Ahora (Madrid), 5 de junio de 1934
En ese su prodigioso San Pablo —ibérico— dice usted una vez por escrito, amigo mío, que lo que el Apóstol, “hermano de las aves emigratorias, adora, es la partida y la llegada, el momento conmovido del saludo o del adiós”. “Y más aún —añade— la partida, el adiós, ese ángel de las lágrimas apuntándonos el camino.” Y luego: “Él sabe que es más bello en la ausencia que en la presencia, que su figura mezquina se embellece desapareciendo. No ignora el encanto que le da la distancia. Prefiere escribir, de lejos, a hablar de cerca.” (“Prefere escrever, de longe, a falar, de perto.”)
No dudo que San Pablo, el judeíllo —“jueut”, chueta—, mezquino, casi ciego, el fariseo epiléptico que sabía arengar —y en hebreo— a los suyos y enfrentarse con otros apóstoles ante la muchedumbre embravecida, y hablar en el Areópago de Atenas a los escépticos áticos, que apenas se cuidaban sino de indagar lo más nuevo, el orador de encendida palabra, prefiera escribir de lejos a hablar de cerca. Pero es que, hermano en paulinismo y en iberismo, hay otra cosa, y es escribir de cerca —“escrever de perto”— y hablar de lejos —“falar de longe”—. Pues oiga usted, amigo; en pocos meses he rehusado cerca de una docena de demandas de ir a hablar a públicos españoles. A hablar de lejos. Porque yo, que como el Apóstol, he revezado la oratoria con la... correspondencia escrita, cuando hablo en público me encuentro mucho más lejos de cada uno de mis oyentes que cuando escribo. Porque escribo de cerca, para cada lector, y no para... ¿Cómo le llamaremos al conjunto de nuestros lectores, así como al conjunto de nuestros oyentes le llamamos auditorio? “Público” no sirve.
Hay que sentir el calor de sobrevida, de esperanza eterna que hay en esas cartas, en esas epístolas inmortales de San Pablo, el máximo... ¡corresponsal! Qué hermoso apelativo éste de “corresponsal”, estropeado, como tantas otras cosas, por el uso de empresa. ¡Corresponsal! ¡El que corresponde y se corresponde con sus lectores! No hay conferencista que pueda igualársele. Aborrezco las conferencias. Y más las del salón de ellas. En mis cuarenta y tres años largos de profesorado oficial jamás logré aprender a hacer una conferencia. De ésas a la medida del final: “¡Señor profesor, la hora!” Mis lecciones de clase han sido correspondencias de palabra. Y en gran parte diálogos. Pero aun en clase, y con pocos alumnos, en cierta intimidad, la presencia corporal estorba una cierta mayor aproximación espiritual. Y en la otra conferencia, de aparato, no digamos. Mucha parte del auditorio —en especial mujeres— no van a oír, sino a ver. Y aunque yo no sea una figura “mesquinha”, como la de San Pablo, me molesta que me miren. A lo peor para que una señorita —no española ella— no salga sacando en sucio sino que yo no llevaba corbata. ¡No; conferencia, no!
Y, en cambio, cuando escribo, como ahora, teniéndole presente a usted, mi Pascoaes, como símbolo de mis lectores, ¡qué cerca me siento de cada uno de éstos! Y por eso le digo que gusto escribir de cerca, aunque a grande distancia material. Porque, además, como dice usted: “Todos tenemos, acá dentro, un rincón oscuro, donde lloramos, en secreto, lo que no podemos confesar.” ¿Y no cree usted, amigo, que es más fácil sacar esto fuera escribiendo de cerca, en ausencia, que no hablando de lejos, en presencia? Y después de todo, ¿qué es, espiritualmente, hablar? O mejor, ¿decir? “Si aparecer es existir —dice usted otra vez—, hablar es más aún, porque es vivir.” Cabal. Hablar de hombre a hombre, aunque sea por escrito. Mejor por escrito. Confesar y confesarse. Que es aprender a conocerse. Aunque yo terminé uno de mis sonetos con: “Conócete, mortal, mas no del todo”. Es el secreto que lloramos.
Dicen que nuestra patria común ibérica, su Portugal y mi España —Hispania fue para los romanos toda la Península—, es tierra de oradores. Creo que esto es un error de gente que apenas sale de su casa nacional. Aunque haya franceses que digan que todo escritor español es un orador por escrito. No creo, pues, que nuestro común solar peninsular sea solera de oradores, ¡pero qué pocos y qué pobres corresponsales! ¡Qué pobreza de epistolarios! Y a la vez de autobiografías y de memorias íntimas. ¿A qué se deberá esto?
Y si venimos a las crónicas, ¡qué sequedad! ¡Qué rara vez aparece el hombre íntimo, el hombre de carne y hueso! Sobre todo en las crónicas castellanas. Las portuguesas y las catalanas son más líricas. Las portuguesas, hasta elegíacas. ¿Qué hay en las crónicas castellanas que pueda parangonarse a la catalana de Muntaner, la de la expedición a Grecia, o a la portuguesa de Fernán Lopes, donde se narra la muerte de Inés de Castro? Y esta falta de intimidad personal, ¿a qué se deberá? Muchas veces he pensado si tendrá relación con el resentimiento, con la quisquillosidad, con la recelosidad, con la envidia hispánica. Y si esta tierra de la leyenda de Don Juan no será una tierra de solitarios, en el peor sentido de esta palabra; usted me entiende. Solitarios que luego se agrupan.
Y vea lo que son las cosas; en cuanto uno se saca fuera y se ejemplifica por aquello que decía mi paisano Trueba: “Si me tomo de tipo es porque soy el hombre que tengo más a mano”; si hace esto, al punto le motejan de ególatra. Y salen con esa simpleza del “satánico yo”. Tan satánico es el tú. Y aquí quiero resistir al cosquilleo de colocarle unos camelísticos juegos de palabras sobre el “tuteo”, el “yomeo”, el “tumeo” y el “yoteo”. Es decir: “¡Tú te fastidias, yo me fastidio! ¡Tú me fastidias, yo te fastidio!” O me cargas. ¿Es que no hay ahí, en Portugal, alguna expresión que equivalga a la nuestra, tan castiza, de: “Ese tío me carga”? Y si son legión los cargantes es porque los hace la legión de los cargados o cargosos. Y esta terrible carga de resentimientos, quisquillosidades, recelosidades y envidias —dejemos, por ahora, los onanismos—, da tono a nuestra vida pública, sacudida casi siempre por extrañada guerra incivil hasta cuando parece haber paz.
Mas no he de seguir escribiéndole, mi Pascoaes, de cerca, aunque desde lejos. Le sé ahora anatematizado por los sucesores de aquellos judeo-cristianos patriotas que pretendieron obligar a Tito, el griego pauliniano, a que se circuncidara. A eso le llaman ahí, en Portugal, parece... ¡acción católica! ¡Ay, cuando nos mirábamos y hablábamos de cerca, en aquellos días de Amarante, riberas del Támega, al pie del Marão, en la Lusitania ibérica, en ese Portugal que se me adentró en lo que en mí escribe de cerca!… En esa bendita tierra de Camõens aprendí la intimidad ibérica; en trato íntimo con los grandes lusitanos de sobre el tiempo, me acostumbré a poder pensar y sentir en portugués, y la costumbre, créamelo, es la más entrañada esencia del querer.
Y si hubiera —¡qué va!— algún lector postizo, entrometido, que dudase de esta intimidad de escribir de cerca, no tendría yo sino decirle: “¡Hombre...!” Y en cuanto a los otros, a “los que se tienen en algo” o “por columnas”, como dijo Pablo de Tarso (Gálatas, II, 6 y 9) de Jacobo (Santiago), Cefas (Pedro) y Juan, sus compañeros de apostolado; en cuanto a éstos..., ya hablaremos.
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