sábado, 2 de diciembre de 2017

El ceño de Castilla

El Norte de Castilla (Valladolid), 19 de enero de 1934

“Cumbres de Guadarrama y de Fuenfría / columnas de la tierra castellana, / que por los hielos y las nieves cana / la frente alzáis con altivez sombría; / campos desnudos como el alma mía, / que ni la flor ni el árbol engalana, / ceñudos al nacer de la mañana, / ceñudos al morir del breve día; / por fin os vuelvo a ver tras larga espera, / os vuelvo a ver con aquel afán tierno / del patrio amor que vivo persevera, / para mí y para vos llegó el invierno, / para vos volverá la primavera / pero mi invierno ¡ay! será ya eterno.”

Así cantaba al volver a España, su patria, después de larga ausencia en el extranjero, aquel poeta apocalíptico que fue el sevillano García Tassara, y en ese soneto —una maravilla en sus cuartetos— nos dejó su alma y la dejó en la memoria de Dios, que es la historia sobre-sustancial. Y ahora yo, recogido en esta Salamanca, donde rehuyo que se me pegue la inevitable chabacanería de las luchas de los partidos políticos —loque no es política verdadera— y en este último invierno de mi menester docente oficial —al ir a caerme la jubilación— contemplo el ceño de los desnudos campos castellanos.

“Que ni la flor ni el árbol engalana...” Empiezan a apuntar las mieses, revistiendo de tierno verdor a los campos, las mieses que esperan la hoz. Pero otra hoz pasó ya por aquí, la hoz moscovita segando corazones de hombres mientras el martillo les martillaba el seso. ¿Que la mies de esas entrañas humanas, que sus inacallables anhelos de justicia tiene raíces de dolor? Sin duda. Pero no suelen ver, no pueden ver acaso, dónde está la raíz del mal y les han traído nuevas leyendas —no mejores que las antiguas, y cuidado que estas son malas— sacadas de una pedantesca interpretación materialista de la historia. Con otro régimen económico, con otra distribución de la riqueza, con suprimir la clase explotadora, la tierra se volverá de madrastra en madre y desarrugará el ceño. La pobre tierra que se empobrece más si la cultivan por su cuenta y riesgo los pobres hombres pobres. ¿Asentarlos? Se repetirá el caso de la fábula de la gallina de los huevos de oro. Y eso que no son de oro.

¡El árbol! Aquí la encina recia y prieta, inmoble al viento, de hoja perenne que da fruto y da leña y da sombra y da frescura. Pero siguen talándola. Es la locura del grano.

Cuando hace años hacíamos por estas tierras una campaña agraria —no habían surgido aún los sedicentes agrarios— hubimos de referirnos muchas veces a los municipios desolados, desaparecidos. Entre ellos el de Campocerrado, de un solo dueño, un señor conde. El cual se lo vendió a un ganadero indígena y éste expulsó a todo el vecindario para meter en el término su ganado e irse él allá, con sus criados, a criarlo. Pocos años después se aró el Cementerio del lugar. Y cuando el que esto ahora cuenta aquí tomaba parte en la susodicha campaña, no dejaba de aludir al caso de Campocerrado, recordando lo que en Inglaterra se dijo cuando una duquesa hizo expulsar labradores para sustituirlos por ovejas, y era que las ovejas se comían a los hombres. Mas han pasado años, he vuelto a pasar por aquellas tierras y he podido ver que donde no podían vivir los míseros labriegos —ni los pegujareros— y eso que no regía ley de Términos municipales contra los braceros por fuerza trashumantes a temporadas, hoy viven los que cuidan el ganado. Y he comprendido que donde las ovejas —y las vacas y las cabras—no se comen a los hombres, se comen los unos a los otros. Porque la tierra de arar no puede mantenerlos. Y me he dado a meditar no sólo la ley de la renta de Ricardo sino la de la población de Malthus. Y las pedanterías de la industrialización de la agricultura dirigida por hombres educados en fábricas. O acaso en oficinas o en redacciones de periódicos de economía social que presume de científica. Y se sigue talando los árboles y los campos cada vez más desnudos y cada vez más ceñudos.

Pero váyaseles con estas consideraciones pesimistas —así las llaman y acaso tengan razón los que lo dicen— a los que a toda costa quieren que su trabajo les rinda lo que no puede rendirles su producto y para eso suprimir al empresario, y desde luego, al propietario, a quien sustituirá el Estado todopoderoso. Sólo que como el todopoderoso Estado no puede dirigir por sí vuelve el intermediario y, además, ni el Estado puede igualar el rendimiento al salario apetecido. ¿Que saque éste de toda la demás producción? Sí; empobreciendo a todos, incluso a los labriegos.

“¡Bah!, se ha dicho eso y se sigue diciendo tantas veces…!” Se dice. Y los pueblos pobres se hartan de repetir que a otros pueblos, a los pueblos ricos, les sobran frutos. Y obligarles a que nos los cambien. Pero por qué otro producto. Como no nos echemos a conquistarles sus tierras… O vayamos de siervos a ellas… No, si es que no está la tierra toda humana sobrepoblada, está, por lo menos, la población muy mal distribuida. Y en cuanto a estos campos desnudos y señudos… ¡Sí, sí, el granero de Roma...!

Estos campos, hoy desnudos y ceñudos, fueron, en un remoto antaño, campos de pastores trashumantes, de cañadas o cordeles de la mesta. El traje del charro, que desaparece, con sus botas y su cinto de media vaca, el traje de vaquero, era impropio para encorvarse a empuñar la mancera de un arado. Era de la raza de Abel. Y éstos, los abelistas, echaron afuera a los moriscos, a los cainistas. Y a los judíos. Es decir, quienes les echaron fueron los señores, los dueños de los pastores. Pero descendientes de Caín, el labrador, fundaron las ciudades y de la ciudad surgió la civilización, y con ella toda esta terrible lucha en que los hombres se comen los unos a los otros. ¿Y ahora?

Ahora los hombres tienen que aprender a refrenar sus apetitos —su hambre individual y su hambre específica— a rebajar —¡y en qué medida!— su tenor de vida y a poner en claro qué son esas imaginaciones del “justo salario” —imaginación pontificia— y de la “existencia digna” —imaginación constitucional republicana. A la vista de estos campos desnudos y ceñudos tenemos que desnudarnos las almas —desnuda nos decía García Tassara tener la suya— y meditar en que acaso llega, hasta para los más jóvenes, un largo, un muy largo invierno. ¿Volverá la primavera?

¿La primavera? “¡Primavera, juventud del año; juventud, primavera de la vida!” Así se ha cantado. Y ahora: “¡giovinezza!”, “¡giovinezza!” ¡Juventud! ¡Juventud! ¡Sí, sí, que canten, que canten! Cantando se distraen las penas. Y se las alimenta y amansa.

Mas, después de todo, este desnudo ceño de Castilla, ¡qué lección de resignación, de paz entrañable, de íntimo sosiego, de eterna esperanza, le da al que contempla la puesta del sol en sus campos! Se dijo en un tiempo que no se ponía el sol en los dominios del Imperio español. ¡Que se ponga… no importa! ¡No importa!

Lo que importa es otra cosa.

¡Cumbres del Guadarrama y de Fuenfría, columnas de la tierra castellana! ¡Columnas que sustenta a su cielo!

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