Ahora (Madrid), 23 de febrero de 1934
Respírase un ambiente espiritual emponzoñado en que se cierne un vaho de desesperanza. La violencia pura de moda. Suicidios de niños, síntomas de suicidio colectivo. En el fondo, acaso, un proceso malthusiano. Pero en Italia se incita a las mujeres a hacer hijos, no para que vivan, sino para que maten, peor que para morirse. Y muchos se preguntan: “¿vivir, para qué?” Se predicó la acción directa, sin idea medianera. Y con ello va el odio a la inteligencia. Inútil a esos cuitados cachearles el seso; no se les encontraría en él si no entre telarañas alguna bombilla sin filamento a la que ni galvanizados podrían dar lumbre. A lo sumo arrojarla al suelo para que, como petardo, metiese más estrépito que un ¡muera! Y en resolución apetito de servidumbre.
Ambiente de eso que llaman revolución, en el que se borra el sentimiento de justicia y el de libertad con él. Aquella máxima, atribuida a los jesuitas, de que el fin justifica los medios, tiene otra cara, y es que los medios justifican el fin. Ante un medio injustificable se dice: “¡Es la revolución!” Y no suele llevar a inhumanidad, sino a deshumanización, que es peor. A las veces se acude a expedientes mentirosos. Y con ello, un vacío espiritual que espanta. No hay doctrina, que lo que como tal se finge es delirio de enfermedad mental, colectiva, de epilepsia comunal. Pobres muchachos que, embaídos y deslumbrados, obran sin intención ni retención, disparándose al disparar. Luego de cometer un asesinato, que en estado sano sería un crimen, se asusta el actor de lo que ha deshecho. Alguna vez se suicida luego, pero es que asesinó para suicidarse, que es de lo que da ganas. ¡Cuántos asesinatos no son sino suicidios frustrados, y al revés!
Y ante este estado, más terrible en lo mental que en lo moral, al borde de un desenlace caótico, de una locura juvenil colectiva, contagiosa y endémica, la necedad, también colectiva, de andar pensando en poner dique —¿quién pone barreras al campo?— a la avalancha de constituir la revolución. Tengo que repetirlo: o el régimen acaba con esta Constitución, o ella acaba con él. Una noción pedantesca de la legalidad y otra disparatada de la soberanía de la representación popular. ¡Soberanía! “¡El Estado somos nosotros, los representantes populares!” “¡El mundo es mi representación!”, que dijo el soberano filósofo pesimista alemán. Nadie toque a su obra. La Cámara soberana, haciendo Estado con soberanas vaciedades “de toda clase”. ¡Ojo con tocar a su obra, que si no la revolución! A la locura de las masas que se dice representadas, responde la tontería de la masa representativa.
Y luego se habla a tontas y a locas de desencadenar la revolución. Como si no se les hubieran ido de las manos las cadenas, si es que en ellas las tuvieron, y no más bien ciñéndoles los cuellos. Las verdaderas revoluciones se desencadenan ellas solas, y los pueblos no las hacen, las padecen. Son una epidemia de epilepsia, mal comicial, morbo sagrado. ¿Democracia? ¿Pero dónde el “demo” y dónde la “cracia”? Y el que se lamente de no poder contener algo es que él no supo, no quiso o no pudo contenerse antes. La revolución verdadera es sobrehumana —o subhumana, lo mismo da—, sea con hoz y martillo o con haz y porra. Es la trágica. La otra, la de escuadra y compás jurídicos, la constituyente, pura comedia. ¿Forjar con leyes constitucionales una España nueva, cortando la historia? No sirve confundir la dirección del oleaje, que la lleva el viento, con la dirección del curso del río, que sigue la pendiente y que puede ser contraria a la otra.
¿Salida? Acaso la de que la conciencia nacional española recobre la conciencia —conciencia de conciencia, refleja— de su propio destino, soterrada en el hondón de la historia, de la tradición, y enturbiada por todos y no en menor parte por los sedicentes y presuntos —a menudo presuntuosos— tradicionalistas. Salida que sería una entrada, ocaso para un orto en otro mundo. Y ello sería nuestro Renacimiento, marrado, cortado, entre el siglo XVI y el XVII, o mejor nuestra Revida.
El verdadero Renacimiento germánico, marrado, interrumpido en el siglo XVI por la guerra de los treinta años y la paz de Westfalia, lo llevaron a cabo, en el tránsito del XVIII al XIX, no Federico el Grande, sino Kant y Goethe; no la política, sino la filosofía y la poesía. Y la religión. Y aquí las aguas ideales del Guadiana espiritual —¡lagunas manchegas de Ruidera, visión quijotesca!— volverían a aflorar, páramo adelante, derrotero al océano universal humano. Y quién sabe si, como Vasco de Gama, Colón, Balboa, Magallanes, ibéricos que descubrieron, ciñéndola, la redondez del mundo físico, geográfico, otros ibéricos, navegantes del alma universal, habrán de descubrir la redondez y formación de un nuevo mundo espiritual, psicográfico. Aquéllos, navegantes del océano terrestre, dieron la mano a Copérnico, navegante del océano celeste.
¡Ay, pobre España nuestra! ¡Cuándo podrá decir un día ante el anuncio del ángel de la Historia: “He aquí una sierva del Señor; sea en mí según tu palabra”!
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