sábado, 27 de enero de 2018

Reflexiones actuales III.

Ahora (Madrid), 16 de noviembre de 1934

Al entrar ahora en el examen de la religión —secta o herejía— farisaica conviene que el lector se sacuda del sentido vulgar y corriente del mote de fariseo entre nosotros hoy. Que equivale, y así lo consigna el Diccionario oficial, a hipócrita. Y el fariseo puede y suele muchas veces no ser hipócrita. El hombre de orden, o de ley, puede y suele ser sincero como el revolucionario a su vez hipócrita. Hay hipócritas, sinceros y cínicos en uno y otro campo y en sus términos extremos.

El fariseo —que quería decir distinguido o separado— era el legalista, el hombre de orden y en dogmática religiosa se diferenciaba del saduceo en que creía en otra vida de ultratumba. Como garantía ¡claro está! del orden de esta vida. Nació y se crió fariseo Saulo de Tarso, luego San Pablo. “Hermanos, soy fariseo —dijo (v. Hechos de los apóstoles, ХХШ, 6)—, hijo de fariseos y se me juzga por mi esperanza en la resurrección de los muertos.” Y en otros conocidísimos pasajes lo confirma. Y después de su conversión al cristianismo, camino de Damasco, sigue con su esperanza en la otra vida trasmundana y en la resurrección de la carne, pero no fundada ya en la ley sino en la gracia. No en el castigo sino en el perdón. Toda la ardorosa dialéctica —y hasta polémica— de sus epístolas inmortales gira en torno de ese tema. Su fariseísmo no es ya el fariseismo policíaco, diabólico o digámoslo redondamente jurídico de aquellos fariseos a quienes fustigaba el Cristo y el Bautista llamó “lechigada de víboras” y teniéndoles por hipócritas.

Diabólicos, es decir, acusativos porque diablo —diábolos— no quiere decir sino acusador. Y el Cristo no es que dijera “no acuséis” sino que dijo redondamente: “no juzguéis para no ser juzgados” (Mateo, VII, 1). ¿Que así no sería posible un reino —o república— de este mundo que estuviese bien ordenado? Ah, es que el Cristo no vino a asegurar el orden y la estabilidad del reino —o de la república— de este mundo. Ese orden entra en otro orden de instituciones. No es cosa de religión cristiana. Recuérdese el pasaje aquel —sea o no auténtico e incostentable— de la mujer adúltera cuando el Cristo se negó a dar sentencia, a condenar.

Mas hay otro pasaje evangélico hondamente significativo de la diferencia entre la religión farisaica, la de los juristas o legalista —hipócritas o sinceros— y la religión cristiana, la del consuelo y el perdón. Es aquel en que se nos cuenta cómo los fariseos, los hombres de la ley y del orden, que eran a la vez los celosos patriotas, los nacionalistas, tentaron al maestro preguntándole si era o no lícito pagar tributo al César y es cuando Jesús, visto el cuño de la moneda, les dijo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.” O sea: Dad al Estado —reino o república— lo que es del Estado y a la religión lo que es de la religión. Que es la condena de la religión policíaca, de la religión que se propone asegurar el orden jurídico civil. El César ofrece su apoyo a Dios a cambio de que Dios le apoye; el Estado se hace Estado de la religión oficial a cambio de que la religión se haga religión del Estado, que suele acabar en religión de Estado. “El Estado español no tiene religión oficial” dice el artículo 3.° de nuestra reciente, y ya tan maltrecha, Constitución de 1931. El Estado no tiene por qué proteger a la religión oficial. Ah, pero la religión tampoco tiene por qué proteger al Estado oficial. Que se proteja él por sus propios medios.

Aquella posición religiosa, no política —en rígor no ya apolítica, sino impolítica— del Cristo fue la que hizo que los sacerdotes y los fariseos determinaran perseguirle y hacerle morir en cruz por anti-patriota, por sedicioso, por enemigo del buen orden social, por rebelde. Pues se juntaron en concejo y se dijeron: “Si le dejamos así creerán todos en él y vendrán los romanos y nos quitarán el lugar y la nación.” (Juan, XI, 48.) Y Caifás añadió que les convenía que muriera un hombre por el pueblo a no que se perdiera la nación toda. Y así, por orden legal, por religión farisaica del Estado —y de Estado— se hizo crucificar al anti-patriota Jesús de Nazaret, poniéndole, por burla, en la cabecera de la cruz esto: “Jesús Nazareno, rey de los judíos.” El famoso I. N. R. I. Que, como dijo siglos después el poeta germánico Goethe, conviene sacrificar la justicia al orden.

¿Es que el Estado no ha de defenderse? Sin duda, pero sin invocar la religión. Que ni es una sociedad de seguros mutuos para la salvación eterna, para la comunión de los santos, ni menos una gendarmería a lo divino. El Estado, además, es una cosa y la nación otra. La religión del Estado, la farisaica, es una cosa, y la religión nacional, popular, laica, es otra. El cristianismo nacional, popular, laico, no crucifica a nadie. Ni amenaza a nadie con el infierno. Ni cree en penas eternas, irreparables, y es ese cristianismo —consciente o no— popular, laico, el de la unidad popular, laica, es el que se resiente contra la religión farisaica de Estado y acaba por renegar de su propio origen. Y por no reconocer a su Cristo Rojo.

Vengamos a lo más actual y más concreto. Es a los fariseos de hoy —muchos sinceros— a los de la religión del Estado para sostén de su orden social a los que la sana conciencia popular rechaza y no por su ideario conceptual, no por sus doctrinas, sino por su temperamento. En resolución, que sería todo lo que se quisiera el bienio ese —ya de estribillo— de las Constituyentes —y el que aquí ahora os habla no le escatimó censuras, y bien acerbas— pero la sana conciencia popular rechaza a los que lo combaten con rencorosidad e iracundia de resentimientos farisaicos. Si eso es tradicionalismo en nombre de la tradición popular, cristiana, laica, ¡no! en nombre de la congregación nacional, popular y laica, de la tierra en que descansan en paz todos, absolutamente todos los que en ella murieron, sea cual fuere su creencia o increencia, ¡no! En nombre de la unidad nacional y a la vez universal, no estatal ni romana, ¡no! Fariseísmo, por sincero que sea, como religión, ¡no! Y en cuanto a Policía, la inevitable Policía, a este terrible mal necesario, amos de verdugos de Torrijos, de Riego, del Empecinado, de Rizal, de Galán..., ¡no!

Se habla de cierto dilema político que trasladado, elevado, a lo religioso —como ya en cierto modo lo hizo el grave Quevedo— se resuelve así: o el temor a las penas eternas o la anarquía y el desorden morales. Pero el Cristo que fustigó a la lechigada de víboras que eran los hombres de la ley estricta, de la implacable policía, no prometió expresamente el paraíso más que a un pobre bandido que moría en cruz a su lado. Y en él se lo prometió a todos, a todos los que no saben lo que se hacen, que somos todos, de un extremo a otro, absolutamente todos. Incluso, al cabo, a los fariseos mismos, que tampoco saben lo que se hacen ni lo que se dicen —el resentimiento les ciega, y el miedo—, pues hasta las víboras serán redimidas de su veneno jurídico.

No hay comentarios:

Publicar un comentario