendo la última palabra de Jesús.” Y Pascoaes, al decirse a qué lugar de la tierra sería restituido su pobre cuerpo miserable —“¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”, dijo él—, ¡cansado de qué trabajos!, se pregunta: “Na Espanha?” ¿En España? Y entiéndese aquí por España lo que empezó siendo: Hispania, la Península Ibérica toda ella.

Por ese libro pasa —y queda— nuestro espiritualismo desconsolado y desesperado, que saca de su desconsuelo y su desespero toda su fuerza eternizadora, nuestro quijotismo. Cuando Pascoaes nos dice que le va a salir a San Pablo de las manos “un nuevo tipo humano, el cristiano, la estatua humana de Cristo, en mármol de diosas y dioses..., el hombre nuevo, el europeo, espiritualista e individualista, quiere decir el ibero, el español, de “realidad irreal”, que es “todo y nada al mismo tiempo”. (Bien digo que falta Molinos.)

¿Pero... qué es lo que tan hondamente me ha herido de esta obra? “La imagen que proyectamos en los otros refléjase luego sobre nosotros; no hay mejor espejo”, dice Pascoaes. ¡Ah, sí, es esto! Este libro es, en gran parte, uno de mis espejos. ¡Y cómo me da a conocer a mí mismo! ¡Cuántas cosas vistas en él son más mías que las mismas mías! “Ser inmortal es esperar la inmortalidad.” “Cuando creo en Dios, no soy yo (el “yo” es apenas una señal) quien cree: es el Universo, en mí presente. Es el propio Dios, que en mí se reconoce...” (¿Pero cuándo creo en Él?) “La creencia es experiencia viva, íntima certeza, visión directa... el objeto de mi creencia existe, por lo menos tanto como yo... La idea de Dios en el hombre es el propio Dios al revelarse humanamente...” ¡Ay, Pascoaes, ay, ay! ¡Y cómo revivo mis ratos de sentimiento trágico de la vida al leer aquí que “nuestro deseo es que nuestra existencia no acabe o feliz o desgraciada! ¡Ser feliz o desgraciado es una cuestión secundaria! ¡Ser es que es todo; antes las llamas del infierno que el yelo absoluto de la Nada!” ¡Basta! Y pasa Don Quijote, y “el esqueleto de Rocinante, hecho de piedra del Sinaí, domina la llanura solitaria". Don Quijote, cuya cruz fue la risa; Don Quijote uncido a Don Sebastián. Y esto otro de que “el moderno ateísmo, esencialmente político, no resulta de un estado definitivo de nuestro espíritu, y la acción de los ateos es más fecunda en el campo religioso que la de los creyentes; es una acción de hostilidad creadora, y la creencia de los creyentes representa un acuerdo estéril y pacífico; la paz es siempre estéril”. Sólo un ibero pauliniano que siente así puede decir que Dios no está en los preceptos de la Moral, que es de origen social, un producto de la vida común —“el ciudadano es una individualidad ficticia; no pesa en la balanza.” Esto no pueden sentirlo los creyentes —¿creyentes?— ortodoxos de “¡Santiago y cierra España!”, los de la religión policíaca, que en el fondo es otra forma de ateísmo esencialmente político. Y leyendo —¡cuán conmovido!— eso en este espejo, me susurré al corazón, mi Pascoaes. “¡San Pablo y abre España!” Que la abra, sobre todo a la esperanza. Mas que sea desesperada. (Y cállese, mentecato, que clama: “¡paradoja!”)

Mas... quiero condensar: “Y si aparecer es existir, hablar es más aún, porque es vivir”, dice mi Pascoaes, que profesa culto al lenguaje, al lenguaje hablado —“minha linguagem falada”—, al maravilloso portugués en que nos revela el San Pablo Ibérico. ¿Que el portugués es el castellano sin huesos, dicho atribuido a Cervantes? (No recuerdo habérselo leído; Rodríguez Marín lo sabrá, que no yo.) ¡Quiá! Y en todo caso, empero, qué carne apretada, jugosa y a la par —paradoja también, ¿eh?— enjuta, recia. En este portugués de Pascoaes, más ibérico que céltico, más tramontano que miñoto, encontré los huesos del Marón, a que subí con él, con Pascoaes. ¡Y tener ahora que recomendar que se traduzca esta obra ¡Tener que pedir que se traduzca portugués! ¡Esta traducción sí que es traición! Y en este romance portugués, al que debo haber podido llegar a tantos recónditos escondrijos —a las veces vacíos— del romance castellano, es al que se debe en la mayor parte el que tantas expresiones de Pascoaes se me hayan quedado talladas, como muescas en tarja de pastor —y no plegadas, como dobleces en tarjeta de visita de señorito— en la memoria del corazón.

Y aún nos queda, mi Pascoaes, tarja para ir mascando —lo emplean en Galicia— sentencias paulinianas ibéricas. Yazga la artificiosa fábula santiagueña a la sombra del olvido de Prisciliano, y repitamos: “¡San Pablo y abre España!” ¿Qué es eso ahora de Contra-Reforma?

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