martes, 12 de diciembre de 2017

Cartas al amigo IX

Ahora (Madrid), 17 de marzo de 1934

¿Con que está usted, amigo mío, con-tristado? ¿De veras? Pues por aquí, también casi todos con-tristados, que es peor que tristes. Con-tristeza, que es un consentimiento de la derrota. ¿Y qué va a venir? —dicen—. ¿Pero no cree usted que para cerner contristezas —o contristamientos— no hay como divagar a hilo suelto? O extravagar, que es mejor. Y es así como cuando uno, al romper del alba, yace traspuesto entre sueño y vela, sin darse cuenta de sí. Mas luego llega el despertarse.

De veras despierto está el que tiene conciencia de estar soñando, porque el sueño del dormido es sueño inconciente, que no se sabe tal. En cuanto el soñador se dice: “¡Pero si es que estoy soñando!”, es que despertó. Y cuando cala en toda la hondura de aquello de que “la vida es sueño”, el sueño se le hace vida y sueña para vivir. Y sobrevivir... Lo mismo que está de veras cuerdo el que tiene conciencia de su locura. Cuando se llega a “¡Pero es que estoy loco!; ¡esto es una locura!”, se ha cobrado, o recobrado, cordura.

Sí, ya sé: paradojista, o chiflado, o... esquizofrénico acaso. ¡Bah! Tonterías de psiquiatras sin psique ni iatría, sin alma ni cura. Y sin cura de almas. Que no saben no ya ponerse en el alma del paciente, sino, lo que es más importante, meter en ellos el alma de él. ¿No se le llama a esto introyección o cosa así? No sé..., no sé... Sólo sé que hay que huir de quien nos dice: “¡En mi vida se me ha ocurrido semejante cosa!” Y luego viene el humorismo. Y la disolvente sonrisa cervantina.

“Ergo”..., démonos a escarceos verbales, a lo que —¿se acuerda usted?-— llamábamos “romanceos”. ¡Disipa tantos contristamientos el retorcer los vocablos! El otro día, aquel que usted sabe, me preguntaba muy serio —toma en serio esos camelos— por lo de las derechas y las izquierdas. Y le expliqué cómo el hombre para andar bien necesita tener de igual longitud las dos piernas, la derecha y la izquierda; necesita ser isoscélico —ya sabe usted lo que es el triángulo isósceles, de dos lados iguales—, como el compás. Y le indiqué que esos del compás —¡esos!— tienen que ser isoscélicos. O estarse, como las cigüeñas, cambiando de patas. Y por aquí le fui metiendo cada infundio que a poco le esquizofrenizo. ¡Pero quia! Es impermeable a lo que él —el muy tonto— llama paradojas.

Luego me puse a desarrollarle la diferencia que hay entre la derecha, el derecho y lo derecho. En cuanto al derecho —ya lo sabe usted—, no ando muy fuerte. Lo de la juridicidad se me ha atragantado. Porque como no he cursado ni una asignatura siquiera de esa Facultad, me he quedado en la justicia, que es una antigualla. Y cosa poco técnica. ¡Pero el lío padre fue cuando me metí con lo derecho, con la línea recta! Que, como usted sabe, es indefinible. En todas las definiciones que he oído de ella entra lo que hay que definir: la dirección. Como que es una noción intuitiva. Y aquello de “la que tiene todos sus puntos, etc.” Lo de los puntos es inefable. Y luego hay en una sección de línea recta —sea el diámetro de una circunferencia o de un hemiciclo— un punto central, el centro, equidistante del extremo punto izquierdo y del extremo punto derecho. Aunque esto de derecha e izquierda no es geometría, no es matemática, sino fisiología y, en rigor..., digestión. Turno de digestión. Y le hablé luego no del centro de una sección lineal, sino de una sección superficial; del centro como centro de la circunferencia equidistante de sus puntos todos, los de la circunferencia. ¡El lío, ¡santo Dios!, que armamos —digo, que armé— con eso del centro y de los extremos! El pobre hombre me miraba inquieto, dudando acaso si era que le estaba tomando el pelo o me lo estaba sacudiendo yo. Y él, en tanto, temía por su pelo, por el suyo, por el de su dehesa. O de su partido, si usted quiere. Hasta que se me cuadró, preguntándome que por quién le tomaba. Y comprendí lo peligroso que es someter a tales masajes mentales a sujetos así, que no son sujetos, sino objetos. ¡Figúrese así! ¡Un fanático así!

Fanático, sí, porque usted, que es bastante latinista —y ladino, además—, sabe que fanático vino de “fanum”, el templo, y que lo que está fuera de él, del templo o “fanum”, es profano. Y nuestro sujeto-objeto, miembro disciplinado y creo que hasta fervoroso de su partido, es... —¡vaya de paradoja!— un fanático profano. Y con tales sujetos es peligrosísimo jugar. Porque se dicen: “¿Adonde va éste?; ¿es que quiere quedarse conmigo?” ¿Quedarme con él? ¿Y para qué? Lo que yo hacía era ejercitarme.

En el fondo, lo que él quería es que yo le definiese. Y es indefinible. Porque se define por género próximo y última diferencia —¿no es así?—, y él ni tiene género ni tiene diferencia y es absolutamente simple. Presume de individualidad, pero... ¿Se acuerda usted de aquel ciudadano español que en el censo primero de población que se hizo después de la revolución septembrina de 1868 —la Gloriosa—, y en que se incluyó una casilla de religión, acertó a definirse como único en España? Porque de los que no se declararon católicos, sino de otra confesión cualquiera, sólo él dio con una en que estaba solo. Muchos dijeron no profesar religión alguna; algunos, que todas; éstos, ateos, o protestantes, o agnósticos; hubo budistas, mahometanos, etc., etc., y él, sólo él, se definió... ¡iconoclasta! Solo un iconoclasta oficial hubo en la España aquella revolucionaria. ¡Y qué orondo se quedaría al conocer el resultado del censo! ¡Pero ahora, amigo mío, hay una de iconoclastas del género aquel! Iconoclastas, naturalmente, idólatras.

Qué, ¿se le va a usted pasando la cancamurria, el contristamiento? Porque no pretenderá usted, que me conoce, hallar ilación en todo esto. Ni ilación, sin h, pues aquí no se infiere nada, ni hilación, con ella, pues nada se hila. ¡Y perdón!, ¡es el pícaro oficio! Y esto tampoco es mariposeo. Acaso, y a lo más, “cinifeo”, revuelos de cínife. ¿Se acuerda usted, a propósito, de aquella maravillosa página del gran individualista solitario del bosque norteamericano, que fue Thoreau; aquella página de su “Walden” en que nos cuenta la odisea de un mosquito, de un cínife, por el recinto de la cabaña de madera que con sus manos se construye el robinsoniano? ¡Admirable pasaje! Y qué encanto sería adormilarse al alba, bien protegido por un mosquitero, al arrullo brizador de la sonatina del violero —tal aquí su nombre— y que se mejan y remejan el sueño y la vela y se nos hunda la conciencia de estar soñando y escape uno a derechas y a izquierdas y a centros programáticos.

Y para suspender ya, por hoy, esto aquí, traiga usted, amigo, a su memoria cuando, en un palique parecido, uno que nos oía se nos vino con: “Y eso, ¿con qué se come?”; y usted, clavándole en la vista la vista, le respondió de pronto: “¿Qué con qué se come esto?; usted, ¡con paja!” Y no se dio por ofendido porque era un materialista histórico, avezado a la paja sociológica. Otro dirá acaso: “Todo esto es pura broma.” Y yo: “No, sino broma pura, como la ahora tan celebrada poesía pura, y programática; una lustración contra la ilustración, ya que otros la lustrean.”

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