Ahora (Madrid), 21 de abril de 1934
¿Que por qué —me pregunta usted, amigo mío— no me recojo a escribir toda una obra, mi obra, en que sistematice mi pensamiento total?? Mi pensamiento libre, dice usted, y luego mi filosofía. ¿Pensamiento libre? Libre ¿de qué? Créame que es algo más que un mal chiste aquello de que el verdadero libre-pensador es el que se libra de tener que pensar. ¡Tener que pensar! ¿Sabe usted lo que es esto? ¿Pienso para mí o para los demás? En rigor, acaso para ganarme la vida, espiritual y materialmente. ¿Qué diferencia va de oficio —profesión— liberal a servil? ¡Benditas las cadenas! Teniendo que pensar para los demás, para deshacerles los malos pensamientos, pienso para mí para deshacer los míos, ¡Si supiera usted, amigo mío, lo que es esto de hacer artículos, de pensar al día, a jornal!
¡Ay, aquellos días y, sobre todo, aquellas noches parisinas de 1924 a 1925, cuando escribí mi Cómo se hace una novela, que, sin haber apenas circulado aquí en español, anda traducido al francés! ¿Desterrado en el extranjero? Peor desterrado en la propia Patria. Tantos años queriendo y creyendo contribuir a formar una conciencia nacional, de patria, para que luego no se le entienda a uno o se le trabuque, y es peor. ¿Decepción? ¡No! Y luego, entre resentidos, envidiosos, quisquillosos y recelosos —“pointilleux et ombrageux”, que le llama muy bien el Baedeker al español—, tendiéndoles miradas de ésas que a la vez que les desnudan el alma se la desnudan a uno, al que se las tiende... ¡Y eso de andar pidiendo responsabilidades! De todos. ¿Y la propia? La responsabilidad de pedir las de los demás. Nos han envenenado el pan espiritual de cada día. ¡Y no poder “conciliar el sueño”! Bonita frase, ¿eh? Pero no es que uno no logre dormir: es que no logre soñar. Y mientras pasearse por unos u otros pasillos, sintiendo que hay quien se muere peor que de hambre: de sueño, de desvelo, de vergüenza... Y en cuanto a lo de mi filosofía, que la escriba otro, cualquier menguado unamunista, que yo no lo soy. Seré yo, “ego”, pero no soy egoísta. ¿Mi filosofía? ¿Bah! Antes tendrán que levantar el andamiaje bio-bibliográfico. Y quedarse en él, que es labor de eruditos.
Me habla usted de tormentos de soledad... ¿Tormentos de soledad? El más terrible, el que se vea uno encerrado en una celda cúbica, entre cuatro paredes que sean cuatro grandes espejos, sin techo, abierta al cielo libre, y por suelo, la santa tierra con yerba. Y que dé uno en meditar como si a orilla de un río —que es espejo— meditase en la diferencia que va del cauce al caudal del agua y cuál hace a cuál. Acabaría uno dándose de cabezadas, suicidándose, contra sus imágenes, contra sí mismo. Si es que no se le ocurría tenderse en el suelo, sobre la yerba, a lo largo, y, cara al cielo, contemplar a éste en su azul desnudez o ver pasar las nubes. Y de noche contemplar la estrellada, espejo de nuestra más tremenda conciencia: la cósmica... ¿Recuerda usted el celebérrimo pasaje de Kant, el solitario de Koenigsberg? Allí, tendido en el suelo de mi celda de espejos, no me vería, sino que me tocaría en tierra, me tocaría la tierra. ¿Y oír a la tierra? Porque hay las voces —voces humanas sobre todo— que suenan en el aire, bajo el cielo, como otras tantas cuerdas sonoras; pero, ¿y cuándo la tierra, a modo de caja de resonancia, resuena de ellas? ¡La resonancia, el resón de la tierra! ¡El resón de la tierra en la soledad humana! ¿Y no cree usted, amigo mío, que lo que uno pueda decir desde esa celda de espejos no sirva para que los demás sientan poblarse sus sendas soledades?
Y ahora voy a recordarle dos pasajes de aquel Robinson Crusoe que se daba a leer a los niños —a los niños—, lo que les incapacitaba para poder comprenderlo de mayores; aquel Robinson Crusoe que tantos —y yo entre ellos— han solido contraponer al Quijote. ¡Qué error! Robinson es quijotesco, y Don Quijote es robinsoniano. Los dos pasajes a que aludo es uno aquel en que Robinson coge un loro y le adiestra a que le llame: “Robin, Robin, Robin.” Quiere oírse llamar desde fuera y por otra voz, que si uno se llama a sí mismo, por muy en alta voz que sea, no se oye. ¿Quién dice que hay escritores, oradores, publicistas que están en continuo monólogo? El verdadero monólogo es sin oyentes, y éste ni el otro que monologa se oye. Y el otro pasaje es aquel otro en que se nos cuenta cómo al encontrar Robinson en la arena de una playa de su isla desierta la huella de un pie desnudo de hombre, huyó aterrado a recogerse a su choza. Mas...
Sí; dejo esto y voy a contarle lo que acabo de leer, que el conde Sforza cuenta a los lectores de La Nación, de Buenos Aires, en un artículo, y referente a Giolitti. Y es que cuando éste, a los ochenta y dos años, perdió a su mujer en su modesta propiedad de Cavour, se iba a las dos de la madrugada, solo, a arrodillarse junto al ataúd, depositado en la humilde iglesia de la aldea. Y días después le dijo al conde Sforza, tras un largo silencio: “¿Sabes lo que encontré en el devocionario de mi mujer? Una carta que le envié desde Roma hace treinta años, durante una crisis ministerial y en la que le hablaba de la repugnancia que me inspiraba el tener que vivir entre las ruines envidias de los políticos.” ¿De los políticos? Son peores, digo yo, las de los literatos. Y peores las de los que no pueden ser ni políticos ni literatos.
Usted, amigo mío, al pedirme que escriba mi obra, que sistematice mi pensamiento, que defina mi filosofía —y no sé si mi política y hasta mi religión—, me pedía, en rigor, confidencias o confesiones. Y yo le invito a que se confiese usted a sí mismo. ¿Es que no ve que hoy, en esta nuestra Patria, apenas hay quien quiera hacer examen de conciencia? ¿Es que no ve que todas esas convicciones y todos esos fervores disciplinarios no son más que mentira de teatro? Y luego hay algo más congojoso, y es que al ver todo eso, es decir, al oír a todos ellos, no le entre a uno cierto delirio y se le antoje que son imágenes de uno mismo en una misma celda de espejos. ¿No le digo a usted el sentimiento de responsabilidad que le acomete a uno al andar exigiendo las responsabilidades de los demás? Hace poco le hablaba yo en una carta a un amigo y compañero mío de la posible pronta jubilación de la libertad. Este amigo y compañero mío, ex diputado, figura en lo que llaman la izquierda republicana. Y después de coincidir en mi temor, añadía al contestarme: “Creo que si no somos capaces de elevar la política a un plano nacional, y en plazo breve, vamos a ver cosas tristes.” Lo más triste, que nos veamos cada uno espejado en los demás. ¿Cuál es el “plano nacional”? Y no quiero insistir por ahora. Y, ¡ah!, si nos entendiéramos..., si habláramos todos la misma habla, el mismo lenguaje, y si cada uno le buscara la sustancia a cada palabra que emplease... Si en vez de esa retórica revolucionaria al servicio de una revolución retórica, con sus lamentables ¡vivas! de santo y seña, oyésemos el resón de la tierra…
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