Ahora (Madrid), 21 de marzo de 1934
Siempre que se habla de ese socorrido tópico de la lucha de clases pensamos —y piensan muchos, pues así lo han expresado repetidas veces— en qué será eso de las clases. Pues no hay escolástico marxista —y cuidado que el marxismo es una terrible escolástica y con frecuencia de una erizada pedantería— que se haya tomado la molestia de pensar una definición de la clase en el sentido económico. Y tampoco sabemos qué quiere decir, en técnica marxista, lo de proletario ni lo de burgués.
¡Es tan cómodo eso de proletario! Muy sugestivo y hasta sonoro para encabezar un manifiesto: “¡Proletarios de todos los países, uníos!” Y hemos oído después hablar de arte proletario —música proletaria, pintura proletaria, etc.—, como hemos oído hablar de astronomía social. Y cualquier día oiremos de matemáticas católicas o de sastrería racionalista o laica. (Las de los que no cosan sotanas ni hábitos frailunos.) Proletario es hoy en España una denominación tan huera como la de fascista o la de monarquizante. Hemos oído hablar de escritores proletarios —poetas o novelistas proletarios—, pero nos hemos enterado de que no son proletarios que escriban —poemas, novelas, ensayos o artículos periodísticos—, sino que escriben... proletariamente. Un amigo nuestro que se dedica a lo que él llama psicología sociológica nos ha dicho que esos tales son proletarios “de ojo”. Vamos al decir, listeros del proletariado. O mejor del proletarismo, que es otra cosa. Pues así como aquí mismo decíamos que catolicismo no es, sin más, catolicidad, así tampoco proletarismo es proletariado. Y ello nos ha traído a la conclusión de que el definirse —“hay que definirse”— proletario es adoptar una doctrina más o menos clara. En general, menos clara. Lo que nos ha hecho desconfiar de ese proletarismo no menos que de la astronomía social, de las matemáticas católicas, de la economía cristiana, de la sastrería laica o... O de la justicia republicana o monárquica. Ganas de confundirlo todo. Y hemos podido observar, por otra parte, que los proletarios de ojo, que los listeros del proletarismo, están en lo que hemos dado todos en llamar clase media. Y como esos listeros son profesionales del proletarismo, se nos ha planteado el problema de la relación que haya entre las profesiones —entre éstas la profesión de pensador de la lucha de clases— y las clases.
¿Hay, en efecto, profesiones y profesionales que por su índole misma entran en una u otra clase? ¿Hay oficios, menesteres, ocupaciones y funciones que pertenecen a una clase y no a otra? Sabida es la distinción que en inglés se establece entre obreros “skilled” y “unskilled”, o sea calificados, con oficio determinado —canteros, albañiles, carpinteros, sastres, cajistas, etc.—, y no calificados, a que llamamos con varios nombres y en ciertos casos braceros, peones, dependientes, etc., etc Ahora, que ni a los obreros calificados ni a los incalificados —que no quiere decir, ¡claro está! Descalificados— sabemos clasificarlos. Que si es difícil calificar, señalar la calidad, más difícil es clasificar, señalar la clase.
Y así, “de deducción en dedución”, que decía cierto personaje cómico, hemos venido a dar en que el concepto —o mejor pseudo-concepto— sociológico —¡ya salió aquello!— de clase es una categoría política. Y una doctrina política —no económica— de la lucha de clases. Que se reduce a lucha de partidos, a lucha de ideologías. Y no de intereses. Algo, por lo tanto, tan fuera de la íntima realidad vital de la historia como esa grandísima vaciedad de lo de las derechas y las izquierdas, comodín y trampolín a la vez de la inapelable pereza de pensar.
¿Lucha de clases? Lucha de naciones, y de regiones, y de ciudades, y hasta de barrios; lucha de profesiones y oficios, esto sí que conocemos. Se nos habla, por ejemplo, de obreros y campesinos, de martillo y hoz; pero cuando nos hemos puesto a escudriñar luchas sociales que podíamos observar de cerca y en vivo, hemos visto cómo en el fondo hay muchas veces la lucha entre el obrero de la ciudad o de industria y el campesino, entre el martillo y la hoz. Por algo la leyenda bíblica hace comenzar la lucha, la lucha fratricida, no por el choque entre dos míticas clases, ni entre amo y criado, sino entre dos profesiones, la del pastor y la del agricultor. Y sigue. Como sigue el conflicto entre la industria y la agricultura. Lucha de profesiones. En que entra una cierta lucha entre lo que se llama profesiones liberales y profesiones serviles. Y no decimos intelectuales y manuales porque todo oficio manual es también intelectual, pues sin inteligencia ni buen peón cabe ser. Y si bien se mira hay también lucha entre los proletarios de prole y los de ojo.
Asociación profesional apolítica y autónoma. Por supuesto. Esto equivale a decir que no figura en clase alguna, que no es “clasista”, como se decía no hace mucho empleando un neologismo que le molestaba el castizo oído a Azaña, no menos que me molestaba a mí, pues decir apolítico quiere decir que no se clasifica, que no se apunta o matricula en clase alguna, y decir autónoma que se da a si misma la ley sin acatarla de otra asociación cualquiera dirigida por listeros o clasificadores de ojo y a ojo. A ojo de mal cubero.
Pero..., ¡basta!, que es triste cosa tener que recordar cosas tales. Aunque más triste sería que insistiéramos en lo que llaman pesimismo, en nuestra concepción desolada de la historia actual, en nuestra convicción de que por ahora el remedio a la honda corrosión de los cimientos de nuestra civilización es —si ello sea remedio— hacerse a la idea de que todos, incluso los proletarios “de toda clase”, tienen que rebajar su tenor de vida y rebajarse, que hay que trabajar más —los que puedan— para ganar menos y mantener a los naturalmente parados y a los incapaces y que el verdadero profeta fue Malthus y no Marx. Que podrá ser inhumano el régimen actual económico del Japón, pero que no es anti-económico, sino fatal. A menos de que provocando una guerra provoquen una sangría del pueblo que les sobra, ya que las más de las guerras son en el fondo procesos inconscientemente malthusianos del genio de la especie. Ni es explotación del capitalismo, sino fatídica necesidad del capital nacional. Ahora que allí, para ese terrible proceso, tienen, entre otros remedios, la esperanza budista en el nirvana y el “harakiri”. Y en tanto aquí sigan los “clasistas” imaginándose que se distribuye mejor la riqueza secando sus fuentes con reformas que saquen pan de los canchales y tremedales, y se alarga la vida agotando el caudal de que se vive. Es la fábula de la gallina de los huevos no de oro, sino de calderilla. O peor aún, de papel de inflación. Y otro día contaremos al menudo la fábula de la gallina de los huevos de papel de inflación. O huevos de papel inflado. ¡Pobre Estado!
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