Ahora (Madrid), 31 de octubre de 1934
Me doy muy buena cuenta, mi buen amigo, de su congoja de ánimo. Y más en estos días que corremos —y nos corren—, que le hacen a usted, que se profesa cristiano, recordarme aquellas palabras del apóstol Pablo a su discípulo Timoteo cuando le decía que “en los últimos días entrarán tiempos difíciles”. ¿Los últimos días? De usted, amigo mío, y míos, pero no de ellos. Los últimos días de los padres —y de los abuelos más— son los primeros de los hijos y más de los nietos. El eterno pleito de las generaciones, desde aquella terrible leyenda de Cam, burlándose de su padre Noé. ¡Padres e hijos! ¿Conoce usted, por ejemplo, la angustiosa autobiografía de Edmundo Gosse y lo que en ella dice de su padre? Y no es él solo. “Cuestión de deudores y acreedores”, me dice usted. ¿Quién deudor?, ¿quién acreedor? ¿Le deben a usted su vida sus hijos o se la debe usted a ellos? En el terrible cómico Aristófanes se le da, de ordinario, la razón al padre, mientras que en el no menos terrible cómico Molière son los hijos los que suelen llevar razón.
Pero vengamos a su caso actual. Conozco varios análogos; conozco hogares desgarrados por semejantes disensiones domésticas. El padre, creyente, y el hijo, incrédulo, o al revés; el padre lo que llamaríamos cavernícola —creyente o no—, y el hijo lo que diríamos bolchevique. O el padre por un lado, la madre por otro y los hijos cada cual por el suyo. A la guerra civil que nos destroza suele unirse la guerra familiar. ¡Cuántos de estos dramas domésticos! Las familias disolviéndose espiritualmente.
“¡Paz, paz! Siquiera en mis últimos días, al entrar en estos tiempos difíciles, ¡paz, paz! ¡Es lo que pido a Dios!” Así gime usted, amigo mío. ¡Paz, paz¡ ¿Y se profesa cristiano? Pero ¿es que usted, lector asiduo del Evangelio —me consta— no recuerda aquellas palabras del Cristo al caso? Cuando dijo: “¿Pensáis que he venido a dar paz a la tierra? No, os lo digo, sino disensión; pues desde ahora serán cinco en una sola casa divididos; tres contra dos y dos contra tres se dividirán: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.” ¿No recuerda esas evangélicas palabras? ¿Y aquéllas de: “Los enemigos del hombre, sus familiares”? ¿Y le extrañará a usted luego que al que dijo eso, a su Cristo, a nuestro Cristo, le hubiesen tomado por loco sus familiares, los suyos, los de su casa, los de su familia? Tampoco esto lo ha podido usted olvidar, lo sé. Sé que recuerda de continuo —y más ahora en que le cree enloquecido a uno de sus hijos— aquel tremendo pasaje del capítulo III del Evangelio según San Marcos, en que se nos cuenta cómo los familiares de Jesús, los suyos, los de su casa, salieron a cogerle diciendo que estaba fuera de sí, esto es: que estaba loco. “Y llegando su madre y sus hermanos —agrega el texto evangélico—, y estando fuera, enviaron a llamarle, y le rodeaba la turba y le dicen: He ahí tu madre y tus hermanos, que te buscan ahí fuera; y Él, respondiendo, dijo: ¿Quién es mi madre y los hermanos?; y mirando a los que le rodeaban, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos; quien haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y madre.” ¿O no recuerda usted tampoco, pobre padre cristiano acongojado, cuando se les escapó a sus padres —el hijo perdido y hallado en el templo—, y a las quejas de ellos y por qué había hecho aquello, les respondió: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo estar en lo de mi Padre?” Refiriéndose, ¡claro!, no al que le buscaba entonces.
¿Que le sermoneo cosas duras? ¡Ah!, es que, amigo mío, no sirve hacerse un cristianismo de superficial —no hondo— consuelo, de paz y de orden. El Cristo cuya doctrina cree usted profesar no vino a traer esa paz que usted, en sus últimos días, busca, ni vino a traer ese orden. No esa paz ni ese orden, sino lucha y justicia. Ni es cristiano sacrificar, como pedía Goethe, la justicia al orden. No, amigo mío, no; el fin de la religión cristiana no es conservar eso que tantos sedicentes cristianos llaman el orden. Ni la seguridad del Estado. Para eso están la Guardia civil y la Policía. Que llenan su función, pero que no es función religiosa. Como es una de las mayores impiedades suponer que hay que inculcar el temor al infierno para mantener el orden social. La religión no tiene que ver con semejante orden, por muy necesario que nos sea. No es su función dar seguridad al reino —o república— de este mundo.
Ni haga usted caso de ese trampantojo de la llamada democracia cristiana. La democracia está bien; el cristianismo está mejor; pero democracia cristiana es algo así como república agnóstica o monarquía racionalista. O como un triángulo amargo o un sonido verde. Todo eso es política, buena o mala, mejor o peor, pero no religión. La cual —y vuelva usted a escandalizarse— está fuera, por encima, no ya de la política, sino de la moral. No es cosa de hacerle al hombre bueno o malo, sino de consolarle de haber nacido, de darle paz —paz, sí, pero íntima— dentro de la guerra social y civil y familiar. Usted, creo, me entiende. Y si no...
Y ahora, en estos últimos días, ¿por qué se acongoja usted?, ¿de qué se me queja usted? Usted, atento tan sólo a ganar el pan para sus hijos, a colocarlos, descuidó su educación. Usted, su padre natural, entregó sus hijos a padres espirituales —y de alquiler—, que suelen ser muy malos educadores, y así le ha salido ello. Esos padrecitos espirituales mercenarios les educaron a los hijos de usted —ahora empieza usted a darse cuenta de ello— en la mayor superficialidad (mejor diríamos frivolidad) religiosa. Ellos les han hecho desesperar de la fe que usted profesa. O mejor, que usted cree profesar. No les enseñaron a mirar a la terrible verdad última cara a cara.
Sí, tiene usted razón; yo he venido últimamente sermoneando contra esa chiquillería que se rebela contra sus padres, sin saber lo que éstos hicieron por ella. Pero ¿qué hicieron? Mucho más y mejor que lo que esa chiquillería supone, pero mucho menos y peor que lo debido. Confiaron el culto al orden y a la enseñanza de la disciplina a esos padres espirituales sustitutivos, ¿y cuál ha sido el resultado? Que tantos padres hoy, acongojados como usted, se quejan de que sus hijos están fuera de sí, como locos, que se escapan de sus casas, que se desprenden y despegan de la familia.
¿Que todo esto es duro, muy duro? Sin duda; pero, amigo mío, yo, en mis últimos días, cuando entran tiempos difíciles, me consuelo y reconforto releyendo a mis evangelistas. Que no son sólo Mateo, y Marcos, y Lucas, y Juan, y Pablo, sino otros también. Entre ellos Spinoza y Kierkegaard. Y cito a éste para acabar con una sentencia suya. Y es la de que sólo se es cristiano por oposición, y donde todos creen serlo es que no lo es ninguno. Y cristiano fue —por oposición— aquel bendito judío Baruc Spinoza, que llamó a Cristo “la boca de Dios”; que dijo de Él que si Moisés habló con Dios cara a cara, el “Cristo comunicó con Dios de mente a mente”, y que no vino ni a establecer imperio político ni a instituir leyes —guardadoras del orden externo—. Es lo que nos dice en su Tratado teológico-político aquel santo varón judeo-cristiano, que buscó el amor intelectual —la comprensión— de Dios. Por lo que le llaman panteísta.
No se acongoje, pues, más, mi querido amigo, y piense que sus hijos acaso lleguen a padres naturales. Y entonces, con la paternidad, se les curarán las chiquilladas. Y en tanto, líbrenos Dios de ese frenesí de odios salvajes con que gentes que se dicen de orden persiguen, con injurias, denuestos, calumnias e insidias, a sus enemigos. Gente de orden… puede ser; pero de justicia, no, y menos de caridad. Mas de esto, otra vez.
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