Ahora (Madrid), 31 de mayo de 1934
Estaba tomando notas, señor mío, para escribir sobre eso que ustedes, los de la T. Y. R. E., Acción Española o Renovación Española llaman tradición nacional cuando recibí su pésame por mi reciente viudez. Y con achaque del pésame, su reclamo para atraerme a su banda. “O renovarse o morir”, me dice usted. Lo que no es “o renovar o morir”, pues cabe meterse a renovador —mejor, renovero— sin haberse renovado. Y ahora quiero, de paso, dejando para más adelante y más sosiego lo demás, anticiparle algo en lo que más me importa, que no es propiamente lo político.
Dios, Patria y Rey era la vieja divisa carlista, que los dictatoriales cambiaron por Patria, Religión y Monarquía, no atreviéndose a anteponer la Patria a Dios y sí a la Religión. Que para ustedes es consecuencia de su patriotismo o, mejor, supuesto casticismo. Y tengo ahora que prescindir de esa historia que ustedes se forjan y no es sino arqueología falsificada. Ni se me venga usted otra vez más con su Menéndez y Pelayo, el suyo, que al mío, al que me dio mi cátedra, conocí, admiré y quise. Pero... Pero ¡qué daño ha hecho la grandilocuente superficialidad del Menéndez y Pelayo mozo, el de los alegatos catalógicos —de catálogo— de la Ciencia Española, el sectario de los Heterodoxos Españoles, el forjador de la leyenda blanca! Y el que ofreciendo a nuestros estudiosos un cómodo remedia-vagos les ha permitido no investigar por sí mismos. Aquel don Marcelino, entregado al rastrero balmesismo —que es menos que el escocesismo del sentido común, supuesto filosófico—, aquel don Marcelino, para quien, como para algunos que se dicen sus discípulos, la mística no era, en rigor, más que un género literario y que por miedo de mirar a la mirada de la Esfinge se volvió a contarle las cerdas del rabo. Aunque luego han venido —y ha sido peor— otros cuitados de la contemplación infusa a enredarse en puerilidades de pobres monjitas de la vida interior; chismes de confesonario.
Mas dejemos ahora esto, para volver pronto a ello, esto que degenera en política, y vengamos a lo otro, a la metapolítica, a la religión o, si usted quiere, a la metafísica. En que me matriculé en la Universidad de Madrid, teniendo diez y seis años, en 1880, y la estudié por un texto del cardenal Fr. Zeferino (con Z) González, O. P., en que aprendí los más graciosos despropósitos y me convencí de lo contraproducente que es escribir refutaciones a los impíos. ¡Qué cosas. Dios mío, nos decía Ortí y Lara comentando la ontología, cosmología, psicología, etcétera, del pobre dominico tomista! Ahora dicen aquiniano. Yo también, como usted, al querer elevarme del pensamiento español —supuesto tal—, me encontré con el Dios histórico o, mejor, bíblico primero y con el teológico después.
¡El Dios histórico o bíblico, el de las Escrituras, el escrito, el de letra! Letra que mata. El de la “resurrección de la carne” y la vida del siglo futuro, que es como debería traducirse el “vitam venturi saeculi”, y no “la vida perdurable”, como se ha traducido ¿Dios cristiano? ¿Dios católico? Recuerde lo de Kierkegaard, de que la cristiandad está jugando al cristianismo, y aplíquelo a lo otro. Y ahora tengo que traer aquí a cuento una magnífica expresión de mosén Jacinto Verdaguer que acabo de leer en un extraordinario libro catalán: L'Assaig de la vida, de Plácido Vidal, libro al que tengo que volver de espacio, y en que se narra cómo el gran poeta y gran cristiano le dijo a José Aladern —hermano del autor del libro y amigo mío que fue— esto: “¡Quina llástima! Vosté, si cregués en Deu, fora un cristià perfecte.” ¿Era el Dios de Verdaguer, nuestro último gran poeta español místico, el Dios histórico? ¿El cargado de sales de siglos? Ay, usted debe saber, aunque no lo sepa, que el agua de la mar es impotable, que en medio del océano se muere uno de sed si no hay agua del cielo. Pero, ¿y el otro, el “ens realissimum”, el Dios destilado, el pura y auténticamente teológico? También, como la del mar, el agua destilada es impotable.
“¿Y entonces?”, me dirá usted. Queda la de los aljibes, la de las fuentes y los ríos, la de las charcas —algunas de ranas— y queda... el rocío del cielo. Queda hacerse como un gusano, esconderse en la yerba y abrevarse de rocío. Rocío... ¿Sabe usted, señor mío renovero, lo que es esto? ¡Oiga, pues, hombre! Es cuando se le calla a uno al oído —callar al oído, ¿siente?— y siente uno, más que de cerca, de dentro, en un sueño común —consueño— la otra respiración, la de ella—¡ella!—, la de la costumbre encarnada, hecha ternura conyugal y maternal —que es más que amor—, sosegada y serena, brizándole a uno agonías de ultra-nacimiento, pre-natales… Y luego, cuando la costumbre se va con Dios, tener que oír el estribillo: “¡Salud para encomendarla a Dios!” Y recordar él: “¡En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu!” ¡En las manos que tejen la historia! Y luego lo de Bécquer: “... me ha mirado; ¡hoy creo en Dios!” ¿Qué es creer? Hay algo más allá de la creencia y de la descreencia. Se me fue con Dios. No el del lema de ustedes, los renoveros; no el de D. F. R. Déjenme, pues.
“O renovarse o morir”, me dice usted, señor mío. ¿Renovarme? Al modo de ustedes, ¡no! Antes seguir —para ustedes— muriendo. Y luego me habla usted de tradición y plagia lo de que lo que no es tradición es plagio. ¿Qué? Lo más de la que ustedes llaman tradición es plagio. Y es traición y traducción. Y poco, muy poco, casi nada, nacional, española. El ultramontanismo español, el de la vida del siglo futuro, es francés de origen. Original y originariamente francés. El marqués de Valdegamas fue más afrancesado que el conde de Floridablanca. Eran mucho más españolea, más nacionales, más castizos, los más de los heterodoxos que se le indigestaron a Menéndez y Pelayo cuando mozo y periodista de a folio. Eran cristianos mucho más españoles Servet y los Valdés y Miguel de Molinos y hasta muchos que no creyeron en Dios, pero a los que se les pudo aplicar la espléndida sentencia del gran poeta místico español —catalán— mosén Cinto Verdaguer. Aunque hay, ¡claro!, otra tradición francesa: la de Pascal. Y la de..., no quiero escandalizarle, pues está escrito que no hay que escandalizar a los pequeñuelos. Mas quiero dejar sentado que si no hay una sola España, tampoco hay una sola Francia, pese a su proverbialmente supuesto centralismo. Ninguna tradición viva es unitaria. ¿Unidad católica? ¡Leyenda! Y dejemos la blasfemia de que no puede ser buen español quien no es buen católico. En sus últimos años no pensaba así don Marcelino.
¿Que me renueve y acuda a la tradición? Pero no al renuevo de los renoveros. Pero ¿es que usted cree que no he sido niño? Lo he sido y... Mas no quiero profanar dolores de mi más yo. Y recuerdo aquello de Wordsworth —uno de mis poetas favoritos— de que el niño es el padre del hombre. Para mí, padre de ocho hijos —y aun hay nietos—, mi más padre fui yo niño, y mi más madre, la madre de mis hijos. Y ¡ay si fuese un anticipo de vida perdurable, siquiera en la mente de Dios, en la historia callada, esta mi identidad a través de mis años, de mis generaciones íntimas! Esto, sí; ¿pero matatiempos de tradicionalistas renoveros?; ¡eso, no! Niño, sí, pero en otro sentido.
No, no, señor mío; no se me venga con esos reclamos. ¡Estampitas, no! Y menos embelecos de ese tradicionalismo retórico y arqueológico. Juegue su catolicidad al catolicismo e ilumine con luces de bengala la pantalla de su leyenda blanca. Y sigan abroquelándose con el nombre del Menéndez y Pelayo mozo, el periodista a su pesar y catalógico, de aquel de quien dijo Vázquez de Mella que “la muerte, celosa de la inmortalidad de su nombre, le arrebató a traición cuando iba a convertir su pluma en cetro intelectual de España”. He pasado, señor mío, por una más que íntima experiencia religiosa, por, una entre-mirada con la divina Esfinge, y ese reclamo, con achaque de pésame, me suena y me sabe a miserable política. Ella, mi santa costumbre encarnada, me confirmó, más allá de la creencia y de la descreencia, en mi religión española popular, en mi... ¿cristianismo —¡sea!— laico?; y ni agua de mar, ni destilada, ni menos de aguabenditera eclesiástica pueden apagar mi sed. Se me fue con Dios; me ha dejado su rocío.
Y ahora, bajo su mirada eterna, a mi brega, ¡a renovarme en ésta y en ella!
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