El Norte de Castilla (Valladolid), 23 de marzo de 1934
El ámbito —recinto— político-moral de la nación española va espesándose, al parecer al menos, por momentos. Y se produce a la vez ese curioso fenómeno de lipemanía, de complacencia en el mal, que caracteriza a ciertas enfermedades, tanto colectivas como individuales. Una melancolía común. Diríase que las gentes se regodean en repetir: “esto va mal, muy mal; no sabe uno a dónde vamos a parar.” ¿Es que nos preparamos todos a representar una tragedia?
Y es más curioso aún —y más digno de estudio— el estado de ánimo de muchos de los que se cree que están trabajando —y lo creen ellos mismos— por la revolución social. Revolucionarios a la fuerza. Por poco que se sepa de psicología de las muchedumbres se puede ver que cuando al fin se lanzan a un motín —pues en motines y no en más se disuelve la tan cacareada revolución— hacen lo que suelen hacer las tropas en las batallas, y es huir hacia adelante, cara al enemigo. Los mueve un doble miedo; miedo al adversario o al poder que tratan de derrocar, y miedo a los de su propio seno que les empujan a la acción. Porque es sabido que, como en las guerras, los de retaguardia obligan, amedrentándoles, a avanzar a los de vanguardia, a los del frente. Que los pobres del frente no suelen ser los que arrastran a los demás; sino todo lo contrario.
¡Y qué de extraños sentimientos puede estudiar el observador atento, desapasionado y sereno! Hay combatientes de esos en que lo último de su conciencia, sin darse acaso clara cuenta de ello, desean ser derrotados. Van a la derrota huyendo hacia adelante. La derrota es el descanso. “De perdidos al agua”, se dicen. Conocemos más de un caso en que una agrupación o asociación obrera ha salido destrozada de una huelga porque llevaba en sí su último destrozo cuando entró en ella. Es una especie de suicidio. Deseaba disolverse. Deseaban los más de sus miembros recobrar su independencia. Y más en un pueblo tan anárquico —no digo anarquista— como el nuestro. Sin que lo de anárquico implique falta de espíritu de sumisión. ¡Fatiga tanto el tener que rebelarse! ¡Es tan descansado el someterse!
En estos días puede notar el que sepa interpretar manifestaciones públicas populares cómo los que desgañitan a gritar: “¡muera el fascio!” sin saber lo que el fascio sea, se sienten atraídos a él, siquiera para conocerlo de una vez. Son los que lo están haciendo. Ellos, que predican la violencia y la dictadura, avanzan, huyendo hacia adelante, a echarse en los brazos de otra violencia, de otra dictadura. ¿Es que no se ha visto un fenómeno parecido en otros países de Europa, y al día siguiente de la derrota ver a los vencidos entrar en el campo de los vencedores y concordar con éstos? Es que habían entrado en campaña ya vencidos.
Otras particularidades son de mucho más fácil explicación. Así en una buena porción de lugares rurales las casas llamadas del pueblo van despoblándose, pero es sólo por competencia de clientela. Había dos equipos de jornaleros donde no había jornales para todos ellos y se matriculaban en esas casas los que creían que protegidos como estaban por el Poder público encontrarían así más pronto y más fácil acomodo. Y no pocas veces las famosas bolsas de trabajo se nutrían de los braceros que por su incompetencia o por su holgazanería difícilmente encontrarían ocupación en régimen de libre concurrencia entre ellos. Porque cuando se habla de esquiroles o amarillos —ahora dan en suponerles fascistas— se olvida que en los contratos colectivos suelen imponerles condiciones los que se saben de peor calidad.
En todo este estado de agitación hay otra cosa y es la del apachismo, la de los maleantes y atracadores, el aumento de la delincuencia vulgar que se disfraza a las veces de lucha social. Acas ande del todo descaminado un amigo nuestro que sostiene que el número de atracos disminuiría si se volviese a permitir el juego de azar prohibido, si se volviese a dejar funcionar las timbas: pues asegura que muchos de esos atracadores son croupiers, tahúres —y hasta rufianes— parados, o sea sin ocupación en su vacación profesional. Ya en otros tiempos se vio que el número de los atentados —bombas, petardos, etc.— estaban en relación con el mayor o menor rigor en lo del juego.
Y queda todavía otro aspecto que es el que, por nuestra parte, más nos da que pensar y que temer, cual es el del estado mental, de veras patológico, de nuestras muchedumbres, sobre todo de las llamadas juventudes de ellas.
Espanta ver con qué tremendas vaciedades se las exalta, con qué locos desatinos se las enloquece y desatina. El descenso de mentalidad es pavoroso. El número de deficientes y de retrasados mentales es abrumador. Y en todos los campos. Sobre todo los extremos. Y empiezan ya en uno y en otro campo extremos al pedir a sus adeptos disciplina, a pedirles aquella férrea disciplina jesuítica que formuló San Ignacio de Loyola en su tesis de los tres grados de obediencia: la obediencia de acción, la de voluntad y la de juicio. O sea que no basta obedecer de hecho a lo que el superior manda ni aún obedecerle de buena gana, sino creer que lo que manda es lo mejor, sujetar el propio criterio al criterio del superior. Que en ciertos casos pueden ser la mayoría del partido o secta.
Cuando vemos por ahí reproducida, en muros de edificios, de tosca mano y con letras de brea o de almagre, la sentencia leniniana de que “la religión es el opio del pueblo”, pensamos que los retrasados mentales —acaso también menores de edad en el sentido corriente— que embadurnaron eso, no saben ni lo que es religión ni lo que es opio. Y que ellos se están administrando otra droga más ponzoñosa y menos calmante que el opio y se están fanatizando con otra religión, tal vez fetichista, más desoladora que esa a que vagamente aluden.
Todo esto y algo más por el estilo es lo que hace que vaya espesándose el ámbito —recinto—político moral de la nación española, que vaya creciendo una desesperanza resignada que puede llegar a desesperación y que por otra parte suspiren por una dictadura los que, de un bando como del otro, huyen hacia el enemigo, van a echarse en brazos del adversario. Suspiran por la paz, sea la que fuere, los beligerantes de nuestra secular guerra, civil. Y entre las más grandes mentiras en curso, está la de la revolución. Sobre todo la de la revolución que se proclamaba en las Cortes Constituyentes.
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