Ahora (Madrid), 25 de septiembre de 1934
¿Y por qué no? Pero ¿qué te has creído tú, muchacho? ¿Por quién me tomas? ¿Por algún auténtico? ¿Que qué es lo que pienso de eso? Pues verás; como pensar… No sé si sabes que Courteline decía haber conocido una señora —francesa— que decía que ella, de ordinario, no pensaba, pero cuando pensaba no pensaba en nada. Y como leyendo la Prensa —en la que yo, pecador de mí, colaboro— suele ocurrirme acabar por no pensar en nada —y es lo mejor—, me entretengo entonces en repasar esas estampas. En ver los santos o los monos, que decíamos de niños. Sólo que aquí no son ni santos, ni monos, ni para niños. En general, ¿para... adultos?, ¿y santas?, ¿monas? Mas, en fin, contemplándolas —algunos se las comen con los ojos— se olvida uno de las declarativas vaciedades de los hombres públicos que vienen entre estampa y estampa de mocitas —algunas, mocetonas— de esas. ¿Que qué pienso de eso? Verás.
Lo mejor, que esas mozas no dicen nada. No sé si piensan en nada. No dicen nada —con la palabra, se entiende—. Y si les hacen decir —por escrito, se entiende— es peor. Mejor que se callen. Sobre todo si son recitadoras. Para descansar los ojos de tener que leer tantas simplezas de hombres públicos lo mejor es descansarlos mirando los retratos de esas mujeres que viven de las miradas del público. “Vedettes”, peliculeras, bellezas profesionales, “misses”... y lo demás.
Todo esto ha venido —he oído decir— para reparar los estragos que ha causado la guerra. Es lo que llaman el “sex-appell”. ¿No lo sabes? El “sex-appell” es una consecuencia del “struggle-for-life”. ¿Que hable en cristiano? Pues bien: no rehusarás la calidad de cristiano al padre ese jesuita —paisano tuyo y mío— que habló no hace mucho de los “estímulos somático-psíquicos” del sexo mientras la actual —la actual, ¿eh?— Providencia de Dios ordene que nuestra humana especie se propague por generación sexuada y no de otra manera. Pues a eso que el padre jesuita y biólogo —no sé si biólogo jesuítico o jesuita biológico— llama “estímulos somático-psíquicos” llaman ahora “sex-appell”. En romance corriente y moliente, cachondez. Cachondez, sí. Y verás: así como toriondez y verriondez —de toriondo y de verriondo— se refieren al “sex-appell”, al estímulo sexual, de los toros y vacas y de los verracos y cerdas, respectivamente, así cachondez presumo, por indicios lingüísticos, que debió de referirse primero a los perros y perras. Y como la especie humana es tan cínica, lo que quiere decir perruna, pues... ¡por eso!
Y vengamos a lo del “sex-appell” o cachondez de esas señoritas. Y no digo señoras. O sea, si quieres, matronas. Lo de las señoras o matronas —de una o de otra edad— que se ofrecen para madres no es propiamente “sex-appell” en el sentido actual. Antes, sí; se oía alguna vez, al cruzar la calle, marchosa, alguna real moza, que algún castizo le largaba este piropo: “¡Vaya un molde!” Pero ahora, con el malthusianismo, le podríamos llamar ¡“sexappellativo”...! No; por lo general, esas mozas no llaman la atención como moldes. Para molde, acaso la Venus de Milo. Pero a la Venus de Milo le falta cachondez. A nadie se le ocurre decir al verla: “Si pestañeara...!” Claro, como que es de mármol, blanca y fría, y no tiene pestañas. Para pestañas —y de artificio—, esas mozas de la pantalla, que parece que parecen fabricadas —no engendradas ni paridas— en serie. A mí, verás, todas me parecen la misma. Y en cuanto a moldes... Figúrate que tú —y tú eres muy sensible, lo sé, a esos estímulos somático-psíquicos de la biología jesuítica— vieras a una mujer —llamémosla así— con melena ondulada y oxigenada, cejas pintadas en arco después de afeitadas las naturales, labios pintados de colorete y demás afeites, y con todo eso, dando de mamar a un niño con una teta enyodada, a la que sostiene con unos dedos ensortijados y las uñas pintadas de rojo o acaso de negro. ¿Qué pensarías al ver eso? ¿Te parecería una madre? Ni una mujer siquiera. No quiero decir una hembra. Porque no siente al hijo.
Alejandro Manzoni, en su inmortal novela Los novios (I promessi sposi), nos dice que ella, la novia, la futura madre, Lucía Mondella, no parecía en su aldea sino una vulgar “contadina”, una aldeanita. A él, a su marido, a Renzo Tramaglino, le parecía todo. Y, por otra parte, conozco yo un psicólogo que sostiene que las más de las heroínas de los amores trágicos, las mujeres verdaderamente fatales —no las vampiresas—, no fueron, en general, hermosas —las que se llama así— ni siquiera guapas, Y algunas, feas. Ahora que tuvieron algún... picante, algún estímulo trágico.
De esas damas y damiselas, de pantalla o de tablado las más, que se nos ofrecen pasto a la mirada, las menos estimulantes me parecen ser las de más pura sangre, las de raza menos mezclada. Sobre todo si son lo que ahora se llama arias. ¡Es terrible la sosería de la dichosa raza aria! Análoga a su presuntuosidad mental. En general, los tipos exóticos son más... estimulantes. Y biológicamente, ¡qué espléndido animal humano es una senegalesa, por ejemplo! Y de otras razas. Eso de la superioridad estética de la raza llamada caucásica no es más que una ridícula presunción de los pobres arios. Que, por otra parte, tiemblan ante el peligro amarillo, y el rojo, y el negro. Me acuerdo que en uno de los últimos concursos de belleza europea me llamó especialmente la atención una de las “misses”, la española, por algo que se salía de esa estereotipada y pelicular expresión de la, llamémosla, corrección aria, y así te lo dije; ¿te acuerdas? Y luego me viniste con la noticia de que por las venas de aquella tan expresiva muchacha, de cara, de paisaje aldeano, corrían acaso gotas de sangre no caucásica.
Por lo demás, y ya que he sacado a relucir lo de la sangre aria, debo decirte que eso del arianismo —que tiene sus relaciones con el arrianismo— no es etnográficamente más que un camelo. O un infundio. Teodoro Poesche, en 1878, descubrió (!!!) que el primitivo hogar de los indo-germanos estuvo en el pantano de Rikitno, en el Dniéper, donde es endémico el albinismo. De allí la raza blanca rubia, la de la llamada plica de Polonia. ¿Camelo, infundio? Como todas esas puerilidades de pureza de raza. Y cuando de ésta me hablan en mi tierra nativa —la tuya también— a mí, que, en cuanto mis noticias alcanzan, mi abolengo todo llevó nombres vascos, suelo contestar que no creo en más raza que la de mi abuela paterna, que se apellidaba Larraza. Ni en más jugo racial que el de mi abuelo materno, un Jugo, que es el nombre de un caserío de Galdácano. Ahora, si lo de ario, o indo-europeo, o indo-germánico, se toma lingüísticamente… Entonces la sangre corporal nada tiene que ver con la sangre espiritual, que es el lenguaje. Hay negros que piensan, desde hace generaciones, en inglés. Y el caló de los gitanos es un regojo de lengua indiana o aria. Y espiritualmente, tan ario es un gachó castizo como cualquier albino procedente del pantano ese del Dniéper. Y ahora, ¡desde que los arios esos hacen paradas de pantalla...! ¡Pantomimeros!
Aquí vendría bien, a propósito del “sex-appell” o cachondez, y de la peliculería, y del arianismo, y demás mandangas, que te dijese algo de eso de querer mantener las razas nacionales puras y evitar los mestizajes y los matrimonios mixtos y demás majaderías, y decírtelo a ti, que no tienes, que yo sepa, ningún Fulánez entre tus apellidos, pero que eres sensible —¡y tan sensible!— a los estímulos somático-psíquicos de las mozas alienígenas y aun exóticas; pero... Pero esto lo dejaremos para otra vez. Y a repasar ahora, con la mirada, esas “santas” y “monas” de la pantalla y el tablado. Aunque sea siempre la misma. Mismamente adobada. ¡Ah!, y Dios te conserve siempre jóvenes los ojos...
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